Pesadilla de suburbio, por María Yuste | Publicado en su libro «Vida de provincias»

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Pesadilla de suburbio

La abusona de mi colegio no respondía a ningún estereotipo porque la abusona de mi colegio era bailarina de ballet. Una auténtica matona en maillots rosa y moño impoluto que se atrevía hasta con los chicos de clase. Los profesores ya no sabían qué más hacer para intentar sofocar tanta agresividad y le colgaron un cartel que la señalaba literalmente como “PEGONA”. El cartel estaba escrito en letras rojas mayúsculas y tenía que llevarlo a todas partes durante las horas lectivas. Aquello la ayudó a aprender la lección y así abandonó la fuerza bruta para pasarse a algo más sibilino y psicológico.

Pero, de entre todos mis compañeros, era a mí a quien le había tocado el premio gordo porque la pegona era, además, mi vecina y desde su habitación se veía la mía aunque, por perspectiva, yo no podía verla a ella.

El puto gordo de Navidad.

Luego pasan los años y es verano. Mi padre ha enfermado y a veces la ambulancia viene a casa. Primero dicen que es depresión. Luego deja de andar, deja de hablar y vuelve a usar pañal. En cuanto la madre de la pegona ve la ambulancia aparcada en la acera viene a buscarme para sacarme de allí. Todos piensan que pueden evitarme conocer la muerte y son tantos sus esfuerzos que yo aún desconozco que vivo con ella. En esos momentos la pegona se muestra muy afable conmigo porque ella sí lo sabe y jugamos juntas. Por la tarde viene la doctora de visita y me hace pasar a la habitación de mis padres. Una brisa pegajosa mueve ligeramente las cortinas y en la cama, el enfermo envuelto en un pañal blanco de adulto intenta, sin éxito, agitar las extremidades. La doctora lo estimula y lo anima a pronunciar mi nombre. El nombre me lo puso él y es también el suyo a la inversa pero le cuesta pronunciarlo como si lo estuviera aprendiendo ahora. Al principio es un bebé que lo balbucea por primera vez pero luego todo se vuelve un susurro de sílabas que parecen apagarse en el último aliento de un viejo.

A la mañana siguiente me despiertan muy temprano y me vuelven a llevar a casa de la pegona, que aún está en la cama. A pesar de haberla despertado viene de buen humor y vemos Pokemon en la tele y nos reímos cuando Misty quiere cambiarse el nombre por Ann Choa. Después llega la madre de mi mejor amiga, la de los veinte hijos, y me lleva a la habitación de la pegona. Y allí, sentadas en la cama deshecha de la niña que me había empujado, que me había pegado, que me había insultado, que me había menospreciado y ridiculizado me dice que mi padre ha muerto.

[Vida de provincias, 2014, Honolulu Books]

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