Tres poemas de «Las bellas catástrofes» (2018) de Jacqueline Goldberg ~

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Fotografía original de Andrea Daniela / Filtro agregado para la presente publicación

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Jacqueline Goldberg (Maracaibo, 1966). Poeta, narradora, ensayista, editora y autora de libros testimoniales e infantiles. Doctora en Ciencias Sociales por la Universidad Central de Venezuela y Licenciada en Letras por la Universidad del Zulia. Su trabajo discurre entre entre la literatura y el periodismo. Es autora de obras de poesía, narrativa, ensayo, testimonio, gastronomía y libros infantiles.  

Su novela Las horas claras fue publicada en en 2013 luego de que mereciera el XII Premio Transgenérico de la Sociedad de Amigos de la Cultura Urbana 2012. Una vez publicada obtuvo el Premio Libro del Año 2014 otorgado por los libreros venezolanos, fue finalista del Premio de la Crítica a la Novela del Año 2013 y la Medalla Lucila Palacios de del Círculo de Escritores de Venezuela. Fue publicada en 2017 por la Universidad Metropolitana de Monterrey.

Sus primeros trece poemarios están recogidos en Verbos predadores, poesía reunida 2006-1986 [2007]. Luego publicó los libros Postales negras [2011]; Limones en almíbar [2014], Nosotros, los salvados [2015], El cuarto de los temblores [2018] y Las bellas catástrofes [2018].

Ha sido distinguida, entre otros, con el Premio Regional de Literatura Jesús Enrique Lossada en su única clase; Premio de Poesía Bienal Mariano Picón Salas; Premio Bienal de Crítica y Ensayo Roberto Guevara; Premio Nacional de Literatura Infantil Miguel Vicente Pata Caliente.

Su poesía aparece en antologías y traducciones en España, Italia, Reino Unido, Rumania, Corea del Sur, Puerto Rico, Estados Unidos, Perú, Brasil, México, Chile, Colombia, Argentina y Venezuela.

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1-Scott Barbour _ Getty Images
Scott Barbour / Getty Images


Hoy tengo que hacer muchas cosas:/ 
Hay que matar la memoria,/ Hay que petrificar el alma,/ Hay que aprender de nuevo a vivir. [Anna Ajmátova]

   

El cerdo y el tsunami [2004]

Toda escritura exige calentamiento de nudillos.
También de mandíbula.

[Suena el Réquiem en D Menor de Mozart,
dirigido por Herbert Von Karajan]

Así vuelve aquel año.

La llamada anuncia un corazón hecho trizas,
mi padre en un hospital de ultramar.
Su válvula mitral exigiendo mutar tejido de cerdo
por sangre de mi sangre.

Subí a un tempranero avión
el día en que mi hijo cumplía cinco años.
Lo dejé.
Me dejé en su rostro ignorante de lo demás.

Sólo cuando sucedieron las explicaciones,
los modos del pronóstico y el miedo,
me sepulté frente al televisor.

Otros corazones habían sido arrasados.
Un sismo de magnitud 9.1
ocurrió a las a las 00:58 UTC en el Océano Índico,
con epicentro en la costa oeste de Sumatra.

El terremoto fue nada.
Los ahogos fueron nada.

Pronto atacó una jauría de tsunamis
en las costas de catorce países:
los más sufridos, Indonesia, Malasia,
Sri Lanka, India y Tailandia.

Se habla de 229,866 pérdidas humanas,
entre ellas 186,983 muertos
y 42,883 desaparecidos.

Las estadísticas no mencionan
posibles fallecidos en la primorosa Birmania.

Era entonces uno de los nueve desastres naturales
más mortales de la historia moderna.

El peor deslave familiar ocurría sin espumas,
en la mínima ensenada
de una sala de cuidados intensivos.

Discutíamos acerca de estruendos
y horas de cirugía.

Sobre mi padre pendía un pulpo.

Era la imprudencia de un año casi ido,
la de otro que sería peor.

Mientras escribo [26 de diciembre de 2014]
miles de personas en toda Asia
recuerdan con plegarias, ofrendas y discursos
una magnífica pared de agua.

“Había cristal, metal, trozos de madera,
ladrillos, era como estar en una lavadora llena de clavos”,
explicó a la AFP Andy Chaggar,
superviviente británico.
A su novia se la llevó el tsunami
de un bungaló en la playa de Khao Lak.

Nosotros, sin cuido de mareas,
celebramos otro año de milagros,
el cerdo que se hizo corazón de mi padre.

4.1-Robert-Walser

4.2-Robert Walser

4.3-Robert Walser (1)


Amé las desapariciones y ahora el último rostro ha salido de mí. // He atravesado las cortinas blancas: // ya sólo hay luz dentro de mis ojos
[Antonio Gamoneda]

 

Ojos del salado [2015]

“[…] desde 1967 hasta hoy, más de 200 personas
en Estados Unidos y Rusia se han sometido
–con una mezcla de fe y creencia científica–
a un proceso especial de criogenización.
Su apuesta es que a través de la preservación
de su estructura cerebral y,
por lo general, también del cuerpo,
podrán revivir en el futuro,
incluso con su memoria y personalidad intactas”,
sostuvo Alcor Life Extension Foundation,
corporación estadounidense
que se dedica a preservar en nitrógeno líquido
los cuerpos de personas congeladas
tras su fallecimiento “legal”.

[Simon Cowel, Paris Hilton, Lucy Liu, Brithney Spears han proclamado estar interesadas en la congelación criogénica. Y se dice que ya algunos famosos esperan en una solitaria cámara de resurrección: Walt Disney, Ted Williams, Charles de Gaulle, Don Vito Corleone, Maurice Chevalier, Michael Jackson y Dick Clair.]

Al parecer, Muhammad Alí
visitó en 1988 un laboratorio de criogenización
en la Universidad de Berkeley.
“Es sólo cuestión de tiempo
para que firme y se incluya en el procedimiento”,
señaló el científico principal de dicha universidad.
Y dijo aún más de lo que nunca ocurrió:
“Uno de los famosos
que estuvo a punto de ser congelado
fue Freddy Mercury a petición
de los millones de fanáticos
que solicitaron a sus familiares
criogenizarlo hasta que se encuentre
una cura a su mal”.

Paréntesis biológico,
voluntad pospuesta.

Otros han creado un olvido del frío,
echados al resplandor.

A Robert Walser lo hallaron unos niños
el 25 de diciembre de 1956
tendido sobre la nieve,
muy cerca de la clínica psiquiátrica de Herisau,
donde llevaba veintitrés años recluido.
Tenía los ojos completamente abiertos
para no perderse el rezo humeante
de su más pálida mañana.

[Miedos
Robert Walser

He esperado saludos mucho tiempo,
frases suaves, al menos un sonido.

El miedo no es de voces o tañidos:
penetrar, sólo la niebla penetra.

Un secreto canto en acecho oscuro:
alíviame, pena, el arduo viaje.]

Los montañistas
son convocados a morir por hipotermia.
Los aquejan alturas sin escalofrío,
una visión impresionante del cielo,
la más tersa lentitud.

[Hay “desnudez paradójica” entre quienes padecen hipotermia: la sangre se concentra lejos de las extremidades y justo antes de morir esa sangre se expande dilatando vasos sanguíneos y produciendo un calor insoportable en la víctima, que acaba por despojarse de la ropa, aún en el más atroz invierno.]

El primer día del 2015 se supo del cadáver
del alpinista vasco Fernando Ossa.
Había permanecido dos días aislado
en la región argentina del nevado Ojos del Salado,
a 6,500 metros de altura.
Esperaba ayuda que llegó a ras del tiempo.
Al menos no murió solo,
con él estaba el vizcaíno Paco Vicario.

No fue fácil rescatar el cuerpo.
Toda ruta era engorrosa.

La nieve admite duración:
luego es impura, voraz.

Las grandes montañas están salpicadas
de azules cuerpos abandonados al estupor,
con lesiones indoloras,
límpidos cristales en el fondo de los huesos.

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La densa selva de palabras envuelve sólidamente lo que siento y vivo, y transforma todo lo que soy en algo mío que está fuera de mí […] quiero ser enterrada con el reloj en la muñeca para que en la tierra algo pueda pulsar el tiempo [Clarice Lispector]

 

Agua que no llega [2008]

Temo caminar
por el lecho seco de un río.

Es una fobia recién nacida.

Los síntomas:
•Me aturde que pueda aparecer una ola
e incluso un diminuto hilo de agua
por un lecho en apariencia inocuo.
•Me produce taquicardia la idea
de ser arrastrada por el agua.
•Sudo imaginando piedras sobre mi cabeza.

Enfrento el miedo desde mi escritorio.
En un décimo piso, en sequía.

Veo un video de cómo el agua volvió
al lecho terroso del río Nazas,
en la zona de La Laguna, México.
Era 11 de septiembre de 2008.

El río reclamó su cauce,
apareció un día después
de que fuesen abiertas las compuertas
de las presas Francisco Zarco y Lázaro Cárdenas:
“lo seco de la tierra y los hoyos y cavernas
que habían de llenarse en el trayecto
retrasaron la llegada del agua”.

Muchos esperaron dentro del lecho,
se apartaron cuando hebras líquidas
fueron engrosando el gemido.

Hubo hasta un dueto
de guitarra y trompeta sobre el puente:
“[…] el caudal fue llegando poco a poco,
pero suficiente para que los laguneros sintieran,
por primera vez en diecisiete años,
la brisa húmeda del río Nazas”.

Escribo con barro en el estómago.

Encuentro que hay nombre
para este injustificado terror:
Potamofobia.
[Del griego potamós, río, y phobos, temor.

Es un miedo morboso, ridículo y persistente
a ríos, quebradas, manantiales,
arroyos, riachuelos, aguas fluyentes.
Miedo a cualquier tipo de afluente de agua corriente.]

Todo lo comprendo.
Todo lo admito.

Pero hay lechos secos
que jamás pisaré.
Sé que con ello pierdo
un tajo de belleza,
un poco de mí.

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Estos poemas pertenecen al libro Las bellas catástrofes (El Estilete, 2018).

Su publicación en esta revista es posible gracias a la autorización tanto de la autora como de la editorial. 

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