Cuando el lenguaje nos amanece: «Poemas sin nombre» de Fermina Ponce (2019), por Silvia Goldman ~

¿Qué es un nombre?, ¿puede un nombre quedarse sin nombre, como sugiere la autora en este libro?, ¿a qué esfera del lenguaje pertenece lo nombrado?, ¿un poema que nombra las enfermedades mentales a dónde pertenece?, ¿cómo nombrar sin quedarnos como un “hueso más” desprendido de la carne? Los poemas de Fermina Ponce se escriben para que aquello que aún no tiene nombre no permanezca en un pedestal silencioso, para desunir su fachada de estigmas y prejuicios. Los versos amanecen y ensayan un lenguaje que aprende a nombrar desde el balbuceo, desde la “Aurora”:

Este poema me da miedo,
mis versos no llegan hasta Angbala,
pero aprendí a hablarle a la Aurora porque vivo en ella

Y así, en esta interlocución implícita que se desplaza e ilumina todo el poemario está, asimismo, la pregunta por lo que es “amanecer” y la determinación por hacerlo: yo me amanezco, tú te amaneces parecen decirnos estos versos. Y es que la voz poética convierte el sustantivo en verbo y al verbo en determinación, porque sobre todo tenemos que amanecer  como sugiere en el poema XVI:

Me volví cenizas de un túnel que se deshace,
no hay nube sin trueno en su vértice,
las alas vuelan sin los pájaros,
me lancé a las baldosas incoherentes,
al día siguiente tengo que amanecer.

Y así, personalizando los sustantivos, dándoles la fuerza y el contorno de un verbo, estos poemas nos hacen volcarnos hacia nuestra propia desnudez para que escuchemos lo que dicen de nosotros, de los miedos que nos nombran y no nombramos. Nos enseña, por ello, a llevar el “propio holocausto”, a decir aquello que nos lastima y se instala, como habitaciones otras, en el cuerpo. Se trata de Poemas sin nombre que vienen con su hacha rigurosa, con su serie numerada y filosa, a partir al medio las palabras, a atravesar el propio bosque y podar todo adjetivo que distraiga,  abriendo caminos, soltando el dolor, haciendo entrar la “Aurora”, esa geografía y a la vez metáfora aquí de lo que nace, de lo que determinamos amanecer, de lo que hacemos nacer porque lo damos a luz. Y es que “Aurora” es para este libro ese “locus” donde lo ajeno se asienta en el cuerpo y cuarto de lo propio para revelarse, hacerse visible.

Las “las pepas”, “los frascos amarillos”, esas “vainas redondas y coloridas” devienen parte de la farmacéutica de estos Poemas sin nombre y, en esa marcha metonímica que asedia y bordea la locura, dan cuenta de la nomenclatura implicada en el proceso de perder, de perderse, de perder la cabeza, el cuerpo, el equilibrio, el mismo lenguaje. Por eso son Poemas sin nombre, porque se escriben para interrogar y cuestionar los sustantivos: ¿qué es la locura?, ¿es su antónimo la cordura?, ¿qué discursos normalizamos y cuáles censuramos al hablar en estos términos? Pero también porque indican una ansiedad por darle nombre a lo que no lo tiene porque no se lo quiere a hacer visible; porque vivimos bajo una ceguera entrenada y hablar de eso que no se habla es una forma de ir contra esa educación castrante de la mirada. Porque hablar, sí, tenemos que amanecernos y decirlo, es una forma de entrenar la mirada.

Son poemas despojados que buscan una familia tutelar en la intimidad de su radical desnudez, que desechan, asimismo, aquello que los sujeta y subyuga recuperando “las palabras extraviadas” y, con ellas, una “paz mestiza”. Hay algo así pizarnikiano en ese extravío de la palabra, en ese deseo de ir hacia el jardín (“Enséñame a visitar mi jardín por cortesía”, nos dice la voz poética) que es la escritura, pero aquí no hay niña extraviada sino voz de mujer extranjera que en el desarraigo físico y síquico busca un ancla: el verso, el poema, el “locus” que dé con la Aurora. Sabe que se mueve en una zona liminal e híbrida, que categorizar o nombrar, como sugiere el prólogo, “es determinar”.

Y porque lo personal también es político como ya sabemos, vienen a objetar el silencio, decir su verdad aunque el poema dé miedo, aunque tiemble ante lo dicho, aunque todo lo que podamos nombrar sea o se haga agua, extranjería, lo que se escapa de nuestras manos porque no nos pertenece:

El síndrome del extranjero,
el perfume del marinero,
la sed insaciable sin descanso,
bebamos como “sailors”.

[…]

Ya no eres mar anclado a tu tierra,
sólo transitas con una mirada ajena,
en algún lugar pareciera hacerse tuya,
ya no perteneces

Si el verso deviene un decir, un movimiento donde se producen las caídas, el poema, como acierta a decir la voz poética en “Desnudez”, es un levantarse “sin las conjugaciones de /mis caídas”. Y en ese movimiento hacia arriba y hacia abajo, bipolar, rítmico, afilado, vertical, se va pronunciando un escenario abismado y al borde de sí mismo. Es como si el lector, entonces, estuviera siempre asomándose, al borde de algo, caminando sobre los pretiles de las ventanas, sobre precarias y delgadas tablas que constituyen los distintos escenarios dramáticos y sin sostén de la vida cotidiana.

 Hay alguien ahí que canta parece decirnos la voz poética, hay una testigo que lo ve, que la ve, que se ve, que nos ve y asume ese riesgo. Nadie puede permanecer indiferente a ese ejercicio de desdoblamiento cotidiano, a esa soledad de no pertenecernos como diría Lispector. Por eso aquí se recurre a la escritura para dejar de hablar en voz baja, para espantar los secretos que se dicen a media voz, para que ella y nosotros podamos hablar de lo que significa y pesa, de lo que nos pesa, de lo que nos significa,  de aquello que derriba paredes con las uñas porque hacerlo es amanecer, porque las palabras son “esas vainas”, esas “pepas” a las que nos aferramos para no perder la cabeza:

XIX.

Llevo mi propio holocausto,
un cementerio de cenizas llenas de pérdidas tibias,
palabras ahogadas en cámaras de gases,
gritos arañados en las paredes con la madre de mis uñas y el dolor de mis dientes.

He aquí una voz poética que construye un “locus” propio, que gesta el vocabulario para amanecer hablando sobre lo que es urgente y necesario, haciendo de las palabras hechos virtuosos y dolorosos, sonoras y punzantes flechas que dan en el blanco para derramarse hacia la periferia, generando su movimiento y sus olas para que se hable, para que se escuche, para que lo que no se dice se haga presente y sólido en el centro e interior de nuestra mirada.

2 thoughts on “Cuando el lenguaje nos amanece: «Poemas sin nombre» de Fermina Ponce (2019), por Silvia Goldman ~

  1. Hola, me gustaría saber desde dónde Uds. envian este correo. Yo también escribo poesias y me gustaria publicarlas a quie debo dirigirme? Gracias por su respuesta. Atentamente, Zaira Majonica

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