Pierre Silva (Caracas, 1994) tiene, de momento y hasta nuevo aviso, una relación problemática con la escritura de sus propias notas biográficas.
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Ectoplasmosis
Dead people belong to the live people who claim them most obsessively.
James Ellroy
Habían pasado tres meses desde el entierro cuando Nico eyaculó mi fantasma. Estaba encerrado en el lavabo, sentado en el váter del motel, masturbándose con furia mientras alguien golpeaba la puerta llamándolo y preguntando si ya la tenía dura. Nico, que no la tenía, seguía pidiendo con timidez un momento más antes de salir. Desde una ventana con forma de corazón podía ver el edificio en el que Mina y él vivían desde hace meses, pero ni siquiera esa crueldad lograba empinársela. Resopló. Engañar a alguien solo es excitante cuando estás seguro de que haces daño haciéndolo. Creo que, por eso, para salir de su aprieto, a Nico se le ocurrió pensar en aquel cuerpo que abandoné para siempre el día del accidente. Entonces, no pudo contenerse: su uretra escupió uno, dos, tres disparos de ectoplasma y, voilà, aquí estoy, con las tetas al aire, levitando babosa sobre su rostro incrédulo.
Debo admitir que, antes de descender a ustedes ya saben dónde, también me masturbé en el purgatorio pensando en Nico. Pensé en mis piernas rodeando su torso. En sus manos apretando mis nalgas. En mi vientre frotando su pelvis. En su piel rozando la mía. Pensé también que –si no fuera porque el imbécil de Nico volteó su auto en la curva de una carretera mientras viajábamos a la playa a espaldas de Mina– no tendría que estar pensando en todo eso ahora que no tenía ni piernas ni nalgas ni vientre, pero sí unas infernales ganas de follar por el resto de la eternidad. ¿Que cómo volví para saciarlas? Supongo que el pobre de Nico llevaba sus testículos tan cargados desde el día de mi muerte que la energía concentrada en su escroto abrió un portal dimensional. O puede que la perra de Mina haya contratado a un brujo de tercera cuyo hechizo de enamoramiento saliera muy mal. O quizá todo esto signifique simplemente que la masturbación solitaria es un ritual de invocación que hace presente aquello que fue o será o –en nuestro caso– aquello que ni fue ni será jamás. De cualquier forma, lo mejor sería que se lo pregunten a ustedes ya saben quién, amigos, cuando también desciendan a ya saben dónde. Cuando se trata de follar, por cierto, los motivos importan poco.
Ahora levito y levanto los ojos de Nico. Ahora le engaño y le guiño un ojo antes de, mua, soplarle un beso que lo hace palidecer. “He vuelto por ti, baby”, le susurro con mi engolada voz infernal, acercándome poco a poco, poco a poco, poco a poco mientras le invito a sentir mi viscosa anatomía entre sus manos. Me paro en seco y me miro a mí misma en el espejo: aunque es cierto que soy un puto espectro, también lo es que estoy más buena muerta que en vida. El asunto, sin embargo, no sale como debería. El asunto es que Nico se levanta de un salto del váter al verme. El asunto es que, cuando intento acercar mi pezón fantasmagórico a sus labios, Nico aferra sus uñas a las losas del baño como un gato asustado. Lo tengo acorralado. Los golpes en la puerta persisten. Con expresión psicótica, parpadea con fuerza y se frota los ojos. Intento azuzar la lujuria abriendo mis piernas, mostrándole mi coño plagado de telarañas e insectos muertos, pero lo único que logro es hacerlo gritar y, uf, siento su miedo temblarme en el clítoris. (Cuando mueran, recuérdenlo, también descubrirán que el miedo y el placer fueron siempre caras de una misma moneda). Los golpes se intensifican en la puerta del lavabo y se hacen más fuertes con cada grito que Nico profiere. Y Nico grita y grita y sigue gritando y abofeteándose, como intentando despertar de un mal sueño. Yo lo siento todo, todo entre mis piernas. Sonrío con mi dentadura sobrenatural. Cuando, al borde del clímax, comprendo cómo muta el placer post mortem, solo alcanzo a pronunciar una sílaba, ¡Bu!, antes de que Nico me atraviese y atraviese de un salto el corazón de la ventana.