Buganvilias para Batman, por Hiram de la Peña (México, 1993)

Hiram de la Peña (Mexicali, 1993). Es narrador y docente. Su trabajo aparece en la antología del Primer Certamen de Literatura para Niños “Escribiendo para el Futuro” (2018) y en “Vacunas contra la poesía: antología de relato corto” (2020). Ha colaborado en Cinosargo, Letralia, Bitácora de vuelos y Revista Plástico. “El árbol de la sombra fría” (2022) es su primer libro de cuentos, editado por el Fondo de Cultura Económica y Tierra Adentro.

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—Yo estoy con Aquiles […]

                                                                                                      —Yo estoy con Héctor […]

Elena Garro

 

Óscar y yo nacimos con un mes de diferencia. Papá y el tío Elmer nos sostenían de las axilas en una de nuestras primeras fotos juntos, suspendidos en el aire como peces gordos y nuestros padres con porte de orgullosos pescadores. Ellos se veían muy diferentes, pero nosotros parecíamos hermanos gemelos en aquella imagen.

Además de uno de nuestros apellidos, Óscar y yo compartíamos secretos. El abuelo nunca supo quién había roto el parabrisas de su camioneta. Asumíamos todas las culpas juntos, en bloque. Por eso mismo nuestro peor castigo era que nos separaran. Nos dividía una gran barda que aprendería a saltar con el tiempo. La casa de la mamá de Óscar estaba justo al lado de la casa de mis abuelos, esa casa era mi hogar cuando llegaba el fin de semana, cosa que pasó a ser así en el momento en que mis padres decidieron que ya no podían vivir juntos, que se habían distanciado. Yo no entendía eso, se suponía que los papás se amaban para siempre. Le conté a Óscar y él comprendió a la perfección. Me dijo que mis tíos no dormían en la misma habitación y que mi tía no preparaba las comidas favoritas del tío Elmer. Se supone, decía mi primo, que las personas que se amaban crecían durmiendo juntas y preparándose sus comidas favoritas hasta que se morían.

Nuestros padres no se aman, nos decíamos, en eso también nos parecemos. Soñábamos con crecer, teníamos prisa por cumplir los 18. Esa edad que relacionábamos con poder hacer lo que se nos viniera en gana. Teníamos largas conversaciones sobre cómo sería nuestra vida en libertad, sin los molestos regaños de la familia, fuera de aquella ciudad tan calurosa cuyo verano no nos permitía poder jugar más horas en el exterior. Nos saboreamos la posibilidad de llevar una vida que no estuviera limitada a esperar a que bajara el sol.

Otra casualidad era que Óscar también era el hermano menor. Eso nos colocaba en una misma jerarquía. Nuestra posición entre hermanos nos otorgaba privilegios, obligaciones y problemas muy parecidos. Hablábamos de lo difícil que era no llorar cuando nuestros hermanos nos decían que éramos unos chiqueados, de las complicaciones de buscar por toda la casa los paquetes de galletas que nos escondían por tragones. Pero, sobre todo, nos sabíamos más pequeños y menos importantes. Compartirlo nos agrandaba, nos hacía dignos, nos sentíamos escuchados.

Mi primo y yo éramos inseparables. El abuelo nos daba 10 pesos a cada uno por regar el árbol y con eso íbamos a la farmacia a comprar las mismas cosas: un jugo y unas papitas. A veces uníamos el presupuesto y nos comprábamos algún juguete que solíamos compartir hasta que lo rompíamos. Éramos felices con esos soldados que se lanzan al aire para luego caer con la suavidad que les proporcionaba un pequeño paracaídas. También nos asombraba la potencia de nuestras lupas, las usábamos para quemar hormigas y para quemarnos a nosotros mismos, sólo para ver qué se sentía. Aquel acto fue nuestro primer funeral masivo de insectos; el segundo, de un hombre, el del abuelo.

El abuelo murió en un hospital, todos decían que eso era triste, pero más penoso fue ver los problemas que generó el dinero que había dejado. Las peleas entre hermanos no se hicieron esperar. La primera de ellas fue por un ataúd, la mamá de Óscar dijo que 80 mil era un precio muy elevado para un féretro. Mi papá dijo que eso era lo de menos, que el viejo lo merecía. Mi tía le contestó que para él era fácil decirlo, él no iba a poner el dinero. Papá dijo que el dinero tampoco era de ella, que no fuera tacaña. Se gritaron otro par de cosas y mi tía salió de la casa, tomó a Óscar de la mano y se fue, se fue y azotó la puerta. Papá la siguió y le gritó más fuerte. Yo sólo vi a Óscar a través de la ventana, estaba detrás de mi tía, a su sombra, asustado y atento.

 

Cuando Óscar y yo llegamos al mundo nuestras familias ya habían olvidado más peleas de las que seguían presentes en sus listas de resentimientos.

Nuestros detalles, diferencias directas entre Óscar y yo no tardarían en aparecer poco a poco. Una navidad descubrimos que la abuela le daba 10 dólares de regalo a Óscar y a mí sólo 5; cuando vivía, el abuelo solía darme 10 a mí y 5 a Óscar. Para mí estaba clarísimo, yo era el bueno en la escuela, el aplicado. Mi abuelo, un hombre que no pudo estudiar, valoraba eso. La abuela, en cambio, valoraba la cercanía de Óscar, era el que estaba presente, el que le ayudaba en casa. Al final del día, nos querían por diferentes cosas, pero no por ser nosotros mismos. Había un halo de exigencia en el aire, no fuimos suficiente para nadie.

Todos se creían con el derecho de dar una opinión sobre lo que hacían o decían los hijos de los demás. Mi tía se quejaba de mi acné, para ella era una cuestión de que dejara de masturbarme, que dejara de ser tan morboso, tan puñetero, que todavía estaba muy joven para tener tanta pus en la cara y que la explicación era mi falta de higiene. Papá no le decía nada, buscaba arreglar aquella situación en mí. Me dijo que usara un jabón especial, pero no funcionó. Le provoqué decepción el día que fuimos a tomarnos una foto juntos. Amanecí con un grano gigante en la frente. Papá lo vio y decidió reventarlo y apretarlo hasta que la sangre se convirtió en un líquido menos rojizo. Después de eso, tomó una gasa con astringente y la colocó en la herida.

 

Los días pasaban y uno iba por ahí haciendo recolecta de pequeños chismes familiares. La tía que hablaba mal de la otra tía. Los primos hablando mal de otros primos. Creo que ese fue mi error con Óscar, o tal vez sólo le di más cuerda a algo inevitable. La cosa fue que Óscar me confesó que yo era su primo favorito. Yo no pude contestar lo mismo. Yo comenzaba a comprarme que el lado materno de la familia era el mejor, el de la gente más interesante, inteligente y buena.

Aunque no le dije nada a Óscar, creo que él esperaba que yo le contestara que también era mi primo favorito. Mi falta de claridad y convicción lo arrojó a un estado de sospecha total. A final de cuentas, tal vez mi actitud justificó todo lo que él también escuchaba con relación a mi bando: personas de poco fiar, doble caras, hipócritas, egoístas y desinteresados. Me gustaba pensar que Óscar no sería capaz de pensar eso de mí, que nos conocíamos lo suficientemente bien como para caer por esa espiral de calificativos. Yo mismo le daba el beneficio de la duda a Óscar, no sin cierto nivel de sospecha, claro.

 

Llegó otro invierno, otras vacaciones. Esas fueron especiales. Alguien de la familia de mi padre venía de Estados Unidos, un primo de mi papá que tenía mucho tiempo sin visitar México.

Nuestros tíos pochos nos confiaron una bolsa de Cherry Booms, pequeñísimos cuetes más poderosos que las tradicionales palomitas. Ese día todo era especial. Más intenso, más caro, más bizarro. Esos explosivos funcionaban en el agua. Óscar y yo montamos el show que esperaban nuestros familiares. Conseguimos un balde, lo llenamos con agua y prendimos la mecha del primer Cherry Boom. La explosión puso a todos los perros de la cuadra a hacer un escándalo. El agua se elevó por los aires ante las groserías aprobatorias de los tíos y tías ahí reunidos, esos tíos que no lo son, pero que ostentan el título para no complicarse con genealogías. Óscar y yo seguimos hasta que el balde tronó por la parte de abajo. Después de eso se acabaron los cuetes, salvo unas bengalas que quemamos enseguida.

Los festejos siguieron en casa de una tía abuela. Fuimos en caravana, porque algunos familiares no recordaban el camino. Los mexicanos se burlaban de ellos, y a los otros no les gustaba nada, pero se aguantaban. Los días festivos también son de tregua.

Llegó la noche. La fiesta estaba en su punto. A nuestro alrededor los adultos se emborrachaban rápidamente, como si algo o alguien los obligara a hacerlo. Era invierno, aunque no hacía frío en aquel patio. Yo me separé un poco de los demás y vi que el carro de mi mamá estacionándose frente a la casa. De pronto lo recordé todo: se suponía que papá me dejaría en casa más temprano, tenía otra fiesta, una fiesta con la familia materna. La familia “buena”. Papá lo había olvidado.

Mi hermana mayor bajó del carro, era la piloto. Se acercó a mí y sus pasos dejaban ver su enojo. Me gritó que era hora de irnos, de irnos a la chingada en específico. Lo gritó desde la banqueta. El carro seguía encendido. No quiso acercarse o quedarse más tiempo del estrictamente necesario. Ella tenía una historia con mi tía y con mi tía abuela que, aunque yo no conocía, podía intuir que era mala. Salí de esa casa sin avisar a nadie, ni a mi papá. Subí al carro y me senté junto a mamá en el asiento trasero. Mamá estaba furiosa. La torpeza de mi padre la había hecho volver a ese espacio que consideraba siniestro, era la casa base de la familia paterna.

Estábamos a punto de irnos cuando papá salió. Explicó que la batería de su celular se había muerto y que el acuerdo había sido regresarme a la casa cuando se comunicaran con él. En los oídos de mamá todo era pretexto. Papá estaba en cuclillas, hablaba con mamá a través de la puerta del carro, misma que mi madre había abierto con dignidad para escuchar los argumentos inválidos de su marido.

La escena era exclusiva, debimos ser sólo nosotros los involucrados. La familia nuclear. Pero no fue así. La tía Carmen intervino. Llevaba un bote de cerveza en la mano. No supe si pensó de forma detenida la frase para sacar de sus casillas a mi hermana o si eso ya le salía de forma natural por el simple hecho de ser la tía Carmen. Cuando por fin se acercó lo suficiente, dijo: ¿A poco ya se van? ¿Pues qué pasó? Se baja y se saluda. Mi hermana resistió el primer ataque, pero mamá no. Algo dijo, no sé qué, pero la tía Carmen si la escuchó muy bien.

La tía Carmen replicó que mi mamá era una estúpida. Mi hermana mayor giró la llave del carro y lo apagó. Se escuchó el tintineo agresivo de sus collares y brazaletes. Bajó y encaró a la tía Carmen. La hizo retroceder unos pasos. No supe quién decía esta o aquella grosería. Una docena de familiares curiosos observaban desde la casa, Óscar era uno de ellos, y Alondra, su hermana. A diferencia del resto, Alondra también salió de la casa a insultar a mi hermana mayor. El copiloto, mi hermano Martín, también se bajó del carro. Tomó por los brazos a nuestra hermana y casi la arrastró de vuelta al asiento del piloto. Papá siguió tratando de convencer a mamá, de algo, de lo que fuera. Yo sólo pensé en Óscar, que estaba inmóvil. ¿Cuál iba a ser su versión de los hechos?

 

Pasaron 3 meses antes de que papá se atreviera a insinuar si quería ir a pasar el fin de semana con él, con la abuela y con Óscar. Mamá parecía aprobarlo y hasta decía cosas como: ustedes qué culpa tienen. Acepté la invitación de papá. Fue un viernes en la noche. De camino le pregunté a papá que qué tenía que hacer si la tía Carmen me preguntaba algo del incidente de navidad. Papá me contestó que nada, decir que yo sólo iba a jugar con mi primo y a pasar tiempo con la abuela. Yo tenía miedo, y me sentía incómodo de estar en una especie de campo minado.

Como llegamos por la noche, ya no eran horas para que yo y Óscar pudiéramos jugar. Tenía que esperar al amanecer. Tuve problemas para dormir, pensaba en cómo sería nuestro primer sábado después de aquello.

Me levanté muy temprano al día siguiente. Estaba inquieto. Esperé una hora prudente para ir a preguntar por mi primo. Traté de cruzar a su casa, pero la puerta estaba cerrada, eso significaba que aún no despertaban, pero insistí y brinqué la barda para ir a tocar la puerta. Estuve tocando unos diez minutos. Fue en vano. Nadie me abrió. Supuse que era cierto lo que decían de la familia de Óscar: eran unos flojos por no levantarse temprano en sábado.

Al mediodía, fue Óscar quien tocó la puerta de la casa de la abuela. Todo fue rutinario. Nos saludamos y salimos a jugar. Propuse regar el árbol, Óscar había regado entresemana a partir de mi larga ausencia, así que no se pudo. Me dijo que él tenía una mala noticia: su Batman favorito se había roto por la mitad. Era una figura de plástico, ese Batman era un Batman de nieve, especial por sus adornos en rojo y blanco. No supe cómo fue que Óscar se las arregló para romperlo. Estaba inservible, así que concluimos que estaba muerto. No habría más juegos para él. Sólo nos quedaba algo por hacer: un ritual fúnebre.

Óscar consiguió una pala de jardín y cavó un pequeño hoyo. A mí me pareció una buena idea envolver a Batman en una servilleta de cocina. Óscar estuvo de acuerdo. Corrió a su cuarto y cuando regresó traía un plumón. Anotó en la servilleta: R.I.P. Batman, 2006 – 2007. Enterramos al muñeco y a Óscar le pareció grosero no colocar algo encima del pequeño montículo de tierra. Le sugerí ponerle unas flores de Buganvilia. No lo vi muy convencido, aunque de todos modos corrí a casa de nuestra abuela y corté dos flores, las más grandes y coloridas que alcancé a ver. Cuando Óscar las miró, dijo que estaba bien, pero que con una flor bastaba. Yo le dije que claro que no, dos flores eran mejor que una. No, dijo él, basta con una, dos se verían ridículas. Además, agregó que era su Batman. Bueno, pero ya corté las flores, le dije, ¿por qué no ponerlas? Su negativa siguió, al igual que mi insistencia. Se puso rojo y me empujó. Yo, desde el suelo, le aventé tierra. Él se abalanzó sobre mí, lanzaba golpes a lo loco debido a su ceguera momentánea. Algunos de sus puñetazos alcanzaron a darme en el cuerpo y en la cara. Yo lloré, me dio gusto que no fue capaz de verme bien. Me fui y él sólo paró de tirar golpes cuando escuchó la puerta de la barda. Eso no fue novedad. En otras ocasiones nos habíamos abandonado así, y esa puerta de madera ya había sido azotada de un lado y del otro. Llegué a casa de mis abuelos y le conté a papá, él me pidió que le contara cuando me vio lleno de polvo y con un pómulo inflamado. Decidió regresarme a la casa el domingo por la mañana. Esa tarde de sábado, ninguno de los dos se presentó ante el otro para seguir jugando. El tiempo, por lo general, traía nuestra reconciliación. A partir de Batman no sería así.

Óscar volvió a su familia, a su trinchera, y contó su versión. Al poco tiempo moriría la abuela, cosa que inauguró una verdadera rapiña por la casa y por los dólares que le quedaron en el banco. Pero se supone que, para Óscar y para mí, eso era punto y aparte, cosas de adultos que no entendíamos. Nuestra inocencias no podían salpicarse con el resentimiento acumulado. Óscar y yo, unidos por esa “Y” intermedia, pasamos a ser Óscar Y yo, separados por los insondables universos de la experiencia propia y unidos a nuestras respectivas complicidades filiales.

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