Édgar Germayed Cuéllar Pabón (San Cristóbal, Venezuela, 1991). Magíster Scientiae en Ciencias Políticas, Universidad de los Andes- Mérida.. Licenciado en educación mención Geografía e Historia. Universidad de los Andes. Táchira. Ha publicado tres artículos en revistas nacionales e internacionales con respecto al tópico de la identidad latinoamericana, geografía de la percepción y filosofía. Es colaborador de FUNDAJAU- San Cristóbal, como escritor de reseñas, prólogos y microcuentos de ciencia ficción latinoamericana. Interesado en el existencialismo pesimista como corriente filosófica, ha elaborado más de cincuenta escritos tomando en consideración la realidad subyacente de la vida humana, sin estrangular el no- pensamiento para acallar las voces de la conciencia. Darle forma a los pensamientos a través de la lógica epistémica es quizá una de las pocas maneras de otorgarle sentido a la existencia, pues como afirmaba Martin Heidegger: “la lengua es la casa del ser”.
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El terror hace de los hombres los genios de su tiempo. Ellos perciben la quintaesencia de lo efímero en sus carnes. No son ajenos al llamado de la muerte. La muerte habita en ellos como residente eterna en la morada de los Dioses. Sienten la vida con profusa intensidad, no desde la experiencia empírica que supone reputación, crédito, prestigio; van más allá, traspasan los muros de sus mentes, penetrando el fundamento místico de la imaginación, de los sueños.
Los genios son el barro de la tierra, la ceniza tras el voraz incendio de vivir; encuentran cobijo en ninguna parte, salvo en el silencio de la paz; paz que transita desde el alto aposento de lo infinito para marchitarse en presencia humana. El genio grita querer morir, sabe que más allá, los recuerdos se pierden, quizá por ello entre los vivos se aferra, aunque se despedace las manos de tanto agarrar espinos.
No entendemos a estos hombres, viven, pero desean la muerte. Según ellos, la esperanza se ha ido, y la alegría con ella. La vida, sola, desnuda, sin atributos falaces, se devela, exceptuando a su propia apariencia. Los genios dicen que la vida no es de fiar, engaña a los humanos, así como la hermosa dama, de dulce aroma, y mirada risueña cuya crueldad subyace en la belleza de sus perfectas facciones, y sin tanto apresuro, apuñala al hombre enamorado sin éste percibir peligro.
La vida es la muerte en movimiento, hogar del salvaje, discurso del desesperado. Los débiles afirman la vida para ahuyentar a la muerte. Le dispensan como sahumerio en oscuros sitios que urgen de luz para hacer brillar sombras. Resplandecen los vivos, los ve el inocente, pero no el genio: sabe que son sombras, viven porque vive la esperanza, y las sombras se llevan la esperanza porque eso es la esperanza: La sombra de quienes mueren diariamente.
Los que afirman a la vida, en sí mismos, guardan la miseria de existir, se envalentonan en la ilusión para después padecer de amarguras en las ruinas del vivir, y echarse a llorar sobre lo que fue hecho para desaparecer, para morir. La miseria de vivir es ajena al sentido del pensamiento como artificio del ser- inteligente, pues al inteligente le mueven instintos superiores que emanan de su carne, no de su espíritu, por eso, son falsos, traidores, embusteros. El genio desprecia al inteligente, porque no muestra a la vida a plenitud, sino que expresa lo arrogante del mero aparecer del mundo. Son fantasmas, despojos del ego intrascendente.
El inteligente, dicen los genios, no miran de frente al monstruo, pues éste decapita al más optimista espíritu en la plenitud de su existencia. La sensación de su presencia es captada por los genios; le conocen, algunos son viejos amigos. Los jóvenes incautos, insensatos de la vida, juegan con él. Son ajenos a los males, los genios sienten lástima, y a su vez, compasión. Es inevitable.
El genio, temeroso antes del nacimiento, anda día y noche viendo de lejos la desnudez de la vida, pues lo que suponían esos pobres muchachos, inocentes de todo, es la destrucción investida con guirnaldas violetas sobre cadáveres purulentos, víctimas de la confianza engañosa, dada por el monstruo de rostro sereno.
Algunos genios duermen con dos puñales bajo la almohada y un revólver sobre la mesita contigua al colchón. La vida, quimera del alegre creyente, en su magia le devora a carne viva mientras cree vivir con exquisitez, dulzura, lozanía. ¡Falso! – a coro vibran las voces de los genios. La vida se abstiene de asustar al inocente, mientras ella, proyecta ricos manjares, atrayéndoles con señuelos placenteros; detrás, el monstruo corta de a poco la carne del inocente y bebe su sangre a símbolo de victoria: Imposición de la verdad sobre la ingenuidad.
La sangre ingenua es dulcísima, vitaliza el alma del monstruo, es por esa razón que le buscan como piratas a las perlas cristalinas en los mares de aguas turquesa. El monstruo desanda lanzando atarrayas a las masas vivientes, desprovistas de celo, de temor. La criatura coloca trampas en parajes hermosos, siempre repletos de belleza, de amor; en cambio, la sangre del genio es amarga, a veces insípida. El monstruo conoce, respeta a esta clase de espíritus, la mentira ha sido la verosímil compañera desde que Prometeo lanzó el fuego del conocimiento hacia la tierra; desde entonces los genios y el monstruo han sido vecinos, incluso comprenden la verdad del caos, planeando rebelarse ante el cosmos para crear mundos carentes de sufrimiento. Los genios, veteranos de la agonía, de la angustia, sensibles al dolor humano, expresan la voluntad absoluta de guarecer al noble, al maleante, al insensato en la capa del perdón. ¿Acaso no es justo brindar asistencia a esos pobres espíritus amnésicos, inocentes de toda verdad, culpables de solo existir, arrojados sin saber qué hacer, a donde ir? El monstruo se asusta ante la vibrante mirada del genio, su identidad conoce, detecta sus movimientos. El poder del miedo se desvanece, la incertidumbre desaparece. Los genios conquistaron al hombre. Lograron su libertad a través de batallar entre titanes, de ennoblecer sus almas en la experiencia humana.
Los genios, de acuerdo entre sí, atienden sobre el asunto de la novedad; para ellos, no es nada importante, algo pasado de moda. Los genios respetan al sabio, dicen que ha muerto para vivir y que vive para encontrar la oscuridad y no la luz. La luz no es su objetivo, pues quizá sea el sabio la luz y la oscuridad al mismo tiempo. Espíritu, más allá de las formas y los sentimientos, la oscuridad arropa la incandescencia que brota de su pecho, pudiendo matar al ingenuo que dice saber mucho sobre la vida, pero apenas es un crío en brazos del demiurgo. Los genios serán los sabios de lo absoluto. La totalidad se abastece de esas partículas conscientes porque en sí misma es pensante, y pensante los genios trascendidos a las esferas de la sabiduría a partir de la lógica trascendental de la conciencia objetiva. El rumbo del pensamiento es fusionarse con las fuentes impolutas de la sabiduría infinita.
Al sabio se le ha detectado una leve debilidad, le aterra su luz. Emana su luz sin querer, sin voluntad de ser para otros, es farol entre tormentas. Sus palabras hieren la fortaleza del joven, prefiere mirar desde el risco. Es solitario, de poco hablar, no le gusta hablar. Lo genios admiran eso. Sobre el lomo del monstruo cabalga el sabio. Sabe aquello que otros no desean saber. Es un forajido, incluso, una amenaza.
Tanto el sabio como el genio, vibran en la oscuridad; en medio de las sombras nocturnas, acaecen sus mejores momentos. La luz es del ingenuo, del inocente, porque cuando creen haberla encontrado, perecen. El que encuentra la luz, desaparece, el mundo, deja de ser su hogar. Las cumbres montañosas y el profundo silencio de la nada, su estancia eterna.
