La polka del conejo, por Jorge Martínez (México, 1994)

Jorge Martínez (México, 1994). Hispanista por la UNAM. Lector posnorteño. Narrativas contemporáneas y de ciencia ficción, escritura creativa y palimpsesto. Crítica literaria y ensayo en el portal de la revista mexicana Tierra Adentro. Escribe en la aldea global desde el western y la distopía. Habita la realidad virtual como @lagunauta.

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En cualquier momento me despertaré y. Y el verano encima de la carne. El sol ardiendo de nuevo entre mis pestañas. El calor que se bebió todas las nubes. Un camello entrando por el ojo de una aguja de oro. Mi ano es un portal hacia el desierto y en el túnel todo parece oasis o espejismo o quimera. Desde ahí puedo encontrar formas de volver a casa. Buenos días. A diferencia de todos ustedes, yo elegí el sueño. Las palabras me vibran entre los dientes y hacen sangrar mis encías. El silencio me lastima la mente. Una mañana abriré los ojos y la luz por fin me depositará vertiginosamente en la realidad. Colores, colores. Sobre esta tierra que nunca me tragó. Pero de ese día no voy a hablar. Bienvenidos, bienvenidas. Hola.

A continuación les platicaré del potrero —de la noche en que vi a un jinete decapitado montar un corcel indomable—-, del galpón —donde había animales prehistóricos criándose en los gallineros—, de la ciudad —Dios, aquel lugar de mis sueños, ¿qué más?—-, y de la fuerte lluvia de polvo que cae sobre el recuerdo —mis pasos, mi casa—. Sé que lo viví. Detrás de mi mirada, sin embargo, qué ardor. Qué quemadura tan profunda e impregnada de dolor. Y las palabras, y las palabras en las grietas de mi lengua. Yo siempre he tenido los mismos ojos que tienen mis hermanos, esos tipos que se parecen tanto a mí. A mí que ahora me toca estar de vuelta acá. Noté que me miraban desde algún sitio. ¿Qué hacía yo acordándome de aquello? Ellos me chistaron y me dieron palmaditas en los hombros. Me estaban esperando.

Que el desierto se parezca en algo al cielo explica por qué también por dentro llevo un lecho marino. Y que la arena tenga todos los colores. Y su consistencia de sábana perpetua. Y que las dunas sean otra forma de las nubes. Y en las olas… que reventaron en burbujas salitrosas… de la espuma emergió la ciudad como un relieve oceánico. Conocí personas que también tuvieron pesadillas con el mar. Supuse que cuanto antes dejara de recordar, me dormiría. No tuve visiones del futuro, sino de lo que ya había sucedido.

Y en lo alto, mis párpados: día, luego noche, día, luego noche. Así hasta que el polvo se detuvo por fin una mañana y un muro surgió monolítico y dividió la ciudad en la ciudad y la ciudad. Yo me quedé de este lado. El agua hirvió en las tuberías y a mí la piel se me había tostado como tabaco antiguo. Se me daba bien no comer. Me mantuve flaco por mi rigurosa dieta a base de bocanadas en el aire, pero me aferré a mi cuerpo. Deseaba tocar el muro con mis manos, lamer su superficie carente de imperfecciones, extendiéndose para siempre en cada punto cardinal. Y el sol que se mantuvo por encima de nuestras emociones, inmóvil y eterno, yéndose y volviendo sin parar en el fondo del cielo. En una ciudad que ya no era la misma en la que habíamos nacido ni en la que queríamos morir.

Si en efecto el muro no era real, ¿por qué entonces tenía las uñas de mi padre incrustadas en los dedos? Me pasé años enteros soñando con aquellas láminas amarillentas y torcidas. Durante toda mi infancia habitaron mi cerebro. Son las mismas que ahora se me atoran entre los dientes y me rascan la masilla en las encías. Las que me ayudarán a cavar a través de la pared. En esta tierra en la que el barro fue siempre del mismo color. Yo anhelaba conocer el otro lado, pero no comprendí el idioma del muro. Podía oírlo crecer, palpitando, la mole inoculando el sedimento del planeta. En mi memoria, en la que hasta hace poco reproduje la voz de mi mamá, no encontré ni mi nombre ni mi lengua. Temí que se me cayeran todos los dientes y tener que usar aquellas uñas como prótesis.

En cambio lo que vi en la superficie del muro fue un borrón. En aquella mancha grisácea, mi pulso, mi amor, mi identidad. Una bestia que me arañaba la cara con sus garras. Me dijo su orden y su especie. Yo le iba a decir cómo me llamo para poder recordarlo, pero solo compartíamos el reino animal. El conejo, sin embargo, habló. Los dos estamos aquí, aunque la palabra es mía, te gustará tu nuevo nombre. Mi nombre, mi nombre. Mientras hablaba, la pared que había en medio de la ciudad propagó también su voz por el viento. A mí se me escurría la baba entre los labios y formaba estalactitas con los pelos de mi barba. Sentía palpitarme la sangre en la cabeza y el corazón me temblaba en los tímpanos. No me notaba el resto del cuerpo.

Seguí al conejo por la madriguera que cavó en el muro. Él ya había comprendido la sintaxis del desierto. A mí se me atoraba el acento en la parte blanda del paladar cuando brinqué hacia el otro lugar, entre la ciudad y la ciudad. Vi que no había monstruos marinos, sino aquellos seres que la tierra había escupido de sus entrañas. Al conejo se le aterraron las orejas en el techo de la cueva cuando se arrastró por el agujero. Yo lo único que pude hacer fue gatear a lo largo del túnel. Y pensaba continuar así hasta que el desierto se engullera a sí mismo y expulsara el polvo en forma de embudo. El otro lado reventó en el centro de mi cuerpo, justo donde siempre había latido mi corazón. Mi casa no estaba allí.

Una vez que salgo me encuentro con la misma tierra que cubría el otro lado del planeta. Golpeo mi frente contra la corteza y me muerdo los dientes. El polvo me quiere más cerca, me absorbe hacia el interior de sus tripas. Me tiemblan los bigotes espolvoreados de arena. El cerebro se hornea dentro de mi cabeza como un pan de pulque. Camino y empujo hasta dar con la luz del túnel a través del barro. Del conejo ni sus luces, ni sus cacareos. El desierto bajo mis pies es una superficie más, un espejismo; y en este mismo desierto, sin necesidad de ir más lejos, me veo a mí mismo con los ojos parpadeando a un ritmo desigual, boquiabierto.

Oh, qué historias tan emocionantes inventaríamos, mi doppelgänger y yo, si volviera a encontrarlo

En cualquier momento me despertaré y. Y la proporción agigantada de las cosas. La casa de mi infancia en el desierto mexicano. Una vuelta al hogar. Caminaré entre los objetos para dimensionar el tamaño de mi propio cuerpo. Me moveré por esos pasillos oscuros, pequeñito, y me esconderé debajo de la cama de mis padres. Buenas noches. A diferencia de todos ustedes, yo estuve en el momento que me procrearon. Vi cómo se formaron mis células. Si despierto quiero sentir ese fulgor. Y las palabras, y las palabras en las grietas de mi lengua. Bajo esta tierra que por fin me tragó. Colores, colores. Silencio. Adiós.

 

Torreón, Coahuila, México

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