La vida de Bala, por José Miguel Ferrer Rivas (Venezuela, 1997)

José Miguel Ferrer Rivas (San Cristóbal, Venezuela, 1997). Licenciado en Letras por la Universidad Católica Andrés Bello. Realizó el trabajo de grado titulado “La intervención de la violencia en los códigos de identidad de El Desbarrancadero, de Fernando Vallejo”. En los últimos años se ha desempeñado en el área periodística y cultural. A su vez, es creador del proyecto de narrativa joven titulado “Brevelectric”. En estos momentos reside en Madrid, España.

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Una tarde, sentando en el banco de una plaza, Luis Araujo vio su futuro claramente. Los autobuses pasaban y los peatones se amontonaban en las esquinas. Los ruidos, hasta los más imperceptibles, se detenían al compás de sus pensamientos. Luis había pasado gran parte de su vida en el asiento de chófer de uno de esos autobuses. Siempre le gustó el vallenato y luego de llegar a Caracas, gracias a una novia que consiguió en las faldas de Gramoven, descubrió su gusto por la salsa. En ese asiento vio y padeció cada cambio, sin mirar para los lados, con una cajetilla de cigarros en el bolsillo pequeño de su camisa azul y pensando, como todos, que el futuro sería mejor.

Se mantuvo quieto en ese banco, de esa plaza, en una tarde despejada. Otros se sentaron a su lado, fumaron, hablaron por teléfono, esperaron y, a veces, uno que otro indigente se acercaba, con las grietas en el rostro de los navajazos oxidados, a pedirle el filtro del cigarro, el remanente de la nicotina; el cáncer, como ellos le dicen. Él les daba ese pedazo amarillento y los veía, tras una estela de humo, dando tumbos por la calle. Luis nació en un pequeño pueblo montañoso y rememoró, mientras esperaba, las caminatas con su madre hasta los terraplenes más profundos del páramo para recoger unas cuantas cabezas de cebolla, unos tomates rojitos, un ajoporro y un par de papas. Todos los días ambos caminaban a la misma hora. Los rayos del sol comenzaban a relucir entre las ramas desnudas por el frío y se reflejaban en el verdor del camino. La vida en el campo vista desde afuera puede parecer idílica, pero en sus entrañas guarda un pesar que, muchas veces, se une a la pobreza para magullar el corazón de las personas. Eso pensaba Luis. Siempre amó las caminatas con su madre, pero eran recuerdos difusos porque su memoria estaba apabullada por los latigazos de su abuelo paterno quien, al ver el cuerpo de su hijo escondido bajo un cargamento de troncos -como una hoja rota- cargó con su dolor a cuestas y decidió sopesar la pena con la brutalidad. Por eso Luis decidió salir de ese pueblo a los 14 años.

El tío de un amigo era el chófer de la ruta que conectaba al páramo con la ciudad. En ese autobús llegaban las películas para el pequeño cine dirigido por Don Teófilo, los dulces que vendía la señora Jesusa, las medicinas del ambulatorio y los viajeros que regresaban de su vida en la capital, vestidos con buenos trajes y zapatos brillantes. La vida en el pueblo solo se modificaba los lunes, los miércoles y los viernes, siempre a la misma hora, cuando todos se detenían en la plaza a ver los encargos que llegaban en la maleta de ese autobús y para categorizar con su mirada a los viajeros. Luis también lo hacía y sentía curiosidad por las historias que contaban aquellos, los engalanados de la ciudad, sedientos de licor añejado y eufóricos por el retorno.

Era viernes y la madre de Luis, como todas las mañanas, se despertó para hacer su camino en la recogida de verduras. Se levantó, recogió las cobijas y luego fue hasta el fondo de la casa, en el lavadero, tomó un poco de agua con una cacerola vieja y se lavó el cabello y la cara. Montó una olla de café y preparó cuatro arepas. Le pareció extraño que Luis todavía siguiese dormido. No era común, pero imaginó que su cansancio era muy fuerte esa mañana. Cuando las arepas estuvieron listas decidió llamarlo.

Luis no estaba. Esa misma mañana, muy temprano, corrió hasta la parada del autobús y le imploró al tío de su amigo que se lo llevara.

Las horas pasaban en el banco de la plaza y Luis se tocaba su cabellera llena de canas. Había esperado mucho por ese momento. Durante 25 años trabajó sentado en el mismo puesto, sirviendo fielmente a un mismo señor; pasó peligros en la calle, corrió a muchos ladrones, otros intentaron, en el arrebato del robo, asesinarlo; vivió su vida escondido en las historias de un juglar vallenato y estaba agotado. Luego, la vida lo empujó al olvido en esas mismas calles que antes recorría con entusiasmo.

Luego de montarse en ese bus, rumbo a la ciudad, sintió mucho temor. El tío de su amigo, llamado Genovevo, fue claro: solo lo llevaría y le contó que la vida no era como se veía en el pueblo, que los peligros no solo se circunscribían a un animal de monte o a una riña de borrachera. Lo miró y, en ese momento, recordó un refrán repetido en su casa cada vez que alguno de los hijos tomaba un camino distinto.

“Amigo no hay, sino Dios. Y en la faldiquera un real; en la mano un buen garrote y en la cintura un puñal”, dijo el chófer evitando los tonos rítmicos del refrán, con mirada clara e inamovible. Estaba acostumbrado a ver los primeros y temerosos pasos de esos muchachos que escapaban de las fauces de una vida inerte, emulando el pasar de las ramas secas del árbol que ya moribundas, aunque lo intenten, no pueden morir. Algunos lograban entender ese otro mundo a punta de golpes, otros, los olvidados, eran tragados por la inercia y nunca más se escuchaba de ellos.

Genovevo le dijo que al llegar conversaría con un amigo que era dueño de un puesto de verduras en el mercado popular. Fue el primer trabajo de Luis. El señor Antonio, un hombre regordete, con poco pelo, pero un extenso y tupido bigote blanquecino, le dio trabajo y un cuarto para dormir. Sintió pesar al ver a ese muchacho tan joven solo en la ciudad y decidió darle la mano. Luis trabajó en ese puesto durante más de 10 años. Al principio, los clientes eran insaciables. Llegaban a todas horas, fuesen mayoristas o señores de casa, pero todos salían con bolsas llenas de verduras, legumbres, frutas y una que otra botella de miche. Resabios del señor Antonio. Luis era un adolescente y nunca pensó en estudiar, aunque muchos amigos del mercado se lo comentaban. No era necesario, decía él. Aprendió lo básico y su trabajo le permitía los gustos que siempre deseó. En esos años no volvió al pueblo y conversó con su madre pocas veces. Se ganó el apodo de “Bala” por la velocidad al descargar la fruta. Luis corría para todos lados. Hasta en la madrugada, cuando todos estaban agotados, él seguía corriendo con los pedidos. Ahí nació el famoso epíteto, su nombre de guerra. Ya no era Luis, era Bala.

Ese mismo sobrenombre fue el que escuchó, 35 años después, mientras esperaba en el banco de cemento. Levantó la mirada con entusiasmo, pero no era nadie. Seguro era una confusión o un amigo de la línea Casalta-Chacaíto que pasaba por la zona. Todo el mundo lo conocía en esa ruta y siempre tenían una anécdota con Bala. Una de las más escuchadas en las paradas, mientras los pasajeros empezaban a llenar el autobús, ocurrió en los días del Caracazo. Bala tenía 23 años y el trabajo en el puesto del señor Antonio le había brindado una estabilidad en la ciudad. Eso mismo, con la curiosidad indetenible de la juventud, lo llevó a conocer el perico y el whisky. Una mezcla encantadora para la época. Nunca fue un bebedor de todos los días, pero si era de aquellos que, cuando probaba la primera gota y tanteaba el polvillo en sus encías, no era capaz de detenerse. Ese día Caracas se contrajo en sí misma hasta regocijarse en los ácidos fulgurantes de sus entrañas. Los militares salieron y asesinaron a muchos. El puesto de Antonio quedó destrozado por los saqueos y Bala, por eso recordado, estuvo en todos los lugares equivocados, pero a las horas correctas. Nunca se escondió porque la borrachera no lo dejaba y caminó por la entrada del barrio cinco minutos antes de los tiroteos, siguió hasta la avenida Urdaneta y al cruzar, en el puente de Fuerzas Armadas, despistó a los militares que corrían disparando y, después de todo eso, regresó a la casa. Todos habían saqueado comida y utensilios ante la incertidumbre de los días venideros, pero Bala, ni corto ni perezoso, se metió en un supermercado cercano a su casa y agarró cuatro paquetes de galletas, un paquete de regaliz, dos botellas de ron, porque ya no quedaba whisky, y unas cuantas latas de cerveza que estaban regadas en el piso. Luego, a las horas, llegó su amigo Siro y al verlo con las dos botellas y manchado por las migajas del chocolate se desmayó de la risa y al pasar todo el desastre se encargó de relatar esa historia una y otra vez en los puestos del mercado.

Al poco tiempo de ese hecho, Bala comenzó a trabajar en un recogelocos, un autobús Mercedes 0-317 traído en los años 60 y que se ha mantenido como estampa amarillenta en la cartografía de la ciudad. Es parte de su esencia, de su nostalgia y su acabose y, a su vez, fue el comienzo de Bala, antiguamente Luis, en ese oficio. El autobús echaba vaina cuando le metía tercera y comenzó en el turno de la noche. La ruta de Chacaíto, El Rosal y la avenida Libertador era una de las más problemáticas y más de una vez tuvo que sacar un puñal de su cintura para despistar a los piedreros y, sobre todo, a los borrachos. Las putas eran respetuosas y los periqueros solo molestaban al amanecer.

Una tarde, mientras manejaba por la Francisco de Miranda, se detuvo ante la mano extendida de una mujer. Le ofreció el puesto del copiloto y con ademán romántico le pidió que, si quería, pusiera su canción favorita en la radio de casete. La conversación siguió todo el camino, pero no le dio chance de pedirle algún contacto y mientras él peleaba con un indigente, ella se bajó en Bellas Artes y se perdió entre los transeúntes. Ese momento le hizo cambiar su hora de trabajo, pero no tuvo suerte en los primeros días. Es muy difícil reencontrarse en una ciudad que, aunque pequeña, está llena de escondrijos temporales. Luego de varias semanas volvió a ver esa misma mano levantada en el risco de la acera. Ese día la invitó a bailar en El Toldito porque ahí trabajaba Liborio, un amigo del pasado, de un pueblo cercano que, al igual que él, también se fue muy joven. En ese sitio Bala pasaba todas las noches de sus fines de semana y ese día, perfumado y con una camisa nueva, fue de la mano de Rosalba y el sonido de sus tacones. Entre el ritmo de los merengues, la salsa y el tumbao’ pasaron la noche en ese lugar. Por momentos descansaban en la barra para reírse al contar sus anécdotas y ocurrencias. En ese instante, Luis volvió a sentir cierta ingenuidad al ver los ojos de Rosalba, aquella que recordaba haber vivido de niño. No tenía claridad en sus emociones, pero era inevitable esa sensación, como si el resto del mundo se comenzara a romper y el único sitio seguro para estar eran esos ojos. Ese día Luis se despidió, bebió su última copa de la noche y acompañó a Rosalba a su casa. No esperaba mucho más, solo seguir un rato a su lado y al llegar a la puerta del edificio, en la esquina del Chimborazo, recibió un pequeño beso que aclaró todo el cielo y con el cual pudo emprender su camino, esta vez solo, sin ningún tipo de temor.

Luis bajó a la avenida Urdaneta. Eran las 4 de la mañana y por ahí pasaba Palomo, un amigo que había conocido en la ruta nocturna del Centro y que, justamente, pasaba todos los fines de semana por la avenida. El Palomo era un personaje mutable: algunos lo conocían como albañil, otros como cocinero, chófer, fontanero, mecánico, carpintero y algunos dicen que también lo habían visto con un chaleco de abogado en las cercanías del tribunal. Luis vio pasar la encava llena de luces, con un bajo que retumbaba la noche y despertaba a los vecinos y de una vez sacó la mano. Era Palomo. Se saludaron efusivamente y Luis miró hacia atrás. “La noche está floja”, dijo Palomo. Estaba una pareja borracha, un señor vestido de vigilante, una señora con los bordes de una falda corroída y un muchacho solo, cabizbajo y con un koala de medio lado. Era la época del Binomio de Oro en Venezuela y sus canciones sonaban en todos los autobuses y a toda hora. La tensión de la noche solo era interrumpida por los quejidos de la mujer borracha en el asiento del final, de la carraspera del vigilante y de los cuentos de Palomo. Luis estaba quieto en el asiento del copiloto y miraba, con una leve sonrisa en su rostro, la vida de las aceras. El sol comenzaba a salir y el turno de Palomo pronto se terminaría. Los pasajeros llegaron hasta Gato Negro y Plaza Catia. El último se despertó al final de la ruta. Estaba aturdido por la borrachera y medio molesto porque ahora, por idiota, le tocaría caminar de regreso.

Luis le contó a Palomo la historia de la noche con Rosalba. Al contar y detallar el roce paulatino de los dedos de Rosalba con su rostro sudado por la algarabía de unos pasos de salsa, Palomo sonreía con complicidad ante el relato de un enamorado. Ambos se tomaron un trago seco de ron. Palomo guardó el autobús en el garaje de Propatria y se fueron caminando codo a codo, con un cigarro cada uno, para el puesto de empanadas de doña Elvira.

Los recuerdos de Luis solo avivan la tristeza de una vida irrepetible. Ya Bala no existe y Luis solo espera, cansado y solitario, que los días dejen de pasar. Llevaba más de dos horas en un banco sucio de Plaza Catia.

Luis y Rosalba se mudaron a un pequeño apartamento en el 23 de Enero. Los primeros años fueron de felicidad absoluta. La ciudad vivía una extraña sensación de algarabía y los recuerdos del Caracazo se habían olvidado. Luis se mantuvo en la línea de autobuses y todos los días pasaba por los mismos sitios, saludaba a las mismas personas y, ciertamente, era capaz de mirar los cambios imperceptibles de una cotidianidad en constante tensión. En el año 92 todo volvió a ser un manojo de escombros y la polvareda de los mismos todavía, muchos años después, ensuciaban el alma de Bala.

Luis tomó la decisión de viajar para su pueblo y pasar la navidad con su madre. Era el año 91 y todos los días ahorraba una parte de su dinero en una pequeña lata. Sin embargo, una noche, cansado de la rutina y molesto con Rosalba, rajó la lata y sacó todo el dinero. Al llegar la mañana siguiente no le quedaba ni una mísera moneda y los planes del viaje se esfumaron en un instante de desenfreno.

Así comenzó el año 92. En febrero las memorias del acabose del 89 regresaron disfrazadas de verde oliva y boina roja. Un intento de golpe de Estado rompió el tiempo y los grandes miedos salieron a la calle. Ese día Bala salió un momento para comprar un par de cosas en la panadería, pero todo estaba desierto y solo se veían, desde las pequeñas ventanas, ojos asomados con temor. Al día siguiente el noticiero informó sobre los muertos que habían quedado por la pretensión de algunos que, con la insensatez del ego militar, vociferaron a nivel nacional que los objetivos, por ahora, no habían sido logrados.

Bala ya no era un alcohólico esporádico, de fines de semanas y memoria resbaladiza, sino que, al contrario, había encontrado regularidad y liberación en el dopaje de la bebida. Rosalba callaba su cansancio. Nada era capaz de hacerlo reflexionar y los arrebatos de la borrachera se volvieron comunes en la casa. Todavía no tenían hijos y Bala se exasperaba al sentir que su esposa le había salido defectuosa. El alcoholismo lo empujó a un estado perpetuo de miseria emocional que se incrementó un 4 de agosto de 1992 cuando, al terminar la ruta, un amigo le tocó el hombro y le dijo que una mujer había llamado muy temprano preguntando por él. La secretaria de la línea de autobuses respondió la llamada, le informó a la persona que Bala no se encontraba disponible en ese momento, anotó la información en un papel y lo dejó en el escritorio para que, al hacer su última parada, algún compañero lo llamara

 para informarle que un mensaje aguardaba por él. Bala se bajó del autobús, caminó hacia la oficina con la pesadez de la incertidumbre y se encontró en la puerta con el conserje. Este le dijo que la secretaria estaba comiendo, pero que en el cajón derecho del escritorio había un papel timbrado con el nombre de Bala. Él se acercó al escritorio y sacó el papel. El conserje abrió los ojos con la sencilla curiosidad de aquel que barre para saber. Bala extendió el papel y lo leyó. Era una hoja grande que solo decía en la mitad: tu madre ha muerto.

Los recuerdos de ese año son confusos y la vida de Bala, de Luis, del niño y del hombre, se perdió en un laberinto lleno de callejones sin sentido. La muerte de su madre lo llenó de reproches, de una culpa sin tregua que se incrementó en el velorio. Al ver el féretro raspado por las piedritas de la tierra los goterones de lágrima, los chispazos de licor añejado y la tristeza irremediable de ese hijo que nunca más regresó se abalanzaron sobre el foso donde su madre estaría por el resto de la eternidad. Eso era lo que quemaba el pecho de Luis. “¿Cómo pude olvidarme de ella? ¿Por qué no volví?”, gritaba mientras se golpeaba el rostro. Esos días en el pueblo los pasó con una botella al cinto y solo recuperó la conciencia cuando llegó de nuevo a la ciudad. Rosalba ya no estaba en la casa. Le dejó una carta explicando su decisión de irse, su agotamiento, su dolor al cargar con el pesar de un esposo que se escondía tras las brutalidades del alcohol, de la vida que ya no volvería a ser la de los bailes en El Toldito, de las miradas que ya no daban luz y eran sombrías. La vida se distorsionó y toda la memoria posible de esos días revivía con interferencia, como una vieja película dañada.

Los años pasaron y Luis no volvió al pueblo y comenzó a ser tragado, poco a poco, por la ciudad. Se mantuvo durante años en el asiento del autobús y vio pasar el final de las cosas. Los caminantes enflaquecían ante su mirada, los hambrientos se transformaban en una jauría cada vez más grande y los niños nacían con la mirada triste y crecían con la sensación de no conocer otro mundo más allá de aquel lleno de ausencias. Nunca más se pronunció el nombre de Luis y Bala quedó para la eternidad. Sus anécdotas se olvidaron con los días de la urgencia y su rostro emanaba los hedores de años de pesar. No volvió a casarse y aliviaba el deseo con las prostitutas de la esquina hasta que en la vejez esa necesidad también se perdió.

Un día el autobús fue robado en la ruta y un pasajero murió por un disparo en la cabeza. El dueño decidió vender el bus e irse del país. Bala se quedó sin trabajo y, posteriormente, sin casa. Buscó un cuarto de pensión en el bulevar de Catia. El pago era diario y él decidió salir a vender cigarros y café. Ha pasado los últimos años caminando por esas calles al grito de su oferta y, a veces, recuerda las caminatas de su niñez y el rostro de su madre iluminado con los rayos del sol. De resto, no piensa en el pasado ni muchos menos en el futuro. Los días solo pasan y él espera que algún día se acaben.

Una mañana caminando por el mismo bulevar se encontró con un viejo amigo de Rosalba. Ambos se vieron el rostro enflaquecido, los ropajes rasgados y, sin decirlo, entendieron la vida del otro. Este le comentó a Bala sobre una persona que llevaba años buscándolo. Él no supo nada más de Rosalba. Solo le quedó la carta, pero ella, asustada en ese año 92, salió de ese apartamento en el 23 de Enero con una hija en su vientre. Bala nunca se enteró de esto. En ese instante, sentado en el risco de un banquillo, dijo con la jocosidad de los que trabajan en la calle que, aunque le daba pesar no haber conocido a su hija, se alegraba de que ella no lo hubiese conocido.

El amigo lo acompañó y le dijo que Rosalba había muerto hace unos años. Bala absorbió su dolor, pero no mostró ni una lágrima. Sacó una pequeña botella de ron y se tomó un trago seco. “Ahora la extraño más”, susurró. Nunca hizo el esfuerzo de buscarla porque entendía las razones y, sobre todo, sabía que él ya no era la persona de antes. No podía suplicar su retorno cuando su casa era un hueco de botellas vacías, colillas regadas y paredes rotas. Ya no era posible una vida diferente para él y lo único que esperaba era el fin, porque tampoco fue de aquellos que, agotados o con la fuerza necesaria, tomaron primero la decisión antes de que el destino lo hiciera por ellos.

El amigo le dijo que le comentaría a la hija de Rosalba donde se encontraba. Bala asintió y siguió con su grito campante. No esperaba verla y tampoco buscaba involucrarse en su vida, pero, ciertamente, sintió un ápice de melancolía al saber que de su vida atropellada no todo se había perdido. Ese día volvió a su pequeño cuarto en la pensión, le pagó al casero y busco en los pipotes de agua unos tazones para hacer el café del día siguiente. Lo único que cambió en su rutina fue que, desde ese momento, todos los días se paraba en el mismo banco a esperar durante horas que alguien apareciera de repente.

Era el mismo banco, veía pasar a los mismos carros y personas, saludaba a los mismos conocidos de la calle, pero, de alguna manera, su sensación de espera se renovaba diariamente y en ese banco sentía que el futuro era posible. Ya nadie se acordaba de Luis ni de Bala y solo quedaba, como el remanente de agua en un manantial seco, la figura del señor que gritaba café y cigarro. Así fue pasando el tiempo en la misma pensión, con el mismo oficio, pero con el sosiego de una espera que nunca llegaba a terminarse. Quizás si algún día inesperado alguien aparecía para decirle “papá, soy yo”, después de ese instante, Luis iba a tener la certeza de que la espera ya no sería necesaria y, por ende, solo regresaría lentamente al pesar de una muerte que todavía no era capaz de llegar.

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