Sara Radillo, nacida en 1993 en Almagro, con alma candeledana y vida en Madrid. Estudios reglados de esos en Comunicación Audiovisual y Psicología. De una intensidad astronómica, exorbitante, fugaz, universal, lunática, estelar, desoladora, abismal, estratosférica, celestial, nebulosa, noctámbula, desorbitada y sideral. Actualmente, vendiendo entradas en un museo para mantener a dos gatos.
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Mi madre se rompió dos costillas en Nochebuena
Me faltaba el aire cada vez que presentía las lindes de mi capacidad pulmonar,
la ansiedad siempre dispuesta a menguarla
La aguda sonoridad del tendón siempre dio paso a la astenia
sobre todo cuando el mío sirvió a la gélida venganza de los mirmidones.
Pienso en la muerte,
en las catástrofes naturales,
en los lamentables accidentes
y en que la salud da paso a la enfermedad
de mi madre.
Doce pares de costillas apresan el vaivén
nervioso y entrecortado, de noche apenas perceptible,
de la caja torácica que guarda
la bomba espástica con poder para detonar su vida.
Celebró la Navidad con tan solo veintidós costillas sanas
pero no dijo nada.
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La santísima Trinidad
Me acaba de decir que, esta mañana, pensaba
que su madre había huido porque no se despertaba pero
que, más tarde, ya “ha echado a hablar”
y, por fin, se pudo quedar tranquila.
Los ochenta y ocho son una cifra
lo suficientemente redonda
para empezar a torcerse, pienso yo.
Lleva toda la tarde canturreando
entre cabezada y cabezada.
Hoy, al fin, la han levantado un rato de la cama.
Descanso la cabeza en la almohada que le colocan a los pies
para amortiguar las heridas.
Nos observamos en silencio,
por un momento siento que la mente de la otra es un misterio recíproco.
Le mantengo la mirada hasta que apaga la suya.
Me descubro, al poco, custodiando hipnotizada el vaivén
de su respiración.
⁂
La jineta
Cuando vivía en Marte no sabía
que los tomates de Sevilla, algún día, serían uvas
refugiadas en el rincón más recóndito y frío
de todo mi hogar. Tampoco
que me aferraría a su descomposición como única manera tangible
de sentir el correr de los días.
Y prohibirme, así, anidar en el pasado.
Y castigarme, feroz, cada vez que me incumplía.
Cuando conducía a diario buscaba,
con los ojos como huesos de aceituna de roídos, los restos
en la carretera, a cada mirada más extintos,
de la jineta que ya no lo era. La jineta
que, al tran tran, terminaría por ser solo asfalto
hecho de alquitrán y brea.
Y reducía para ver su muerte.
Y aceleraba para sentir mi vida.
