Ricardo Martín Coloma (Salamanca, 1989). Es arquitecto y estudió un máster en literatura española y latinoamericana. Cursa un doctorado en literatura Latinx en la Universidad de la Ciudad de Nueva York (CUNY) y ha publicado su trabajo en Sx Salon (Small Axe), Journal of American Studies, Contexto y Acción y Zur – Pueblo de Voces. Sus relatos han aparecido en la revista Los Bárbaros (Punto de Vista Editores) y en la Segunda Antología de Narrativa de la Feria Internacional del Libro de la Ciudad de Nueva York (Artepoética Press). Es el autor de la novela Green Guerrillas, publicada en la editorial Pandorado en abril de 2023. Desde hace once años reside en Nueva York y actualmente enseña en el Departamento de Literaturas y Lenguas Modernas de Brooklyn College.
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Breve homilía del anuncio laboral
Si tuviera que inventarle un principio a esta farsa, elegiría un lugar deprimente, como mi cuarto, y una baratija especial, enterrada y desenterrada en el corral cientos de veces cuando era niño, para así fingir una y otra vez su descubrimiento. Nadie en esta casa se acuerda ya de la tierra hacinada bajo mis uñas pequeñas, del hedor a pecina y a estiércol, ni del tesoro, una gorra verde de Caja Rural con el logo amarillo de una espiga que hoy yace aplastada en el fondo de mi armario. Fue un regalo promocional de un banco y no es de ninguna marca, pero tiene un frontal hecho de una espuma fofa muy agradable al tacto y un cubrenuca de rejilla para dejar pasar la brisa hacia el cuero cabelludo.
La gorra perdida de tierra todavía resguardó a mi abuelo del sol en un sinfín de jornadas de cosecha. Faenaba subido a un tractor Ebro de los de antes, sin cabina, y de un desmejorado color rojo pasado de moda al desembarco de la fiebre verde de los John Deere. Después pasó a mi padre y él la lució con honor en todas y cada una de las cacerías que el destino le concedió. En una montería de aquellas, alguien disparó un proyectil amigo que supuestamente iba dirigido a un corzo. La bala le entró a mi padre por un ojo y acto seguido le salió por el arquito que une las correas de entallar, justo a la altura de la nuca, y lo mató, le quedó seco, o eso dijo mi abuela cuando vendieron la casa de mi padre en la ciudad y yo me tuve que volver con ellas al pueblo.
El accidente dejó la gorra intacta, salvo por una gota de sangre en la parte posterior de la visera. La mancha reseca se hizo tan vieja que todo el mundo la confundía con restos de chocolate. Por eso me he permitido el lujo de heredar la gorra, e incluso de ponérmela y levantarla al devolver el saludo para que todos vean la gota cuando me cruzo con alguien por la calle, aunque esté nublado.
—Claro que le conoces. Es el gorras, el nieto de Josefa, el Isra, el de Jesús el cazador, menudo pieza —gritan a los cuatro vientos cada vez que cruzo la calle del bar, seguido de un movimiento apresurado de sillas que sugieren que tengo que salir otra vez corriendo. Esta gente me recuerda que soy un montón de cosas que les ocurrieron a otros porque les viene en gana. Las paredes son de adobe, pero el pueblo entero sabe que se escucha todo por las ventanas que en verano están bien abiertas para que corra el aire y el humo del cigarro.
Famas infundadas aparte, es justo confesar que terminé mal con unos y con otros después de un incidente desafortunado del que no me apetece hablar ahora. Todos me vuelven la cara en el pueblo desde entonces, y hasta le arrancaron la cortina a la puerta de casa de mis abuelas y se la devolvieron a la semana bien meada con una pintada en la fachada de ladrillo que decía ISRALADRÓN-AL-PILÓN. El vocablo gustó tanto que apareció en el sendero al monte, en el camino recién asfaltado al cementerio y hasta en la carretera a la ciudad. Desde entonces reconozco que me encuentro cada vez más veces en la soledad de mi cuarto con la gorra puesta, bien encajada hasta que la tela no da más de sí. Sé que a ratos la necesito y más en un día como el de hoy.
Tengo veintitrés años y nunca me ha tocado cosechar como a mi abuelo. Jamás me he atrevido a ir de caza porque temo correr la misma suerte que mi padre. Pero conservo y uso la macabra gorra de Caja Rural porque resultó tener poderes mágicos. El procedimiento es sencillo y ha funcionado todas las veces que recuerdo. Primero me la calzo en mi cabezón hasta la altura de los ojos. Después me trago una pastilla de Dormidina que me robo de la cómoda de mis abuelas. Finalmente siento los párpados caer como plomadas hasta que me quedo sobado con la gorra puesta y entonces puedo ver el futuro en sueños.
Esto yo lo sé de buena tinta porque la gorra, bendita o endemoniada, jamás se equivoca en lo que predice. A veces me siento mal por haber descubierto esto tantos años después y que de nada le haya servido a mi padre, ni a mi madre que, del disgusto que se cogió cuando lo del disparo amigo, decidió que necesitaba unas vacaciones muy lejos de allí porque todo le recordaba a mi padre, mi nombre, incluso las arrugas de mi frente, el color de mis ojos, la forma de mis manos y hasta la casa y el mismo pueblo donde vivía, en el que ahora se sentía más extranjera que nunca porque siempre fue el de su marido, dicen que solía decir. Tanta pena le daba el recuerdo que se regresó al suyo, el de al lado, pero todo el mundo sabe que eso no es cierto porque nunca más la volvimos a ver, ni a ella se le ha ocurrido, que sepamos, volver a poner un pie en el valle hasta la fecha.
Ahora tengo mayores problemas que los grabados en un pasado irreversible al que siempre puedo volver a través de las historias de mis abuelas, o en un futuro que también parece escrito, o eso dice la gorra. El calendario de la pantalla del ordenador me dice que hoy, en el presente, es 11 de julio de 2010. Han pasado exactamente trescientos noventa días desde mi supuesta graduación y unos trescientos cuarenta desde que busco mi primer trabajo. Uso un ordenador portátil y una cuenta de correo electrónico de Google porque las de Hotmail ya se ven poco profesionales. Mando curriculums a diario para colarme en ese mercadillo de experiencias en lo que sea, con las que todo el mundo trafica y especula para amontonar euros y comprar motos, coches y hasta entradas de pisos, aunque los periódicos juran que el país atraviesa la peor crisis económica que ha conocido mi generación.
Lo que nadie me contó de antemano es que, para entrar a ese baile de máscaras, antes he de superar el bautismo de fuego imposible de encontrar el primer curro desde mi escritorio de adolescente de madera de pino. La mesa además va a juego con una cama nido en la que todavía duermo. Encima de la colcha están los peluches de la infancia. Algunos de ellos los conseguí después de guardar muchas tapas de envases de yogur del Pryca con dedicación y paciencia, pero todos ellos me observan con la misma mueca de desaprobación. Aún con sus miradas ingratas clavadas en el cogote, llevo toda la tarde observando la bandeja de entrada de mi cuenta de Google Mail fijamente. Apenas me atrevo a pestañear por miedo a perderme la llegada de eso que llevo esperando meses, incluso años.
Cuando mi abuela abre la puerta de mi cuarto y me giro sobre las ruedas de mi silla de oficina, me doy cuenta de que hace tiempo que la habitación está a oscuras. Su pequeña silueta erguida y las formas boscosas de su pelo cardado se magnifican en la penumbra de la pared del fondo. Me pregunta por qué no estoy viendo el partido como los demás chicos de mi edad, porque es nada menos que la final de un mundial y España no se ha visto en otra.
—Había que ver ahora rechistar a todos esos vascos y catalanes independentistas —me dice saboreando cada una de las eses, hasta que se le llena el labio inferior de hilillo de baba y yo resguardo la vista en las rosas estampadas en la alfombra, como por acto reflejo. —Ya veo que sigues ahí, buscando, y ya me dirás tú el qué, con la carrera que has hecho, que no vale para nada. Ahora tendrás que hacer otra, digo yo, o presentarte a oposiciones al menos, hay pisos hechos para dentro de cincuenta años —replica en lo que se termina de pasar la manga por las comisuras de la boca empantanadas de saliva.
Yo guardo silencio y ella continúa la ofensiva, agarrada a la manilla de la puerta de mi cuarto como si fuera una barandilla de seguridad. El resplandor del mechero con el que acaba de encender el último cigarro desvela por momentos su nariz de botón, bajo un parpadeo nervioso de custodia astuta. —Israel, te lo dijo hasta el cura y ni caso, derecho o empresas y te dejas de bobadas —por momentos parece que se encorva para dar otra calada al pitillo, como si tratase de reunir energías hasta la siguiente embestida— al menos fíjate en tu primo, que ya está colocado y está hecho un señor.
Yo trato de sonreír de oreja a oreja para disimular una mirada tibia, que inevitablemente se cruza con la suya cuando levanto la cabeza. No puedo pasar más tiempo mirando los flecos de la alfombra, otorgándole el triunfo a mi abuela de que, después de trescientos cuarenta días, en realidad sí me importa tener que vivir de la propina que me tienen que dar, cuando el locutor de radio en mi cabeza me dice yo lo valgo todo y nunca es tarde para empezar de nuevo. Israel Mangas, veintitrés años, estatura media y buena planta, ojos marrones y pelo castaño, desempleado, pero el amor mueve montañas y todos somos mercancía, o eso dice el señor.
No tengo ni un duro para invitar a una sola caña a los colegas solterones como yo, cosa que hace mi primo, o para comprar un regalo a los recién nacidos de los que tienen un sentido de la responsabilidad más desarrollado que el mío, como también hace mi primo. Sigo durmiendo con una gorra verde y vieja todas las noches después de tragarme una Dormidina a escondidas para que nadie se asuste, porque según creo me hace ver el futuro, pero también porque solo así logro conciliar el sueño.
A mi abuela le trae sin cuidado todo lo que le digo y por eso me quedo callado, pero ella insiste en que si no me da la gana hacer oposiciones, bien podría pedir trabajo en la era del padre de mi amigo Luis, la única persona que todavía me dirige la palabra en el pueblo, arreglando tractores o ayudando en lo que sea, en vez de estar ahí sin estudiar ni trabajar perdiendo el tiempo, y para eso me tengo que cortar estos pelos, que parezco un quinqui, un sociata o algo peor. —Un comunista —sentencia echando todo el humo que los huecos entre sus dientes le permiten. Sin ofrecer turno de réplica, cierra la puerta de mi habitación con un estruendo que promete una tregua y restos de humo de tabaco.
Aunque no puedo presentarme a unas oposiciones, ni quiero pasar por la humillación de pedir trabajo al padre de Luis, le concederé a mi abuela que hoy me gustaría estar con mi único amigo viendo el partido, por mucho que me aburra el fútbol y trate de impresionar a toda la cuadrilla a base de leer crónicas y noticias de fichajes.
Solo por esta noche me encantaría abrazar a Luis muy fuerte con cada gol, aunque el resto del bar nos mire raro, porque mi abuela no miente en que ésta es una noche histórica para el deporte nacional. España está jugando en Sudáfrica contra Holanda su primera final en un mundial de fútbol. Con cada movimiento de balón sobre el césped en un lugar muy remoto del planeta, las calles del pueblo rugen y uno puede incluso imaginar el partido con los ojos cerrados solo con escuchar los volúmenes y las texturas de las voces que se escapan por las ventanas abiertas de bares y casas.
Reconozco que hubiera tirado la tarde en casa de Luis o en el bar con todos los demás gritándole a la pantalla de la tele si el partido se hubiese jugado un día cualquiera. Pero esta noche no puedo estar ahí, formando parte del afecto nacional, porque la gorra mágica de Caja Rural me reveló en mi sueño de anoche que hoy llegaría a mi bandeja de entrada la oferta para el casting que he estado esperando desde hace años y que va a cambiar mi vida para siempre.
Entre nuevas estrofas de gritos que suenan como si acabaran de pitar una falta muy reñida, escucho el chirrido de la puerta del cuarto. Esta vez se abre lentamente.
—Chispi —enseguida descubro que la que habla es mi otra abuela por la silueta recogida que proyecta en la penumbra. Al contrario que la Bernarda Alba que entró hace cinco minutos, ésta se toma la confianza de adentrarse un paso más en la habitación y pisa con las dos suelas de sus pantuflas sobre la alfombra. —Las croquetas se quedan frías —dice deslumbrada ante la luz que le llega desde mi escritorio. Sobre la piel arrugada de sus carrillos, asoman unos ojos límpidos y una enorme nariz aguileña plagada de pecas de sol.
Esta vez le regalo mi semblante de cordero degollado generosamente iluminado por el destello de la pantalla del portátil para contestar que pronto, abuela, pronto. —Ya sabes que estos meses las cosas no están siendo fáciles —le digo mirando de vuelta a la alfombra. Lo hago con los ojos bien abiertos, como si meditase sobre algo más que verdaderamente me pesa y de lo que me es imposible hablar.
Mi abuela suspira lentamente. En lo que me giro de vuelta hacia mi escritorio, se acerca por detrás con unos pasos silenciosos sobre la alfombra recién conquistada y me da un abrazo. Mi cuerpo me dice que no me apetece recibir abrazos de nadie, pero he observado que abrazar de vuelta es lo que se hace con la gente que te abraza, en particular con los familiares y muy especialmente con las abuelas. Por eso levanto los brazos y le doy el abrazo esperado de vuelta e incluso sonrío, cierro los ojos y le acaricio los omóplatos con las palmas de las manos como hacen en las series de televisión en las que la gente se quiere.
Me angustia saber que pronto encontraré entrañable el olor a alcanfor y lumbre de su chaqueta de punto.
La gorra incluso asegura que llegaré a echar de menos el picor de la lana de oveja en mi cara, al hundir la cabeza en la toquilla que lleva puesta.
Enseguida me pasa la mano derecha por los rizos de mi incipiente melena. Con los dedos índice y medio, emula una supuesta tijera de peluquero que acaba de comenzar con la faena. —Tenemos un arquitecto en la familia —me dice aún con los ojos cerrados y una sonrisa en los labios antes de recordarme que la cena se queda fría y cerrar la puerta en silencio, como si estuviera hecha de papel.
Mis abuelas encuentran ridículo que busque trabajo de arquitecto porque creen que he terminado la carrera de arquitectura. Ninguna de las dos cosas es cierta, pero yo igualmente les dije que me iba a matricular en arquitectura el año que me echaron del instituto, después de un verano de cosechas raquíticas que extinguieron el agua del rio y lo que me quedaba de inocencia. En mi defensa diré que nada fue tan fácil como parece. No llovieron del cielo más que ranas resecas sobre juncos podridos en toda una primavera. Desde la calle llegaban los rumores amortiguados de los motores de los BMW de los amigos de mi primo que se acababan de quedar en el paro de la construcción y sacudían la resaca del día anterior al caer la tarde echando carreras y derrapando una y otra vez hasta destrozar la báscula del pueblo. Fue una primavera de rezar el rosario a diario con la estampita de San Isidro más alta que la foto de ningún primo en el espejo de mis abuelas.
—Porque tú no tienes lo que hace falta para sacar el pan de la tierra con el sudor de tu frente como hacía tu abuelo —decía la una. —Y menos en un año como éste —decía la otra mirando con un deje de rencor hacia el corral. —San Isidro Labrador y Padre celestial, sólo Tú eres bueno y sólo Tú provees, ricamente todas las necesidades de la vida —cantaban a coro con los brazos en alto. San Isidro me miraba a los ojos desde su estampa con cara de circunstancias porque se le acumulaba el trabajo en un pueblo como el nuestro, con la crisis del ladrillo y la sequía en el campo, pero me compartió la revelación de que los graduados en medicina, ingeniería, derecho o algo por el estilo hacían muy felices a las madres y a las abuelas, y yo quería que mis abuelas fueran felices, más aún cuando tenía una doble responsabilidad. Aquel mismo otoño Luis aprobó la selectividad para matricularse en empresariales y desde su nueva atalaya universitaria me chivó que, de todas esas carreras prestigiosas, algo como arquitectura podría llegar a ser la mentira perfecta, porque con el paro en la construcción no se conocía en todo el valle a nadie matriculado en nada relacionado con el ladrillo capaz de descubrir mi pequeño secreto. Dicho y hecho, al día siguiente me inscribí en un módulo de delineante como remedio temporal, sustentado en la esperanza de terminarlo y hacer el curso puente que me llevaría a la universidad. —Mañana empiezo la carrera de arquitectura superior —recuerdo decirle aquella misma tarde a una abuela por teléfono. A la noche me recibieron con una tortilla de patata sin cebolla y un vino del año en que nací para celebrar mi supuesto ingreso en el club de la gente de provecho y yo descorché la botella lo más rápido que pude, antes de beberme tres vasos seguidos para distender cuanto antes mi cara de aprendiz de mentiroso y mi mirada de culpa porque todavía me quedaba alguna vergüenza.
La estampita de San Isidro seguía enganchada en la cúspide del espejo, más alta que el mismísimo Cristo, y mi última oportunidad de ir a la universidad para juntar lo dije con lo que hice se desvaneció a los tres meses, cuando dejé el módulo por un título privado de diseño gráfico, cosa que también abandoné por una supuesta falta de vocación y por el coste desorbitado de la matrícula. Después vinieron las semanas mirando a la pantalla del ordenador en busca de una nueva señal divina. Llegué a redactar seis guías muy completas para la saga Resident Evil de la PlayStation y a fundar una decena de hilos en ForoCoches que tuvieron mucho éxito sobre temas interesantes para gente como yo atrapada en su dormitorio. También recorrí listas interminables de videos sugeridos en YouTube en busca del mejor material para recopilarlo en mi propio canal en el que llegué a tener unos cuantos suscriptores. Lo que ya ni me atrevía a contar ni a mis abuelas ni a nadie ocurrió en uno de los interludios de un atracón de monólogos del Club de la Comedia, cuando por fin tropecé con un documental acerca de la actuación del método según un director de cine americano y su mantra de trabajar sobre uno mismo.
Porque había encontrado una solución que estaba en mis manos o porque no tenía nada mejor que hacer ni podía pagar más matrículas, de un día para otro, decidí dedicarme a tiempo completo a convertirme en actor de cine, pero no en un actor como Javier Cámara, Luis Tosar, o uno de esos de cine independiente español, sino un actor de verdad, como Javier Bardem, Joaquín Phoenix o Brad Pitt, un actor de cine de Hollywood, con todas sus letras. Luego pensé que apenas sabía nada de cine o sobre ninguno de estos tipos que vivían tan lejos de mi pueblo. Pero toda esta gente que sale en la tele los domingos por la tarde vive despreocupadamente gracias a las películas, del cuento como dicen mis abuelas. Desde Los Ángeles hasta mi pueblo, todo el mundo los admira sin reservas, así que se me ocurrió que el negocio podría acoger a uno más.
Yo no me atrevía a hablarle de esta nueva vocación a nadie porque me di cuenta de que las nuevas vocaciones no existen. La gente las llama despectivamente bandazos, y jamás aparecen de un día para otro y mucho menos en un lugar como YouTube. Las vocaciones se cultivan desde la adolescencia o la infancia en casas, colegios o academias. A veces brotan incluso antes de que nazcamos en las vidas de nuestros padres.
Aun así, yo dejé lo de arquitecto en mi currículum porque también me di cuenta de que las carreras técnicas hacían felices a los de Infojobs y a todas las agencias de búsqueda de empleo. Pensé que si podía comportarme como un hombretón de la meseta castellana capaz de fajar los golpes de la vida con una abuela, o como un cordero degollado con la otra, podría hacerlo de la misma manera como un arquitecto en una oficina. Estaba convencido de que sería capaz de ocultar la realidad al menos durante el tiempo suficiente como para poder vender aquella andanza cualquiera en el mercadillo de experiencias y cambiarla por otra para abrirme camino hasta Hollywood con los años y quizá representar a España en los Óscars algún día.
Pero todo cambió la semana pasada. La gorra de Caja Rural me reveló que, de un momento a otro, esta misma noche, llegará la oferta que me va a llevar en globo por encima del mercadillo de experiencias hasta la mismísima cima. En el sueño podía reconocer la madera de pino de mi escritorio, las cortinas amarillas de mi cuarto y hasta el reflejo de mi cara en la pantalla de mi portátil. Aquello no podía ser una fantasía. Estoy seguro de que fue una premonición como las otras.
La profecía por fin se materializa en un correo electrónico que aterriza en mi bandeja de entrada a la vez que un gol a favor de España. En este momento, el marcador nos coloca como campeones del Mundial de Sudáfrica. Todos los que están viendo el partido en mi pueblo empiezan a corear, a saltar, a dar golpes en las mesas, a silbar con cuatro dedos en la boca y a soplar matasuegras. Hay alguien que le atiza con un palo a algún recipiente con una membrana que suena como un auténtico bombo de orquesta. Representar una experiencia parecida no debe de ser muy distinto de que los salados de tus colegas de la pandilla te encierren en una caja de madera y le aticen desde fuera por los cuatro costados con estacas.
Sin pensarlo dos veces, abro la ventana de mi cuarto, saco medio cuerpo y jaleo la bandera de España que tenemos colgada de la barandilla al son de las caceroladas de los vecinos, porque es lo que he entendido que hace la gente cuando su selección nacional marca un gol en una final de un mundial de fútbol, aunque yo querría haberme quedado sentado en mi escritorio para hacer clic en el mensaje nuevo de mi bandeja de entrada, como acabo de hacer una vez que las caceroladas en los balcones y los cánticos a Andrés Iniesta se han disipado.
El correo es exactamente igual al del sueño. Me cuesta creer que aquel anuncio no fuera un timo, otro casting para hacer porno o un corto de estudiantes a cambio de café y bocatas. Efectivamente, alguien vio mi vídeo contando un chiste, una modesta grabación casera que tuve el valor de enviar a un concurso de dudosa procedencia anunciado en un banner de ForoCoches. Una mano invisible lo eligió de entre todos los demás chistes contados por gente de otras ciudades e incluso países, y hasta lo seleccionó —con todo lo necesitado que estaba yo de leer esta palabra— para una audición en la que buscan extras que hablen español, dice el comunicado de la productora, para hacer las voces de los narcotraficantes que aparecen en la próxima gran película de nada menos que el mismísimo Francis Ford Coppola. En la letra pequeña, la productora avisa de que no se hace cargo del transporte de los candidatos, pero sí ofrecerá un desayuno con café y bagels antes de la audición, que tendrá lugar en un estudio en Brooklyn, en la ciudad de Nueva York, en el centro del planeta tierra, el próximo viernes 16 de julio. Tengo poco más de tres días para encontrar la manera de llegar hasta allí, pero siento una corazonada de que se trata de la decisión correcta porque me encanta vivir en el pueblo, pero siempre imagino mi futuro en una gran capital.
Ahora sonrío de oreja a oreja todo lo que me dejan los músculos de la mandíbula. Redacto una respuesta corta y educada confirmando mi asistencia al casting. Le doy al botón de enviar con presteza. En el momento de hacer clic, sé que le he ganado la carrera a la duda del posible arrepentimiento que se cierne sobre mí como una nube negra. De hecho, los chubascos del remordimiento levitan por encima de mi escritorio cuando me acuerdo de que, en el mismo sueño en el que vi lo del anuncio, la gorra mágica también me advirtió de que en un futuro cercano descubriría que lo del casting era en realidad una estafa, aunque yo no me puedo permitir apechugar con nada de eso.
Antes de descubrir lo que hacía la gorra, yo tenía muy claro que cualquiera que pudiera ver el futuro haría todo lo posible para evitar una calamidad venidera como una bala perdida en una cacería o un engaño, sortearía la calle en la que le iba a caer la maceta asesina en la cabeza, y hasta intentaría echarle mano a cualquier oportunidad de ganar algo, como comprar al menos un décimo premiado de lotería. Luego me di cuenta de que eso solo ocurriría en un mundo ideal sin apuros o sin la desesperación que empapa cuando uno pasa necesidad durante mucho tiempo. Entendí que rechazar cualquier porvenir es un lujo porque la mayoría de nosotros solo podemos permitirnos creer en aquellas cosas venideras que nos saquen de aquello que nos aprieta, pese a que el atajo resulte ser un fraude o jamás se cumpla.
Aunque conociésemos lo que está por venir de antemano, lo cierto es que elegiríamos ir de cacería o andaríamos por la calle de la maceta asesina que da menos rodeo. Con gorra de Caja Rural o sin ella, mi padre seguiría muerto, mi madre huida y yo me agarraría a creer en lo que necesito imaginar con todas mis fuerzas incluso a sabiendas, como estoy a punto de hacer ahora, de que voy camino de ser estafado.
Por eso respiro aliviado cuando decido que por-fin-he-conseguido-lo-que-siempre-quise —sin cuestionar una sola palabra de tan largo polinomio—, precisamente porque no me puedo dar el lujo de creer que la puerta que me lleva a cumplir mi nuevo sueño no existe, porque hace trescientos cuarenta días que estoy sentado en este escritorio o porque voy a demostrarles a todos lo que valgo en propia mili al otro lado del Atlántico, incluso contra la apuesta de Luis de que en realidad me quiero ir lejos porque nadie me puede ni ver en el pueblo, y además asumiendo todo el riesgo de que esa gorra no sea más que un regalo promocional de un banco que hace tiempo que dejó atrás sus días de gloria, cuando eran felices y no lo sabían. ¿No es una majadería ver el futuro a través de una gorra de Caja Rural?
Lo siguiente que voy a hacer es juntar los ochocientos veintidós euros que cuesta el billete a Nueva York, según la página web de Iberia, con lo que saque de la venta del Opel Kadett que me dejó mi padre. Hace tiempo que me quiero librar de ese trasto que después de un buen lavado parece sacado del concesionario, o eso parece en las fotos que acabo de subir a la web de Autocasión, a la desesperada, por si alguien pica en el anzuelo en las próximas setenta y dos horas, aunque el Kadett no tenga matrícula, lleve más de diez años sin pasar la ITV y trague tanta gasolina como un autobús escolar.
Luego llega el pitido final del partido que acaba de hacer a España campeona de un mundial de fútbol por primera vez en su historia, o eso imagino por el alboroto que se desborda hacia las calles. Yo respiro aliviado con mi nuevo futuro, el que sea.
En lo que recuento el euro con veinte céntimos que me queda para salir esta noche, escucho las voces de la gente borracha que corea mi nombre entre insultos. —¡ISRALADRÓN-SAL-AL-BALCÓN! —rugen los muchachos alegres a punto de liarse a pedradas contra mi ventana, hasta que caigo en la cuenta de que hoy es el día en el que todo el mundo estará dispuesto a socializar con un paria como yo sus cachis llenos de calimocho como si fueran un maná estupefaciente caído del cielo. El alcohol, por unas horas, nos hará a todos un poco más hermanos.
Vestido con la bandera de España a modo de capa de superhéroe y la gorra mágica de Caja Rural, les doy el gusto de salir al balcón como el hijo predilecto de un pueblo que me recibe riendo a mandíbula batiente. Descuelgo medio cuerpo agarrado con las dos manos a la barandilla para anunciar que esta noche no me haré de rogar y bajaré enseguida. Hoy tengo más cosas que celebrar que el mundial de España.
—¡Chavales! —les digo estirando las vocales desde mi ronco pecho todo lo que me deja la garganta— ¡He encontrado curro de arquitecto y me mudo a Nueva York! —les digo chavales a los niños que escupen desde la acera, pero en realidad lo grito para que me oigan alto y claro en toda la calle. Lo repito con la intención de que la noticia se corra rápido por todo el pueblo antes del alba con un puño bien alto. Estiro tanto el brazo que por poco pierdo el equilibrio y caigo sobre mi público eufórico para ser manteado a varias manos. Creo que cuando vuelva a pensar en esto al día siguiente me daré cuenta de que seguramente todos se habrían apartado y yo me habría ido de bruces contra el asfalto.
