Paul Peláez (Caracas, 1984). Ha realizado talleres de cuentos, ensayos y poesía con los escritores Fedosy Santaella, Roberto Echeto, Oriette D’Angelo, entre otros. Autor del libro de cuentos Las diversas formas de lo falso publicado por la editorial Sultana del Lago en abril de 2022. Colaborador de la revista Trazos, en la primera edición de la Revista Weird Review y del blog magazine La Parada Poética en las que se ha publicado también algunos de sus poemas. Email: pelaez.paul@gmail.com. Instagram: @pelaezpaul.
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La historia oculta del guardián de la casa de la montaña
Eran las cinco de la tarde de aquel martes 20 de mayo. Fue la primera vez que la vi. Llovía, por Dios que llovía. Llovía tanto que a mis ojos les costaba abrirse paso entre el bloque de agua que caía desde el cielo. Era martes 20 de mayo a las cinco de la tarde y llovía.
Ella apareció. Ese es el verbo exacto “aparecer”. Ella apareció de la nada como un fantasma, brotado del vientre de aquella lluvia, parada en el portón mientras sus manos se abrazaban a las rejas. Tal vez, para no ser arrastrada por tanta agua. Me puse el impermeable y caminé hacia el portón. Toda la tierra se había hecho fango. Un fango que me jalaba los pasos queriendo enterrarme, sumergirme, revolverme como una trituradora hasta que mis huesos se fundieran con la tierra y mi sangre se volviera agua y mi cuerpo una masa fangosa en el fondo de la tierra. Ella, la aparición, esperaba con sus manos descoloridas aferrada a las rejas carapeladas del portón.
—¿Qué quiere? —le grité, pero tal vez el agua le había inundado los oídos y no podía oírme.
—¿Qué quiere? —repliqué con más fuerza.
Ella abrió su boca y pareció decir algo. No pude oírla. Tal vez, su boca se llenó de agua. Tal vez, su voz fue de papel y se deshizo con el toque de la lluvia. Tal vez, fue un grito lleno de peces que atravesaron el bloque de agua nadando tan alto y tan lejos que terminaron perdidos en los huesos de las nubes.
Me acerqué más. Caminé hasta toparme con el portón. Puse mis manos sobre las suyas. Estaban heladas. Inmediatamente tuve la impresión de que su cuerpo estaba a punto de convertirse en agua. Abrí el candado, retiré la cadena, halé el portón y la dejé pasar. Sorteamos con dificultad la lluvia y el fango. Al llegar a la caseta me quité el impermeable, lo tendí sobre el suelo seco y le pregunté:
—¿Quieres un poco de café?
Ella asintió con la cabeza.
Saqué una toalla y un par de mantas lo suficientemente grandes como para arropar a un oso. Le dije que podía desvestirse en el baño y colocarse las mantas encima para que entrara en calor. Mientras lo hacía a puerta cerrada, le serví el café casi hirviendo.
Al salir, cubierta de pies a cabeza con ambas mantas, se sentó sobre un tronco seco que yo mismo había cortado y curado hacía meses y que de vez en cuando usaba como mesa.
—¿De dónde vienes? —Le pregunté, pero no respondió.
—¿A quién buscas por estos lados?
Tampoco hubo respuesta. Ella bebía el café a sorbos tan lentos y pálidos que parecía enfriarse y blanquearse tan pronto tocaba sus labios. Sólo supe una cosa: estaba en presencia del fantasma más hermoso que jamás hubiera existido.
—¿Tienes teléfono? —comentó finalmente.
Sus ojos comenzaron a recuperar color. Pasaron de ser grises, casi blancuzcos, a verse de un azul intenso como si por dentro su espíritu comenzara a iluminarle la mirada.
—No hay teléfonos, radios ni electricidad en la casa. Desde que comenzaron las lluvias, todo servicio a lo largo y ancho de las montañas dejó de funcionar.
—Supongo que no eres el dueño de la casa ¿cierto? —volvió a preguntarme, pero esta vez su mirada se me encaramó por las piernas, recorrió cada centímetro de mi torso hasta anclarse en mis pupilas.
—Soy el cuidador de la casa —respondí sin quitarle la mirada.
—¿Trabajas aquí desde hace mucho? —dijo ella intensificando su voz.
—Es mi tercer año —respondí nervioso —Solo vengo durante las temporadas de lluvias. Mientras los jefes se van a la ciudad, yo permanezco aquí desde abril hasta finales de septiembre o principios de octubre.
—¿Y cada año permaneces solo aquí en esta casa sin electricidad ni comunicación? —preguntó inclinando su cuerpo hacía delante.
—No tengo problemas con eso —dije mientras bajaba la mirada —Honestamente, no me gusta hablar con la gente. La gente tiene actitudes extrañas: traicionan, juzgan, hieren. Prefiero los libros.
En ese momento (lo recuerdo como si lo estuviera viendo ahora mismo) dos relámpagos se entrelazaron en el cielo oscuro devolviendo la luz a la tarde. El trueno fue desgarrador, como si me hubiesen abierto el pecho de un tajo. Pero ella, la hermosa fantasma, la aparición de la lluvia, permaneció quieta y tranquila, con el café en la mano y la mirada hundida en el témpano de agua.
Enseguida tomé algunos ejemplares de la pila de libros que tapiaban una de las paredes de la caseta. Me miró, tal vez molesta por haber interrumpido sus cavilaciones, tal vez porque no le interesaban los libros. Tal vez, sólo quería asesinarme.
—Todos estos libros son de terror.
—Sí, solo me gustan las historias de terror.
—¿Por qué? —replicó mientras se inclinaba para colocar la taza vacía sobre el suelo.
—Me parece que el horror y el miedo son las sensaciones más auténticas del ser humano. Explorarlas a través de la ficción nos ayuda a comprender su alcance en nosotros. ¿No lo crees?
Por primera vez esbozó una sonrisa. Volteó hacia la pared atestada de libros. Se levantó, colocó en el suelo justo al lado de la taza vacía los libros que tenía en las manos y tomó otros. Los repasó con cuidado, como si buscara una verdad oculta en aquellas páginas. Tal vez (y eso lo pensé justo después de otro trueno ensordecedor) buscaba historias sobre sí misma.
—¿De dónde eres? por tu forma de hablar deduzco que no eres de por aquí —Me preguntó.
—Vengo de la gran ciudad. Hace ya tres años llegué a este lugar.
—¿Y qué hace un hombre joven de la gran ciudad sumergido en estas montañas?
—Es un cuento largo.
—Vamos, dime.
— Prefiero hablar de otra cosa.
—¿Escapas de algo?
Por supuesto no dije nada ¿para qué hablar de ello? ¿Acaso un fantasma podría entender lo que viví? Entonces, erguí mi cuerpo y no evité el lazo de sus ojos en los míos.
—¿Y tú? Tampoco pareces de aquí.
—¿Y Cuántos libros tienes? —cambió de tema rápidamente.
—Más de mil quinientos.
—¿Todos de terror?
—Sí, todos de terror.
—¿Los has leído todos?
—Todos y cada uno de ellos. De hecho, ahora mismo estoy releyendo estos tres de acá. Le señalé La voz del diablo, de Anne Rice, La maldición de Hill House y en especial Fantasmas, de Dean koontz.
Ambos nos miramos fijamente por algunos segundos.
—Me convertiré en un gran escritor de terror —Le dije alzando la voz.
Ella caminó despacio. Entró al baño. Increíblemente, al salir, su ropa se hallaba seca y en su cabello no persistía ningún rastro de agua. Dobló las mantas y me las devolvió junto a la toalla que no solo estaba seca, también se hallaba tibia.
—No puedes irte ahora, sigue cayendo un diluvio —le dije.
—No te preocupes —me respondió sin quitarle los ojos a la lluvia —Está por escampar.
Transcurrido menos de un minuto, como por arte de magia, como si el cielo hubiese desechado toda el agua que le cabía y no le quedara ni la más mísera gota en su cuerpo de humo, la lluvia se detuvo. “Milagro” pensé. Al voltear, me di cuenta que el portón estaba abierto y la chica había desaparecido.
El 20 de junio, nuevamente a las cinco de la tarde, volvió aparecer. Esta vez la lluvia caía suave, acariciaba rostros. Parada en el portón, pálida como la primera vez, con las manos entrelazadas a la reja, mojada de punta a punta estaba ella. Acudí al portón y la dejé entrar. Le di las mantas y la toalla. Ella se cambió de ropa en el baño, dejó la puerta entre abierta. Claro está, no pude ver nada. Más bien, no me atreví a ver nada. No respondió a ninguna de mis preguntas, sólo bebió café y de debajo de las mantas reveló un libro extenso y bien conservado. Me lo extendió lenta pero decididamente y pude ver su portada. Se trataba de Rayuela de Julio Cortázar.
Quise decirle que no tenía intención de leerlo, que no se molestara en regalarme estos libros de historias patéticas y empalagosas. Quise pedirle un pálido beso. Sin embargo, cuando levanté la mirada el portón abierto se agitaba bajo la lluvia y ella había desaparecido.
Transcurrió así otro mes. Ya había alcanzado el 20 de julio y mi angustia había aumentado a niveles que jamás había experimentado. Miento, una vez experimenté algo así, una avalancha, el nacimiento de un continente, cien mil bombas nucleares. Me llevó a hacer cosas terribles, pero de eso hace mucho y prefiero no hablar de ello. Una lluvia torrencial, parecida a la primera lluvia, la trajo de vuelta. Me puse el impermeable, acudí al portón, pero antes de abrirlo ella me detuvo diciendo lo siguiente:
—¿Leíste la novela?
—¿Cuál? —respondí honestamente sin recordar a qué se refería
—No la has leído. Volveré de nuevo, pero debes haberla leído —gritó mientras desaparecía bajo la lluvia.
Al regresar a la caseta, busqué desesperadamente aquel libro tedioso. Lo hallé amontonado entre grandes libros de terror. Lo tomé. Permanecí estático con el libro en la mano. Me tomó dos días enteros abrirlo. Su tablero de indicaciones al principio me pareció estúpido. Pero concedo que al menos me entretuvo. Comencé la lectura. Me sumergí cuidadosamente en su trama. Los capítulos, a pesar de su corta extensión, resistían mi insistencia en leerlos. Se fueron gastando las páginas y los días y aún la novela sobrevivía casi entera en mis manos.
Llegó así el 20 de agosto. Apenas lloviznaba y no había podido leer la novela completamente. A las cinco en punto, apareció en el portón. Era como si hubiera caído con el agua, como si hubiese brotado del mismo suelo de repente como un árbol mágico. Sus manos rodearon las rejas. Me acerqué y le dije que había empezado a leer la novela, pero no había podido terminarla, que aún me falta la mitad, le dije que pasara y que se tomara una taza de café y habláramos un poco. Ella negó con la cabeza, decidida a desaparecer en la llovizna, en la bruma de la montaña, ser solo una chispa fugaz delante de mis ojos. Solo dijo, volveré cuando la hayas leído.
Estallaron de nuevo las cien mil bombas nucleares, terremotos demoledores tragaron toda la razón que había dentro de mí. Fueron días sumidos en la locura. Quemé todos y cada uno de mis libros, los hice hoguera. Hoguera con mis sueños y solo persistía encima del tronco seco Rayuela. Persistía ahí inquebrantable, estoica, decidida a no ser la llave para abrir el cuerpo de la aparecida, la fantasma, el tormento en mi mente.
Decidí leerla de una sentada y esa misma noche, a pesar de las náuseas y el sueño que me provocaba semejante libro, al primer golpe del alba, terminé de leerla. Sabía que ella no aparecería sino hasta el 20 de septiembre. Tuve tiempo de releer algunos capítulos, de memorizarlos tal vez. Y fue así como recupere algo del temple perdido. Ya había leído la novela y ella no podría negarse a entrar a la caseta, no tendría más excusas que aceptar sentarse conmigo, abrazarme y tal vez algo más.
Llegado el 20 de septiembre, la lluvia no demoró en partir los cielos. Empezó desde temprano y se extendió hasta bien entrada la tarde. El reloj finalmente marcó las cinco. Me levanté con la vista clavada al portón. Transcurrieron diez, quince, treinta minutos. La lluvia cesó cinco minutos antes de las seis, pero ella no apareció. La desesperación se transformó en vacío, en un acantilado a la nada, en un espacio infinito de oscuridad y miedo. Jamás había sentido algo semejante. Un dolor que se multiplicaba como un cáncer en mi cuerpo como si atravesara mi estómago con una espada para clavarla directo a mi columna vertebral. Por primera vez me dolía mi propio nombre.
De pronto, caída la noche, las nubes se dispersaron. El cielo se mostró desnudo y minado de estrellas, preciosas estrellas fulgurantes cuyo pálpito parecía estar al alcance de mi mano. La luna apareció tímidamente detrás de las montañas. No tardó en posarse en lo alto y reflejarse en los charcos de agua que había dejado la lluvia de la tarde. Entonces apareció.
Cayeron el candado y las cadenas. El portón se corrió sin el esfuerzo de alguna persona o animal. Ella, más hermosa que nunca, entró lentamente. Podría jurar que la vi levitar sobre los charcos y el polvo humedecido de la tierra. La blancura de su tez brillaba tanto o más que la luna. De un brinco, llegó hasta a mí, tomó mi cara con sus manos y fijó sus ojos en los míos, le dije en voz baja que había leído la novela. Ella respondió “ya lo sé” y me besó.
Entonces, fuimos cíclopes y tornados. Fuimos peces y flores y fruta madura. Fuimos el viento de la noche, danza prohibida, las ramas de las hojas y el absorber de alientos vivos. Fuimos cascadas y todos los besos del mundo. Besé sus aguas y bosques y ella mi roca madura. La luna temblaba en el agua; ella, se hizo sismo, erupción, grietas en la piel. Sentí el calor de su cuerpo, la tersura de su carne, la firmeza de sus huesos. La sentí mujer, sentí sus senos colmándome la boca.
Sin embargo, repentinamente, todo el dolor y desesperación causada por su ausencia todos esos meses, la no aparición a las cinco de esa tarde, el vacío y la espada en el espinazo acudieron a mi mente. Fue un mar tormentoso. Vi sus ojos sin parpadeos, sin esperas, sin delimitaciones de tiempo y subí mis manos a su cuello. La tomé como si se tratara de un ganso o un cisne, y emplee toda mi fuerza, todo mi peso. Ella forcejeó, me golpeó, pateó, aruñó, trató de sacarme los ojos con sus propias uñas, pero la fuerza de mis manos fue definitiva. Su cuello cedió a mi venganza. Esa misma noche la enterré en el terreno detrás de la casa
De esto, ha transcurrido exactamente un año. Ahora de ese mismo lugar ha brotado un naranjo hermoso cuyo fruto es dulce y jugoso. Pero en las tardes de lluvia, ese mismo naranjo pare también pájaros oscuros que huyen de las noches despejadas de luna llena. Es martes 20 de septiembre, son las cinco de la tarde y llueve, por Dios que llueve. Mientras tanto, tomo mi escopeta y espero. Espero porque sé que en cualquier momento, en cualquier instante, esos malditos pájaros que brotan de las ramas de ese árbol vendrán por mí y me sacarán los ojos.
