Ópera al lado del leprocomio, por Elaine Tornés Blanco (Cuba)

Elaine Tornés Blanco (Cuba, 1990). Ha vivido en Chile, Puerto Rico y Estados Unidos. Se graduó Magna Cum Laude en Psicología de la Universidad de Puerto Rico, Cum Laude en Juris Doctor de la Facultad de Derecho de la Universidad Interamericana de Puerto Rico y posee un Máster en Biblioteconomía. Preside el Latinx Law Librarians Caucus afiliado al American Association of Law Libraries (AALL). Escritora galardonada, ha colaborado escribiendo cuentos para Plaza Sésamo. Es autora de Aventuras de seres humanos y no humanos: Cuentos en defensa de los animales.

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Ópera al lado del leprocomio

 

Hay 86,400 segundos en un día, pero desde que choqué mi Ferrari con otro, me da lo mismo cuánto tiempo me quede para morir o para vivir. En realidad, todo me da igual. En mi mente solo tengo la imagen de mi Ferrari rojo chocando de frente con el otro gris y las piezas sueltas en el aire, formando un escándalo color tornasol. Lo peor es que no era mío. Le estaba dando mantenimiento en la pista y me dejé llevar por la tentación o la locura, que se parecen. El día del choque seguramente tuvo más segundos de lo normal porque lo sigo sintiendo interminable cada vez que lo repaso en mi memoria. Desde entonces trabajo aquí, en el manicomio al lado del leprocomio.

Cuando mi exmujer me quiso internar en el manicomio y le dijeron que les resultaba más útil mis habilidades de mantenimiento que mis problemas mentales, ambos quedamos sorprendidos. Solo perdí el meñique derecho en el accidente. Por lo demás, me dijeron, estaba “entero”. Este es el trabajo que más me ha enseñado de…

“Tetas, culos, pantis, tetas, culos, pantis”—repetía incansablemente Jorge, caminando como un soldado sonriente hacia mí. Pero no me detuve a conversar con él porque tenía que ver a Martillo y a Chichón, dos maestros de obra que andaban reparando el techo del manicomio bajo mi supervisión. Ambos eran tremendos profesionales inspeccionando las estructuras y seleccionando materiales para las obras, pero se la pasaban discutiendo por quién hacía mejor el trabajo. Yo era el único que podía interceder en esas peleas de genios.

—Oye Mario, estas vigas están más malas que las del leprocomio—me dijo Chichón, observando el techo con aire de intelectual.

—¿Así que estuviste en el leprocomio? Le pregunté desconfiado, sin explicarle que teníamos una competencia secreta con los de allí. Más bien era una lucha entre locos y leprosos por ser los elegidos. Para mí que los locos tenemos más posibilidades de llegar al cielo primero porque somos quienes más mal lo pasan en la Tierra, por eso aposté quinientos dólares a que seríamos los primeros en llegar al paraíso. Martillo como quiera les apostaba a los leprosos porque su abuela estuvo internada en ese leprocomio de Isla de Cabra y ahí murió, con vista al mar. En el fondo, él sabía que yo tenía más probabilidades de ganar la apuesta.

—Chichón, ¿cómo se te ocurre reparar esa viga de madera podrida así? ¡Ñó! Este tipo no sabe nada de termitas—y otras cosas más, refunfuñaba Martillo. Pero yo los dejé en su conversación sobre transmisiones de cargas y quién tenía más experiencia en mampostería porque tenía que salir a comprar materiales para el proyecto.

Hasta en la tranquilidad, digo—soledad de mi casa—pensaba en mis amigos del manicomio. Rosa, una señora gruesa que llevaba años ahí y fue una famosa cantante de ópera, aseguraba que no estaba loca, sino que optó por internarse a voluntad por ser una pecadora de primera categoría.

“Orguuuuuullo” recitaba con una voz hermosa que subía y le daba cosquillas al techo de madera con termitas incluidas. Luego bajaba la voz y dramatizaba “avariiiiiiiciaaaa”. Y así se la pasaba todo el día, menguando tonos con la gula, la lujuria, la pereza, la envidia, la ira y todo lo jugoso que hay aquí afuera. Yo intentaba convencerla de que todos sufríamos a diario los mismos pecados capitales, pero no me creía. Lo que sucede conviene porque con ella en el equipo, sí que le ganábamos a cualquier leproso que quisiera adelantársenos rumbo al cielo.

Ramón era otro personaje que no importaba lo que le dijera, juraba que lo perseguían. Una vez le di un sermón de una hora completa para rectificarle el pensamiento. Su rostro sereno y su mirada enfocada me hicieron pensar que debía dejar mi trabajo de mantenimiento porque tenía talento para convertir a los locos en personas normales. Pero al terminar, se levantó de la silla delicadamente, miró a ambos lados y se inclinó a mi oído izquierdo para susurrarme que “había que leer todo cuidadosamente por si acaso, porque siempre hay alguien detrás de nosotros”. Se fue y me dejó perturbado. No importa, me dije. Siempre y cuando Ramón siguiera creando historias como esas y Rosa las pudiera cantar, quedaríamos salvados antes que los leprosos.

Presentía que algo importante iba a ocurrir, pero no sabía qué era exactamente. Los días pasaban incomprendidos, a veces soleados, pero la mayoría de las veces huracanados y grises, como ese Ferrari que venía hacia mí una y otra vez, a toda velocidad de lo probable y luego de lo perdido.

—Qué va, Martillo, esto no sirve. El techo se caerá en cualquier minuto. Llevo más de quince años de experiencia en esto, no me porfíes y haz lo que te digo—se quejaba Chichón desde la sala principal, sobre las losetas de diseños coloridos más lindas que cualquier loco o cuerdo haya pisado jamás. El suelo nunca nos da problemas, lo que nos falla es siempre el techo.

Yo miré hacia arriba, pero lo único que me llamó la atención fue el nido de una paloma que colgaba en la viga más podrida de todas. Dormía plácidamente en el agujero del medio del techo de la sala, como en una ventana sin cristal y con ramificaciones de madera desmembradas bajando como pétalos de flor. Me preguntaba por qué se quedaba reposando al borde de ese gran agujero en el techo si tenía alas. Podía volar directo al paraíso y ya. A lo mejor era una paloma mensajera y no se iría hasta que recibiéramos el mensaje que no nos acababa de llegar.

Era una mañana gloriosa. Se escuchaba el sonido de las gaviotas y teníamos más ventilación de la necesaria para curar a cualquier leproso por lo destartalado que teníamos el techo. El salitre y el aullar del mar no ayudaban. Por costumbre, yo les llevaba un chocolate de desayuno a Jorge, uno a Rosa y otro a Ramón. Tres chocolates iguales para todos, para no ser juzgado por favoritismos. Qué fácil sería entendernos si la gente en vez de juzgar se dedicara a tener curiosidad por lo diferente. Chichón y Martillo no tardarían en llegar.

Entonces escuché a Rosa entonar un “iiiiiiiiiraaaaaaaa”, que salió expulsado como un canto bellísimo que hizo vibrar el techo entero—o lo que quedaba de él. Nos salpicó una lluvia de polvo. Se disculpó y dijo que solo estaba aclarando la voz para avivar su garganta. Pero fue tan hermoso que todos la miramos como pidiéndole más. Jorge se unió haciendo malabares y bailando con sus brazos flacos, lanzando piruetas de bailarín sofisticado. Ramón la miró con sus ojeras de trasnochado tras semanas de persecución a viva piel y recomendó que, para mejorar esa composición musical, debía cantar desde sus entrañas, con todas sus fuerzas.

Yo estaba hipnotizado con cada vibración que salía de la boca de Rosa. Cada palabra se mezclaba con el resplandor del agua y el movimiento de las olas. El sol nos calentaba los cuerpos y espantaba cualquier miedo que tuviéramos a la intemperie. Rosa cantó “luuujuuuuuuriaaaaaa” como en sus viejos tiempos. En ese instante, el techo se nos desplomó encima y volamos curados.

No les tengo que contar que, aunque no pude cobrar la apuesta, le ganamos a los leprosos de al lado en una ópera de sonidos angelicales que nadie más, excepto nosotros, ha de experimentar de nuevo.

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