Ana Cristina Sánchez (Portuguesa, Venezuela, 1993). Licenciada en Letras Hispanoamericanas y Venezolanas por la Universidad de los Andes. Cursó el diplomado Nuevas Narrativas Multimedia de la UCAB en alianza con Historias que Laten y Fundación Konrad. Su crónica “¿Cuándo termina el Halloween?” hace parte del libro publicado por PROVEA, Lo que se cuenta no se olvida: 12 historias de dignidad y derechos humanos (Venezuela, 2021). Su cuento “Por favor, no me llores” integra la antología de jóvenes autores Amores virtuales (Ecuador, 2022). Otros relatos de su autoría han sido publicados en webzine como Proyecto Straversa, Circulo Amarillo y Sello Cultural. Actualmente reside en Madrid, toma clases de narrativa en Cursiva y trabaja en la escritura de su primer libro.
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Soluciones
a) Si la acostamos en el suelo, el frío de la tierra y el aire oscuro de esa habitación cerrada desde hace tanto tiempo pueden parar su calvario. El tío Ismael murió allí, con su pierna supurando el olor de una enfermedad que se lo llevó muy temprano. La abuela ya supera los 90 años y atrás quedó su juventud. Mamá piensa que lo mejor es que deje de sufrir y que muera. Yo estoy de acuerdo pero cargar a la abuela, que pese a ser cuero pegado a huesos es como llevar encima noventa bloques de concreto, es un trabajo de dos y tiene que hacerse con cuidado.
Quizás, haya que hacerlo de noche mientras papá no esté para que de tiempo de que Dios voltee a mirarla y se la lleve antes del amanecer. ¿Cuánto puede demorar eso? No lo sé, pero después tendremos que regresarla a su cama. Hacer el esfuerzo para levantarla y trasladarla antes de que su cuerpo se enfríe y los bloques no sean noventa, sino novecientos. Ordenarlo todo para que parezca que murió mientras dormía, como dicen que mueren los buenos cristianos.
b) Esperemos que las pastillas hagan su efecto. Debe ser una semana después de haber ido al médico y le hayan cambiado la dosis. Los fármacos fueron la única forma de que regresara el silencio a la casa. Antes, su voz danzando al ritmo del carnaval contra las paredes de su cuarto, dejando escapar de la garganta a los que se fueron. Sus gritos llamando a Juan, a Andrés, a Ismael, a todos sus amores muertos y ella sin dejar dormir a nadie. Mamá y yo rezando en nuestros cuartos para que todo acabara.
En el momento justo sólo habrá que presionar su rostro con la almohada. Una marcha preparatoria hasta la habitación por la noche, siempre de noche y sin papá. Debes entretener a Jack, sacarlo hasta la sala para que no ladre mientras mamá la ayuda a morir. La abuela no tiene fuerzas, y no podrá resistirse. Seguro mantendrá los ojos cerrados y se irá sin ruido, pero aun así no quiero hacerlo yo. No quiero sentir el frío de la gente cuando muere. No puedo ni pensar que en ese momento su mano sujete la mía con menos energía de la que usaba para agarrarme cuando teníamos que cruzar las calles de camino al parque.
c) Dejarla caer antes de pasarla a la silla. La abuela ya no quiere levantarse, renunció a su rito diario de espiar a los otros desde la ventana a espera de que alguien llegara por ella. Nadie apareció y solo se postró en su cama, pero mamá le insiste y saca de sí toda su fuerza para contenerla y llevarla un rato a la sala. Coloca sus brazos fideos sobre su cuello y pide a la abuela que se sostenga, aunque ella no siempre le hace caso. Mamá la rodeará con sus manos por la cintura y comenzará el conteo, antes de hacer la pirueta. “Uno, dos, tres, arriba”, dirá ella mientras la alza.
Mi trabajo es fácil: sostener la silla de ruedas para que no se mueva y después trasladarla a la sala. Pero si el pulso me tiembla, si el animal se cruza entre mis piernas y la silla se corre. Si mamá pierde el control y la abuela cae de un grito al suelo. Su cadera nuevamente fracturada, su cabeza golpeando la cerámica blanca de la recámara y por dentro su cerebro sangrante. Coágulos invisibles que aceleren su muerte, dejarla dormir y que no despierte.
d) Toma de la mesa sus pastillas, tritúralas y dáselas a mamá bien mezclada con la sopa. Debes usarlas todas porque la abuela escupe gran parte del licuado que entra en la pipeta. Quizás tengas que agregarle uno de los pesticidas de papá para que el envenenamiento sea contundente. No, nada de veneno para ratas. Dicen que pierden el efecto si logran beber algo, y mamá siempre la llena en agua porque es lo único que se toma sin protestar.
La abuela no querrá que le metan el cilindro de plástico en la boca, pero mamá empujará y se hará sentir como todos los días. No tienes que mirar la escena. No quieres verla ahogarse, echar espuma, voltear los ojos y morir. Solo entrega la sopa y deja que mamá limpie el desastre. Espera un rato antes de llamar a emergencias, debes fingir que estabas en el cuarto y no te enteraste hasta que escuchaste los gritos. Porque sí, ella debe gritar, lanzarse al suelo y simular un estado de shock que no la dejó pensar y buscar ayuda. Tú, solo una niña, no supiste cómo controlar la situación y tardaste en tomar el teléfono. Cuando lleguen los paramédicos no habrá nada que hacer.
e) Ábrele la puerta a Aura y salúdala. Llegará con su traje blanco y mamá le ofrecerá un café, como lo ha hecho durante los últimos seis meses. Solo unos sorbos a la taza y dejará el asiento para comenzar su trabajo. En la recámara todo estará preparado. La abuela apenas abrirá sus ojos, sabe que ha llegado para iniciar ese ritual de curación con el que invocan su dolor. Sobre la mesa de noche las gasas, los guantes, el peróxido de hidrógeno y la crema blanca que llaman pasta al agua.
Prensa un poco la piel para que los cortes sean certeros. En los laterales de sus muslos ya pueden verse los huesos. Aura limpia con maestría las escaras y desecha la carne podrida. Contén las ganas de vomitar, haz mil gestos con la cara para cerrar tus fosas nasales. Cada venda despegada es un pozo de podredumbre humana que sale a la superficie. Haz presión, según te vaya indicando la enfermera. Tensa, después suelta, fija tu mirada sobre los nichos de la recámara y no la mires a ella. No veas los pliegues de su rostro multiplicados en cada corte y en cómo aprieta sus labios para contener la embestida. Cuando la abuela te busque, cuando sus ojos se planten en tu cara e intente tomar tu mano para sujetarla y contener el dolor, no lo hagas. Ofrécele el puño y no lo abras, ciérrale las puertas a la vida y que su corazón se paralice por el trauma. Que su desgracia no encuentre escape hacia otro cuerpo y estalle en el suyo. Un paro fulminante impulsado por la traición.
Mamá desde la puerta del pasillo entrando rápido a la recámara, gritando mi nombre y encarando su temor a la sangre para traerla de nuevo a este mundo. Mamá ofreciendo su mano, tomando la mía y queriendo hacer que la abuela despierte; mientras va susurrando el último “mamita-mamita”, entre lágrimas. Es tarde, ni el vigor de nuestras dos generaciones la arrancan de los brazos de sus muertos.
