Carlos Patiño (Caracas, Venezuela, 1978). Abogado, escritor y activista por los derechos humanos. Autor de la novela La forma del tigre (2022) y de los libros de cuentos Los círculos concéntricos y otros relatos (2020), Te mataré dos veces (2014). Premio de cuento El Nacional 2015. En 2016 fue escritor residente del International Writing Program (IWP) de la Universidad de Iowa y escritor invitado de City of Asylum, Pittsburgh. Varios de sus textos han sido premiados y publicados en revistas y antologías, entre ellas Revista Carátula, Prodavinci, La Vida de Nos, Letralia, Petalurgia, Little Village Magazine, Iowa Literaria. Reside en Madrid, España. @leeficcion
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Teleoperador
Madrid es matriz, gestación y memoria, destino y origen.
Madrid | Andrés Trapiello
Baby, no me llame’
Que yo estoy ocupá’ olvidando tus male’
Despechá | Rosalía
Soy teleoperador, un hombre sabio. La voz que todo lo ve. Atiendo llamadas, resuelvo incidencias, vendo imposibles. Respondo a improperios con sonrisa telefónica. Calmo a los clientes cabreados, recibo insultos sin pestañear. No pierdo compostura. Soy la catarsis, el saco de boxeo, la respuesta a las necesidades ignoradas. Mi oído es el filtro que hace posible vivir en un mundo mejor. Vine a España desde la mítica Latinoamérica para salvarlos.
En una existencia anterior fui un tenaz abogado venezolano. Litigante, funcionario, presidente de un sindicato, directivo de una oenegé. También me apuntaron dos veces a la cabeza, tragué el gas lacrimógeno de la represión, pasé noches en vela por falta de agua y luz. Pero eso quedó atrás. He reencarnado en un oráculo en línea al otro lado del mundo. Una metamorfosis a llama lenta que me despojó de mis ataduras.
Llegué a Madrid con la vida en dos maletas. Era invierno de cielo espeso, el paisaje edulcorado por la mirada extranjera. A nadie parecía importarle la pandemia: la borrasca Filomena me sacudió el trópico apenas pisar el kilómetro cero. La gente forzaba la normalidad entre bloques de hielo, mascarillas y aforo reducido. Instalé a mi familia en un piso de Ciudad Lineal, frente a un animado parque donde la comunidad migrante se reúne a beber de madrugada. No había nadie interesado en arrebatarme el teléfono. Caminar de noche no era un acto suicida. Fue raro sentirse a salvo.
Recorrí calles heladas, rodeado de edificios color ladrillo con balcones que invitan al salto. Aprendí de memoria los bares de cada esquina, templos donde se rinde culto al café con leche, la cerveza y el fútbol. Me atasqué en la búsqueda de empleo, desangré los ahorros. Resultó abrumador romper la brújula que me orientó por décadas, desandar el camino que alguna vez creí que iba a transitar de por vida. Soltar duele, sí. Pero aferrarse a la barandilla del Titanic, sostener lo insostenible, es anclarse a la ilusión vana de ganar un juego amañado.
La cosa es así: si migras a España con más de cuarenta años las opciones laborales se reducen a un puñado de empleos precarizados. Olvídate de trabajar en una librería a lo Hugh Grant en Notting Hill, pegar de bartender cual Tom Cruise en Cocktail, o de ejercer tu carrera no homologada como Saul Goodman en Netflix. Tus opciones son:
• Chofer de Uber.
• Repartidor de Amazon o Glovo.
• Ayudante de obras.
• Mozo de almacén.
• Mantenimiento.
• Cuidado de ancianos.
✓ Teleoperador.
Sí, este magnífico empleo se cuela entre los esclavizantes anteriores. Todo principio es duro, no hay que negarlo. Pero volver es una opción que deja de serlo al siguiente minuto, basta con abrir el twitter o el chat de las tías que se quedaron. Poco a poco cambié las arepas por el pan con tomate, sustituí el papelón con limón por el vino de Mercadona. De la misma forma, dejé a un lado la pena en las entrevistas, calibré mi acento, adapté el currículo a InfoJobs, LinkedIn y JobToday. Emigrar es ensayar varias versiones de uno mismo.
Mi esposa alcanzó la iluminación primero que yo. Siempre ha sido más intuitiva y apta para el multitasking. Así que no vaciló en postularse de teleoperadora, avanzar a ciegas hasta encontrar la luz y elevarse por encima del común de los mortales. Sus inicios fueron un viacrucis de errores, autoflagelación y llanto, pero hasta el mismísimo Jesucristo padeció la crucifixión antes de resucitar de entre los muertos. «Yo puedo, tú puedes», me decía con devoción, mientras tragaba paracetamol con orfidal. Era mi turno.
Si mi travesía merece un mapa del tesoro, tendría que resumir mi conquista emulando lo que otros poetas de la razón y la fe han procurado explicar antes: contando el peregrinaje por los tres mundos que conducen a la divinidad. Perdido en Madrid, atravesé el fuego que templó mi carácter. Me dejé llevar como el grano de arena que soy en este mar de espejismos.
Infierno
El descenso empieza con la burocracia de ambos países. Trámites pensados para que abandones toda esperanza. La resolución de residencia legal, el suplicio de renovar el pasaporte en la Calle de Apolonio Morales, quizás la esquina más fría de toda la ciudad. En paralelo, gestionar el certificado digital del ayuntamiento, el permiso laboral NIE en un callejón aledaño a La Gran Vía, la tarjeta de trabajo tras el muro amarillo de Poblados, la inscripción al SEPE, y, por supuesto, a la seguridad social, todo sin lo cual no puedes ser contratado.
Después inicia la fase de postularse a las ofertas, ser descartado, pasar a entrevista, ser descartado, volver a intentarlo, ser descartado. Hasta que recibes la llamada de selección de personal acompañada de esa sensación sublime de que te cogen para el cargo… Esto es España, paisanos, así que coger no es follar, es que te eligen. Así que deja que te cojan o recojan. Lo importante es disparar a la docena de ofertas diarias que salen en la web porque entramos en un simulador de El juego del calamar: se inscriben mil, solo unos pocos sobreviven.
Lo primordial es superar la formación obligatoria selectiva. Todo trabajo en España lleva adosado un curso intensivo preparatorio del puesto, otro de riesgos laborales, en algunos casos del reglamento de la ley de protección de datos. Cursos del curso sobre el mismo curso. Evaluación continua, juegos de rol y asistencia puntual, son el preámbulo clasificatorio para obtener el codiciado puesto. O, mejor dicho, para llegar al período de prueba. «Empiezas el lunes» es una sentencia que se recibe con alegría y pánico.
Desde el inicio te arrojan a los leones sin espada ni escudo. Una oleada de confusión y vértigo se abate sobre ti sin piedad. Pero de eso se trata, de fallar mucho, de vencer el miedo a la primera llamada, de resistir el primer mes. Sobrellevar el dolor de tripas al llegar y la afonía al salir. Al ser despedido de varios call centers, réplicas del mismo laberinto, pillé el truco.
Mi primer trabajo consistió en resolver incidencias del sector energético. Luego de un mes de formación, mi mente estaba saturada, sin saber que hacer al ponerme los audífonos frente al computador. Gotas de sudor se condensaban en mi barba tras la mascarilla obligatoria. No me podía ni loguear, lo que ahora me resulta tan sencillo:
Abrir sesión de equipo en doble pantalla >> usuario DNI/NIE + Contraseña 1° (x 2) >> Conectar la VPN >> CISCO >> CITRIX a ININ (IC Desktop R3 x AVAYA) >> SALESFORCE (Intranet + Usuario 2° + Clave 2°) >> PHONE (No x ININ: activar el SIP antes) >> Aprovisionar SIP (servidor pcmlcic6-audio.intranet.xxy.com) >> Usuario 2° + Clave 3° >> Conectar Estación (Iconos ocultos + icono del SIP >> Clave 1° + Contraseña 4° + Estación del SIP = sincronizar PHONE >> Sala de Asistencia >> Sala de Dudas + Desborde1/2 >> Web VERINT/PVD programados >> WORKFORCE >> Correo corporativo + 3 salas de Chat >> Site de Procedimientos >> Codificador/Libros/Blanco/Oro/ChatBot/Bloc >> Modo Disponible para llamadas.
Hay un arte en cada oficio. Como un músico, convives con la cabeza llena de sonido. Similar al escritor, la página en blanco es el internet caído en tu cerebro cuando entra una llamada y no tienes idea de cómo responder. Son malabares el atender incidencias, resolver solicitudes, codificar en línea sin generar túneles de silencio, cronometrar el promedio exigido de cuatro minutos por llamada, preguntarle al coordinador que no quiere que le preguntes, jamás equivocarte, no tutear, sí tutear, no enojar ni confundir al cliente, no explotar, ser ágil y eficiente, sonreír, reponerte en tres segundos y nunca, nunca, ponerte en modo «Finalizar» para tipificar el caso fuera de línea. Reiniciar secuencia. Clic.
Aprender el español de España, que a todo evento es como aprender un nuevo idioma, fue otro reto para romper la barrera invisible con los clientes:
Una ve pequeña es una uve, pero una doble ve no es doble uve, sino uve doble. La Pe es de Pamplona y no de Petare, la ce es de Cádiz, no de Caracas, la eme es de Madrid y no de Maracaibo. El ordenador es la computadora. Una caldera no es un calentador, pero un calentador sí es un termo. Los plomos no son disparos, sino los breakers del cuadro eléctrico. Una pila es una batea, no una batería. La gente se mueve en coche, no en carro. El punto de venta es datáfono, los chamos, chavales y los panas, tíos. La polla no es la hembra del pollo, pero una pollería sí es una pollera. Un gilipolla es un güevón y el culo no es grosería. Ladillar acá es tocar los cojones, pero no te los tocan. Una mierda es una mierda aquí lo mismo que allá y en todos lados.
Purgatorio
En un call center no hay tiempo de fraternizar, todo es relámpago, a la velocidad del sonido. Pero en los descansos de cinco minutos puedes leer los rostros de los encadenados a su silla: En la primera fila se encuentran los orgullosos mandos, siempre bajo estrés. En la segunda, a los inconformes agentes con contrato fijo. En la tercera a los avaros, que trabajan turnos extra, y a los pródigos, que les ceden sus horas. En la cuarta a los perezosos, agazapados con la llamada en espera. Entre puestos también se cuelan atisbos de miradas lujuriosas y algún goloso irrefrenable que come a escondidas.
Al vencer mi mes de contrato me dijeron lo siento, macho, eres muy majo, pero la ETT que intermedia con el call center que a su vez terceriza con la empresa, no te va a renovar. Extrañamente lo celebré. Fue como si me quitaran al muerto de la espalda y agradecí la experiencia. Me repuse rápido porque el casero no sabe de excusas a la hora de pagar la renta. Encontré otra oportunidad en el área comercial. El nuevo curro, chamba o trabajo era en el cuarto piso de un edificio de cristal opaco en la zona industrial de Suanzes. La misma sala rectangular abarrotada de gente hablando sola, de clones en línea acechando una venta como lobos de Wall Street, pero sin los millones.
Mi misión era ofrecer la tarjeta de crédito de un banco con fama de usura. El sistema emitía llamadas a ciegas y debía vender mínimo quince tarjetas cada dos semanas. Nada más y nada menos. La venta fría de ofrecer a un desconocido un producto que no pidió. Madre mía. Cómo aprendí palabrotas en tan poco tiempo. No conectaba con nadie. Para colmo, me sentaron al lado de una veterana, Lola, que vendía tarjetas como churros. Una sesentona con facha de rock star, de melena blanca que le caía sobre los hombros, gafas oscuras y chaquetas de cuero que contrastaban con su palidez. La legendaria Patti Smith del teletrabajo español. Y yo en cero, con el ruido crónico de chicharras en mi canal auditivo.
Pasaron tres semanas sin suerte. Desesperado, recurrí a Lola, la seguí en una de sus escapadas a fumar en la calle para pedirle su secreto en las ventas. Encendió su cigarro con parsimonia. Me miró de arriba abajo, negando con la cabeza. «Seduce con la voz, chaval, eso es todo», dijo con su ronquera que rasgaba el aire mientras yo asentía cual humilde discípulo. «A por ellos, que son pocos y cobardes», sentenció, lanzando la colilla en la acera. No dijo más, pero su lección caló en mí lo mismo que el humo de su tabaco en mi ropa.
Cielo
Luego de la charla con Lola convencí a mi primer cliente. Un descubrimiento sexual de la talla de Masters y Johnson: el orgasmo de la venta telefónica. La máxima gratificación después de innumerables fracasos. La explosión de oxiticina, adrenalina y endorfinas al mostrar el logro a tus coordinadores y a los demás compañeros que no han vendido, que te miran con amargura delatando su estrés y su envidia, resentidos por el lastre de los objetivos no alcanzados. En resumen, el quedar flotando en una nube mientras celebras con capuchino dulce de máquina dispensadora.
Esa tarde multiorgásmica hice tres ventas. Me felicitaron compañeros y mandos por igual, me lanzaron confeti y caramelos de regaliz. Alegría de tísico. Al terminar la jornada me despidieron porque la ratio del mes dio negativa. Pero ya nada sería lo mismo. Tenía el conocimiento de mi lado. Podía desafiar las leyes físicas, encadenar milagros, erigirme sobre los hombres. Descubrí la gracia que le otorgó el creador a mi alma. Curtido en mil llamadas con acentos de cada provincia y comunidades autónomas, vislumbré la perfecta unión de mi ser con la realidad. De allí en adelante, alcancé el nivel God que ni Goku en su decimoséptima transformación. Todo se reveló ante mí como a Neo los códigos de la Matrix.
Pasó el invierno, afloró la primavera, calentó el verano. Ahora puedo elegir el call center o la campaña que más me convenga. Me llueven ofertas que descarto sin pudor alguno. Atrás quedó mi versión Windows Latinoamérica, aunque a veces la nostalgia me resetee el sistema. Mi coordinadora no es la tía Lydia ni yo la June Osborne de El cuento de la criada. Los cascos no son mi ración diaria de lobotomía porque tampoco soy un personaje de la Naranja Mecánica. El sueldo no alcanza, las deudas me acosan, pero vivo en el primer mundo, con un empleo que les facilita la vida a las personas. Estoy aquí para ayudar. Siempre a la orden. Gracias por tu llamada, que pases un feliz día.
