Cambios de frecuencia, por Manuel Franco Villamizar (Venezuela)

Manuel Franco Villamizar (Mérida, Venezuela, 1995). Licenciado en Letras Hispanoamericanas de la Universidad de Los Andes. Actualmente está haciendo un máster pluridisciplinar en la Université Toulouse Jean Jaurès. En el 2017, ganó la segunda edición del premio Santiago Anzola. Apasionado por los “escritores del espacio” (según la denominacion de Bajtin), por el diálogo entre diferentes medios artísticos y diversos géneros del discurso. Aficionado del Hip-hop y la música urbana. Rapero amateur. Lleva un blog donde ha subido algunos textos transgénericos: https://diarodelfreestyle.wordpress.com/

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Cambios de frecuencia

La radio, de la que voy a hablar, se encuentra en la cocina, encima del microondas, en toda una esquina del mesón, en el medio de dos cocinitas eléctricas y abajo de los estantes donde se guardan platos, condimentos y otros utensilios.

Es una caja anacrónica, y un tanto estropeada, que nos acompaña con su sonido de FM circulares. Digo anacrónica porque la radio parece un resto de una época extinta, sobre todo ese modelo (marca SANKEY 2007) de dos cornetas pequeñas que tiene un espacio rectangular en su centro para introducir cassettes ¿qué sentido puede tener un dispositivo para procesar las cintas de los cassettes en estos tiempos? Tal vez son los vestigios de otra época, un monumento al vintage o una cavidad para el polvo, entre otras cosas.

En general, estamos rodeados de entidades que nada nos dicen; ya que su sentido pertenece al pasado, pero como no conocemos ese pasado – pierden sentido para nosotros.

Cuando camino por La milagrosa, en la entrada del parque de la isla, me doy de frente con uno de esos teléfonos públicos de CANTV. Teléfonos que nadie usa ni nadie puede utilizar. Solo están ahí – existiendo en sí mismos – como partes de un paisaje anacrónicamente urbano.

En cambio, la radio sí funciona y es utilizada casi todos los días. Es un modelo un tanto portátil aunque no llega a lo inalámbrico. Por eso yo diría que se encuentra en un punto medio entre lo doméstico y lo móvil, con un sistema muy intuitivo. Es usado de forma estática y estable hasta haberse integrado al mínimo horizonte del mesón, donde se prepara la comida y donde al igual que otras cajas- el microondas, las cocinitas eléctricas o la licuadora- se ha vuelto parte ineludible de lo que entendemos por cocina.

Llegado aquí me pregunto ¿por qué escribir algo sobre esta radio en vez de la tuqueca que se esconde detrás de la cortina? ¿Por qué la radio en vez del cuadro que muestra un bodegón frente a la mesa del comedor, o de los platos que nuestras manos lavan y vuelven a lavar una y otra vez sin nunca borrar el sucio y lo pegajoso?

Creo que la respuesta es la familiaridad y permanencia de las ondas radiofónicas. Por lo menos, en el ámbito estrecho del comedor-cocina de La hoyada.

Para describir el sonido de la radio se me ocurre la metáfora del manto. Porque si bien puede emitir frecuencias ruidosas y ensordecedoras, también es capaz de acoplarse a los innumerables instantes auditivos del ambiente. Por eso es como un manto que está por encima o por debajo de todo y que envuelve cada otro sonido sin terminar de borrarlo. Los ladridos de los perros, el chorro del agua de la manguera o el rum-rum de la nevera mantienen su presencia aunque ahora dirigidos por las ondas de la radio.

Por eso es normal no fijarse en esta caja.

A diferencia de otros tiempos, ya no vivimos en los días radiofónicos. Esos días de de big bands, de radionovelas y de locutores inigualables- esos días cuando las voces triunfaron sobre los rostros. Like in Radio Days.

Nuestra memoria afectiva corre a partir de otras cajas mágicas, más sofisticadas y totales – como los celulares. Aunque pareciera que así es siempre: cada nuevo artefacto borra la importancia del artefacto anterior. Y en ese instante que se derrumba el mundo conocido de una tecnología vieja – se inicia el mundo inédito de una nueva tecnología.

La radio ya no es protagonista, y por eso está en una esquina – casi apartada del todo. Aunque mediante el sonido logra retomar, así sea por unos segundos, su contacto con el todo – desde la cocina.

Génesis por lo general escucha la 97.5, llamada Turismo[1], donde pasan canciones sobre todo amorosas en inglés y español, con preferencia de los años 80. Por lo general ella la pone en las mañanas frías de neblinas vaporosas y vientos helados. El umbral musical de la 97.5 va desde lo melancólico romántico hasta la fiebre disco llena de amplificadores y pianos digitales.

A mí en cambio me gusta cambiar la perilla hacia la 103.5, conocida como Radio Activa[2]. Lo hago sobre todo a los mediodías, cuando sale el sol y entra por el patio principal, pegando en la pared blanca que se vuelve más blanca por los rayos lumínicos. En la 103.5 transmiten sobre todo las novedades del reggaetón más pop, con algunas intromisiones cortas de vallenato o música llanera.

Pasar de la 97.5 Fm a la 103.5 Fm es como pasar de la depresión ochentera al perreo perpetuo del dos mil. Es como pasar de Los diarios de Kafka a Los diarios de Anaïs Nin – si me permiten esta comparación sacrílega.

Aunque a veces el cambio es al revés – de la 103.5 a la 97.5.

Mi vida está llena de estos cambios de emisoras, que me mantienen saltando en distintas frecuencias. Voy de piso en piso, de cancha en cancha, de artefacto en artefacto, como en un ascensor o como cuando hundo el botón de la televisión para cambiar el canal.

El mundo está lleno de emisoras y pisos -a veces contradictorios y en pugna, a veces distantes e ignorados, o cercanos y entremezclados- por los que se transita la mayoría del tiempo sin tener mucha consciencia. En mi caso, lo noté muy explícitamente cuando me di cuenta lo frecuente que se habían vuelto para mí las letanías del rosario al mismo tiempo que las canciones de trap.

Era la poética del habla cotidiana que se introducía en mi entorno más inmediato y hacía mezclar lo antagónico. Los rezos y los liriqueos.

Ave Maria madre dios ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte – No me voy a morir pobre. Voy a hacer que nunca me falte y solo me sobre.

Y así con muchas otras cosas.

Como cumpleaños y funerales, etc.

Estoy sintiendo un cambio de frecuencia.

Saoko papi saoko.

El gran Rafael Cadenas en su ensayo titulado La quiebra del lenguaje señala sobre la radio que su principal mérito “parece ser el de volver estridente la vulgaridad”. Entiendo que Cadenas preconizaba una lingüística de lo indemne y advertía sobre la degradación de la lengua. Es normal este desprecio de la radio si pensamos que la poesía de Cadenas ha buscado deliberadamente la ausencia de ruido, la página llena de vacío metafísico y las exactitudes aterradoras de la mudez.

Por mi parte, me siento distante de estas opiniones, aunque puedo calibrar su verdad. Pero no puedo cambiar lo que soy, así hablemos de mi ser proteico, y me he visto lanzarme con regocijo a la estridencia de la vulgaridad.

¡Que placer disfrutar del ruido de las cornetas que me rompen los tímpanos! ¡Qué alegrías las inflexiones verbales de la calle y sus múltiples sentidos fácticos! El liriqueo cotidiano. La desafinación de las paraduras y las canciones cantadas en la ducha. Las hipnóticas repeticiones de los géneros poco estimados. El descenso. Los gemidos y los chillidos soeces que se filtran por debajo de la puerta. Las burlas imperativas y prosaicas de las canchas a cielo abierto. La mutilación verbal –

Relajao

Relajao: me fumo estos desechos de un dialecto roto…

Por otra parte, es verdad que muchas veces es preferible el silencio. Como cuando en la FM sintonizada se escucha, abruptamente, una voz oficial y todos sabemos que se ha entrado en una cadena nacional.

Es el momento de las voces infames.

Aquí no hay duda – es hora de apagar la radio.

03/ 03

Todas suenan igual, todas ponen lo mismo. No estoy en la hoyada y aquí todas las emisoras se escuchan con interferencia. No agarra la 97.5 y ni la 103.5. Por fin logro sintonizar una emisora: la 92.3. No hay música – unos bobos hablan ridiculeces. Creo que volvió el internet. Agarro mi celular y me lanzo a la cama. De golpe me siento harto, cansado, embrutecido, abotargado, entontado, entumecido, paralizado, postergado, encadenado de tanto estar en el mismo celular donde no hago más nada que deambular como un espanto. Voy de Twitter a Facebook, de Instagram a Google, de Tiktok a Gmail, en el movimiento de la mano, rítmico, repetido – hacia adelante y hacia atrás- deslizándome, deslizándome, con los ojos encandilados, soy el roce de los dedos que se deslizan, se deslizan, se deslizan por la pantalla. Siguiente. Siguiente. Siguiente. Siguiente. El trayecto digital se enrosca sobre sí mismo y no va hacia ninguna parte.

Escucho un rezo lejano que dice: Ruega por nosotros.

MC Ardilla: “Un velorio, un cumpleaños- a cada día sucede a diario”

Escrito en 2022, en Mérida, Venezuela.

[1] Antes de escribir este texto pensaba que esta emisora se llamaba La romántica, justamente porque ponían muchas canciones románticas. Pero una radioescucha merideña me sacó de este error.

[2] Antes pensaba que esta emisora se llamaba La rumberisima, porque ponían canciones para rumbear. De nuevo, la radioescucha merideña me corrigió.

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