Leonardo Mendoza Rivero (Caracas, 1987). Licenciado en Filosofía (UCV) y Magíster en Literatura Latinoamericana (USB). Ganador de la VII edición del Concurso de Cuentos Santiago Anzola Omaña. En par de ocasiones, fue distinguido con menciones honoríficas del Concurso de Cuentos para Jóvenes Autores Salvador Garmendia. Editor de la recopilación de cuentos Los novísimos (abediciones, 2024) y autor del libro de cuentos Amores rotos (Palídromus, 2024). Algunos de sus cuentos han sido publicados en antologías como El adiós de Telémaco. Una rapsodia llamada Venezuela (Confluencias, 2024) y la Primera Enciclopedia de Tlön (Páginas de Espuma, 2024). Actualmente, cursa la Maestría en Creación Literaria de la Universidad Central en Bogotá.
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Cartogramas de una mente en pedazos
A ti, viejo
Es increíble que a mis treinta no sepa cómo escribir una carta. Las conozco, sé que existen. Pero no recuerdo haber leído ninguna. Al menos, no en años. ¿Estará bien comenzar así?
Hoy papá estuviese cumpliendo ochenta. Todos o casi todos nuestros familiares han colgado fotos suyas en los estados de WhatsApp. Un gesto protocolario, acorde a los tiempos que corren. Yo no lo he hecho ni creo que lo haga. No me preguntes por qué.
No sé si al final te envíe esto. Si lo hago, sé que me preguntarás que por qué no lo escribí en WhatsApp. Que solo yo utilizo las notas del teléfono para escribir cartas. La verdad, no quiero una respuesta. No busco que un doble checkmark azul te obligue a esbozar una contestación. Por ahora, me conformo en pensar que escribo una correspondencia. Así podré contarte algunas cosas que no supiste de los últimos meses de papá.
La semana pasada registré tu cuarto. Debajo de la cama, encontré varias cajas de zapatos. Adentro, había muchas fotos con tus compañeras del Tarbes. Reconocí a Idoia, la de padres vascos, la que sigue dejando caer la pollina sobre su frente. Encontré también empaques de golosinas, colitas con hebras de cabellos todavía enredadas y entradas de cine.
También había cartas.
No te asustes. No las leí. La mayoría era de Manuel, tu primer novio. Mamá sí quería hurgar en ellas. Tampoco se lo permití. Hay privacidades que deben mantenerse.
Te vas a reír de mí: busqué ejemplos de cartas en Google. Todas eran tan artificiales, tan faltas de «terredad», pensando un poco en Montejo. Ni siquiera los esbozos sugeridos por la inteligencia artificial, aunque mejores, me parecieron convincentes. Quizás porque necesito hablar sobre algo que es insimulable.
Como ya sabes, mamá fue la primera en darse cuenta de que papá estaba perdiendo la cabeza. Según ella, sus hondos silencios fueron las últimas batallas que su conciencia libró antes de caer en la demencia. ¿Y qué es la demencia?, me pregunto ahora. Un espacio de densa incertidumbre, quizás.
No creas que esto es una biografía de sus últimos días. Es apenas un conjunto de opacidades que tratan de comprender cómo mamá y yo nos enfrentamos a una identidad fragmentada que nos obligó a vivir en constante estado de alerta.
La desmemoria de papá fue como una vorágine. Una alteración en nuestros patrones de comportamiento. Un vórtice en el que nos convertimos en intérpretes de sus pensamientos.
Cada vez que él decía algo, cualquier cosa, solíamos intercambiar miradas para evaluar el grado de veracidad de sus palabras. En esa práctica, por un tiempo, reposaron nuestras esperanzas de que tal vez podía mejorar. Y más cuando hacía uso de la memoria sostenida. Pero esa euforia se desvanecía rápidamente cuando, de repente, preguntaba si ya habíamos almorzado. Sí, Gonzalo, le decía mamá, ¿no recuerdas?, el pollo empanizado, las papas fritas, tu refresco. Verdad que sí, contestaba, antes de caer en un silencio que antecedía a la misma pregunta.
Leí tantas cosas en Internet sobre la demencia. Personas que se vuelven violentas, aficionadas al nudismo o simplemente se borran. Por fortuna, ninguno de esos escenarios correspondió con el de papá. Más bien, mantuvo la necesidad de querer saberlo todo, la compulsión de preguntar por todo lo que pasaba.
El comienzo de su degeneración, insisto, lo hizo una persona taciturna. Ya después, con el agua hasta el cuello, recuperó el habla. Así dejamos de sentir ese descolocamiento cuando mezclaba realidades e inventaba memorias. Imagínate, una vez dijo que contrató a la Billo’s para tus quince años. Ay, Gonzalo, tú sí inventas vainas, le dijo mamá con voz pastosa, y él ah pues, Billo Frómeta, además de gran amigo, fue mi cliente. ¿No te acuerdas?
En ese sentido, tuvimos suerte. Sus lagunas eran medianamente superficiales. La idea general de su vida estaba allí, de alguna forma protegida por la incapacidad de registrar nuevos recuerdos. Era como si lo contaminado por el olvido afectara solo el presente. De igual forma, el miedo a que un día despertara y no nos reconociera estuvo vigente hasta el último de sus días.
El olvido, a pesar de ser un descolorido exilio, no logró diluir la afición de papá por la música. Era sorprendente escucharlo cantar con tanta precisión, luego de no recordar cuántas tazas de café había tomado ese día, mariposas amarillas Mauricio Babilonia mariposas amarillas que vuelan liberadas o también prométeme que si la ves no pondrás en su piel lo que yo puse delirios mmm delirios.
Papá conservó ciertas rutinas. Pasaba las tardes en la sala, escuchando la radio, mientras observaba por la ventana una de las fachadas de los caseríos en San Juan. Así comenzó a inventar historias. Decía, con orgullo de espía, que un muchacho de la zona, ese que descarga las bombonas de gas, ¿lo ves?, ese le está poniendo los cuernos a la esposa. Algunas veces hilaba esos relatos con pendientes del recuerdo. Imágenes a la deriva de su infancia en los Flores de Catia, aromas de cigarrillos que fumaba el abuelo que no conocimos y anécdotas de un botiquín cerca de la Panamericana del que yo no sabía nada.
La senectud, ¿por qué no?, quizás sea una forma de reinvención.
De género literario.
Que yo haya estudiado Letras se lo debo a papá. Si mamá me enseñó a leer, fue él quien me presentó la literatura. Aún hoy, me parece increíble que la misma persona que preguntaba si ya había hablado contigo minutos después de colgar una videollamada, fuese la misma que, por las noches, leyera a Massiani con tanto fervor. ¿Te acuerdas que le regalé Piedra de mar, en el último cumpleaños que celebramos juntos, dos semanas antes de que te fueras? Cada tanto releía la novela. O leía, en dado caso. Y se carcajeaba. La historia es muy bonita pero ese Corcho sí es marico, decía, lo que tenía que hacer era decirle a la carajita esa, ¿cómo es que se llama? ¿Carolina?, lo que tenía que hacer era decirle que le gustaba y perro a cagar.
Alguna vez sentí algo similar a la envidia. Debe ser maravilloso leer un libro tan bueno, olvidarlo y poder volver a él como si fuese la primera vez.
Papá nunca perdió su conocimiento de las leyes. A veces, escuchando Radio Rumbos, se molestaba con los locutores que narraban noticias. Para él, todo lo que comentaban eran ejemplos de faltas a la Ley. De hecho, una tarde lo descubrimos hablando con Mayerling, la hija de la señora Eugenia, la del piso dos. Como ella estudiaba derecho en la Católica, aprovechó para ponerla al corriente de su tesis de doctorado en la Central. Le explicó que en octubre de 1999 la Corte Suprema ya estaba podrida al declarar que la constituyente podía actuar de forma supraconstitucional. Fue así que pudieron usurpar las funciones del congreso y meternos el dedo en el culo, le dijo. La muchacha estaba sorprendida. Nunca supe si ella era consciente de que, en ese punto, la mayor parte de las conversaciones de papá carecían de ilación. ¿Será posible que la memoria sea como una imprenta? Mientras más repetimos algo, ¿más complicado será que esa información se borre? Si es así, ¿por qué papá dejó de reconocer a su hermana menor, a la tía Marycruz?
Probablemente, el tejido de los recuerdos sea algo bastante frágil. O quizás todos vivamos en una especie de demencia. No por nada olvidamos lo que no nos interesa. ¿No me dijiste una vez que estaba loco al confesarte que mi recuerdo más bonito de infancia es el de los domingos en la mañana cuando te arropabas con la cobija felpuda y yo jugaba con mi mach 5 sobre los pliegues que se formaban al acostarte? Quizás el desconcierto que produce la desmemoria ajena es que borra lo que nosotros consideramos importante.
A medida que la enfermedad de papá avanzaba, él no podía ver que teníamos planes de salir. Preguntaba con insistencia que a dónde íbamos. Era un temor, comprendí un día, de que si nos dejaba de ver por mucho tiempo ya después no nos iba a reconocer.
Si papá se convirtió en una persona más dócil, mamá se transformó en una rígida pared. De un momento a otro, todos sus esfuerzos se concentraron en prevenir lo que ella llamaba impresiones. ¿Te acuerdas que a ella le gustaba cambiar la posición de los muebles de la sala? A mí me fascinaba. Me hacía sentir, por unos días, que vivía en un lugar nuevo. Sin embargo, dejó de hacerlo ya que el doctor le dijo que tratáramos de mantener sus cosas en un mismo lugar. Así se evitan los episodios, dijo. Lo curioso es que, desde que murió papá, nada se ha movido.
¿Será que nos aferramos a esas rutinas para no olvidarlo nosotros?
Hablando de doctores, nunca te contamos que en una de sus últimas citas nos explicaron que, por la condición de papá, el deterioro cognitivo —en algún momento— iba a afectar sus funciones motoras. Curioso es que él pareció entenderlo todo. Sin temor a equivocarme, esas palabras quedaron selladas en los restos de su consciencia, sin caer en la densa bruma de sus espacios en blanco.
Después de esa mañana, si alguien llamaba por teléfono, y él contestaba, decía que todos estábamos bien, excepto él, que tenía la cabeza jodida. Lo curioso es que no pasó una o dos veces, sino que se convirtió en una constante, en el hilo de sus últimos momentos de clarividencia.
Era como si hubiera hecho autoconsciencia de lo que le pasaba.
En medio de esa lucidez, quiso ocultarte lo que dijo el doctor. Mamá y yo decidimos respetarlo. Sobre todo, porque empezó a pedir que no te preocupáramos.
Semanas antes de morir, él sabía que no estaba bien. Sus pensamientos ya seguían ritmos anómalos, hasta que una tarde recordó cuando se cayó en la ducha y se fracturó el fémur. Dijo coño, chico, ese día yo me di rolo de coñazo en la cabeza. No sé si fue allí que se me empezó a escoñetar. Yo no le hice caso, sino hasta después de muerto, una tarde en la que, buscando un fondo negro de mi título, encontré el resultado de su primera tomografía. Hidrocefalia, como sabemos. Busqué en Google y una de sus posibles causas, según leí, son los traumatismos en la cabeza. Nosotros no le prestamos mayor atención a ese golpe porque él estaba consciente. Nos preocupó su pierna rota y la posibilidad de que quedara postrado en una silla de ruedas.
¿Habremos sido un poco culpables, por omisión?
Hace poco leí un cuento de Juan Carlos Méndez Guédez. Subrayé este fragmento: «El recuerdo es un espacio que vive de sus detalles». Me causó gracia, porque yo tengo más de diez años leyendo sus libros y no me había dado cuenta de esa verdad.
Disculpa. Sé que estos asuntos te van aburrir. Solo me parece increíble que fue gracias a papá que entendí la paradoja como recurso literario. Una vez, en pleno encerrón por el Covid, pedí un delivery de pizzas. Después de comer, papá dijo yo sí me acuerdo, chico, que la última vez que viajamos a Estados Unidos entramos a un restaurante y pedí una pizza extrafamiliar. Nosotros éramos cinco, contando a tu mamá, tu hermana y tus abuelas. El mesonero preguntó si estaba seguro. Yo dije que sí, por ese precio la pizza no puede ser muy grande. Cuando menos me doy cuenta, otro mesonero mueve una de las mesas que estaban vacías y la pega a la nuestra. Enseguida, el chamo que nos atendió sale de la cocina con otro carajo. Ambos cargaban una bandeja del tamaño de una puerta. Tenías que verlo. Guindada a su muñeca, brillaba una bolsa grande con tres cajas cuadradas de cartón para que nos lleváramos lo que iba a sobrar.
La pandemia. Ese es un tema que excede esta carta. Lo que vivimos aquí fue prácticamente un arresto domiciliario. Y si quieres que sea sincero, yo pensé que papá iba a morir de esa enfermedad. Y más porque, como sabes, mamá y yo nos contagiamos. Fueron días de angustia, de mucha ansiedad, de hiatos y puntos de sutura. Para mi sorpresa, él se mantuvo duro. Firme como un roble.
Si algo agradezco es que, por su condición, papá no se hundió en una depresión todavía más profunda durante esos meses de encierro. Aquí sonaba el teléfono entre dos o tres veces por semana para avisarnos que alguien había muerto. La entereza de mamá, ante esa situación, fue admirable. Ella decidió filtrar la información. Estableció, además, un sistema de cercanías. Si el fallecido no había sido mencionado en los últimos años, lo mejor era obviarlo. Así pasaron por debajo de la mesa primos que seguramente tenía años sin ver; conocidos de los tribunales cuyos nombres poco o nada decían; mujeres que ni siquiera mamá sabía de su existencia.
Una semana antes de morir, papá cayó de la cama. Mamá, con el rostro pétreo, me despertó en la madrugada para pedirme que la ayudara a levantarlo. Cuando entré al cuarto, lo vi sentado en el piso, con las piernas estiradas, carcajeándose. Sus ojos estaban inyectados de un color rojizo. Sus gestos eran íngrimos, despreocupados. Mamá y yo lo cargamos. Todavía riéndose, dijo viste, Julián, para lo que quedaste.
Él jamás perdió su sentido del humor.
A veces pienso en qué hubiese hecho mamá sin mí. ¿Llamar a un vecino, al amanecer?
Papá sufrió tres infartos. Yo no presencié los dos primeros. Siempre estuve lejos y gracias a ti él sobrevivió. Él decía que lo ayudaste a luchar, a que sudara el síncope. Con este último siento que él se entregó. Tal vez estaba cansado de sus pies tensos por las noches, de depender tanto de mamá.
No lo sé. Pienso que tampoco fui suficiente para salvarlo.
Camino al hospital, vi a través del espejo retrovisor que él no quería seguir siendo esa minusvalía. Estaba feliz, quizás, porque ya no iba a escuchar esa maldita voz que le hacía pensar que era un estorbo.
Si algo agradezco es que la desmemoria del cuerpo que vaticinó el doctor jamás ocurrió. Sé que suena egoísta, pero ver a papá privado de movimientos era una realidad que mamá y yo no queríamos enfrentar.
¿A ti también te da miedo olvidar su voz, hermana?
Porque los días pasan y uno se acostumbra a las ausencias, al silencio.
Porque tengo miedo de que él se convierta en una vaguedad.
Por esa razón comencé a escribir esta carta.
No quiero seguir desmoronándome. El apartamento, como te he dicho por mensajes, es ahora un espacio habitado por una quietud en el que a veces solo se escucha el balido de la nevera.
¿Y mamá? Cada tarde enciende la radio y espera alguna de las canciones que cantaba papá. A veces pasan horas o no la ponen. Yo le digo que, si quiere, las busco en Spotify. Ella se niega. Prefiere esperar la casualidad, la coincidencia que una vez la unió a papá en el patio de la escuela donde se conocieron en Catia.
