Andreina Coelho (Caracas, 2000). Tiene 24 años y es Licenciada en Letras. Participante del primer Diplomado de Literatura Latinoamericana escrita por mujeres impartido por el CALLEM. Publicada en Hacedoras Vol. II de la editorial Lector Cómplice, la revista Pasillos y Alborismos. En los últimos años, ha explorado el collage como @circeenluna. En collage, se la puede encontrar en la revista Alkymia Zine con su collage Dentro se tejen telarañas.
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Hundimiento con sabor a Egeo
Las grietas del techo me habían tenido entretenida los primeros días. Me ponía a contarlas: uno en el centro y de ella derivaban dos y tres, esta última tenía un bebé (una grieta tan minúscula que me tomó dos días verla) que sería cuatro. La esquina izquierda tenía a siete, ocho, nueve y diez (y lamento el salto numérico, pero como mi esquina favorita tiene mención primaria) que forman la silueta de una nube desgastada y esponjosa (de allí mi fijación por esta esquina). Luego, la esquina derecha que contiene a cinco y seis, muy alejadas, casi como si estuviesen peleadas y se dieran la espalda orgullosamente la una a la otra. Los días pasaban y yo les hablaba, les contaba historias fantásticas, les encontraba nuevas formas (excepto a siete, ocho, nueve y diez), a veces les dejaba de hablar para que se pusieran tristes y ver cambiar el color del techo de un blanco hueso a un perla o, en los peores días, a un marfil añejado. Cuando estábamos peleadas, las grietas y yo, me ponía a contar las manchas o desconchados solo para ponerlas celosas, sabía que lo había logrado por su tono amarillento. Me entretenía pensando en las tuberías, cables y vigas detrás de los desconchados. Durante los días más imaginativos creaba una historia donde los cables se pelaban por el mordisqueo de algún animal rastrero y las tuberías oxidadas dejaban un hueco para la fuga, la conjunción de estas traía una explosión y por fin: la oscuridad. Luego, el goteo reinaba en el silencio y día tras día crecía el nivel del agua hasta que, de sorpresa, quedaba hundida.
Por otro lado, para las manchas casi nunca me quedaba imaginación. Lo más fácil era buscarles formas de estrellas y constelaciones. Aunque jamás las había visto en el cielo, para mí eran solo manchas, clavos oxidados que sostienen el firmamento de manera penosa, jamás se podían mover; excepto por aquellos clavos brillantes, llenos de la escarcha de la rebeldía, aquellos que viajaban tan veloces como la felicidad y se apagaban con la misma rapidez. Pero yo soy buena imaginando, entrando en la cueva dentro de mí y pintando con mis propios colores sus paredes. Así que, me costó, pero pude crear constelaciones con esas manchas. La primera que encontré, un día que me había vuelto a pelear con las grietas, estaba cerca de cuatro, la grieta bebé. Fue al despertar, la luz de la tarde me permitió claramente verle la forma. Era la Osa Mayor o la cacerola ancestral, la vi humeante, llena a desbordar de un líquido burbujeante y del color de la niebla. Recuerdo desear que cayera sobre mí, que la niebla líquida me permitiera hacer simbiosis con ella y poder ser tan ligera, tan hermosamente espesa y contradictoriamente airosa. De esa manera, podría evitar el hundimiento. Elevarme, ascender, subir, volar; auparme al cielo, traspasando paredes, vigas, cables y animales muertos. Pero pronto me aburrí de ese cazo sin fondo, aquel que no se atrevía a derramar sobre mí su líquido. Eso me llevó a Escorpio, aquella constelación moderna y animalesca. Me encontraba enojada por esos días, así que Escorpio fue balsámico, la imaginaba caminando hasta la lámpara y uniendo su aguijón a la blandura de los cables que sostienen la única fuente de luz artificial del cuarto. Soñaba con otra explosión y que la grandeza de la constelación chocara con mi pecho en su caída chispeante y me obligara a seguir hundiéndome, más rápido, en las mareas añiles de la cama.
Después, cuando abrir los ojos me era tarea ardua y el apetito todavía llegaba, apenas como la efímera brisa que agita a los nenúfares, aquella que los mueve lenta, lentísimamente por el estanque que Monet tiene; jugaba a las adivinanzas con mi nariz. Consistía en que ella tenía que adivinar, sola, sin la ayuda de sus amigos sensibles, que era lo que quiensea estaba cocinando en las habitaciones aledañas. Mi nariz era buena detectando los colores de las comidas, pero poco a poco iba a olvidando los nombres de los ingredientes; los días en los que mi humor era estable se lo dejaba pasar y aceptaba los nombres que les inventaba. La recompensa era comer. Quiensea no aceptó la idea, la detestó, como detestaba que estuviera postrada en mi propio mar, en las frías aguas arrugadas que yo me había comprado años atrás. No importaba, ya yo no escuchaba a quiensea.
La primera vez que se lo propuse, mi nariz decidió ganar, solo para evidenciar que sí podía jugar a esto por un rato. Sucedió, supe después por la comida, durante algún momento de la mañana. El olor era gris, un tono enmohecido y cobrizo. Casi de inmediato adivinó dos de los ingredientes: avena y canela. Luego, esperó un rato más, y se le unió el color de las paredes de las casas abandonadas, entre amarillo tan claro y transparente como el sol y marrón, como cáscara. Su olor era dulzón, casi podrido. Cambur. Esa mañana, mi recompensa fue un tazón de avena con canela y cambur. Solo fue una cucharada, pero eso fue suficiente, ya no me importaban las recompensas. Después, en alguno de los días lejanos al primer premio, acerté de nuevo. Esa vez el olor fue más prominente que el color, era dulce, un olor cremoso y blanquecino, como nieve comestible. Detrás de la avalancha blanca, el aire se llenó de caobas líquidos, fuertes, intensos. En el fondo, escondiéndose tímidamente, había un sabor amargo, quería mezclarse entre la esponjosidad de las capas y la cremosidad de los aromas. No lo logró. El olor del fuego, caliente, denso, sin oxígeno, que trataba de ocultarlo, fue quien lo delató. Así que, cuando a la mesa de noche llegó un pastel de cumpleaños, un hermoso pedazo de torta de vainilla con capas de chocolate amargo y crema chantilly con chocolate blanco, olvidé que me había prometido una recompensa.
Ese día dejé de jugar con mi nariz, ya mi apetito no volvió. La torta se volvió dulzona a mi lado hasta que se pudrió y el aroma entró en mi cabeza.
Tampoco volví hablar o a saborear. Mis palabras iban hacia adentro y se atoraban entre la laringe, faringe y nariz. Querían salir en mucosa; querían salir en llanto. Ya no me sabía bien respirar, me sabía agrio el aire. La torta podrida pasó a estar sobre mi lengua, envuelta en ocres y cafés oscuros. Quiensea no tenía fuerzas ya, no intentaba abrir mi boca y sacar a cucharadas o meter a cucharadas; no valía la pena: había perdido el gusto. La mayor parte del tiempo era como tener algodón en las papilas gustativas, era una sensación suave que velaba el paso a toda forma saboreable posible. Dulce, no. Agrio, no. Salado, no. Amargo, no. Umami, no. Extrañaba, en momentos, el sabor umami porque él podía estar en todos lados. Era un sabor, sí, pero tenía la hipótesis de que era, realmente, la esencia de todo. Sutil y prolongado, realza todo y por sí solo deja impresiones difíciles de captar. Extrañaba su complejidad, como extrañaba la complejidad de formar oraciones, frases, núcleos sintácticos, juegos morfológicos; delicias lingüísticas. Pero mientras más me centraba en el oleaje de las sábanas, más me olvidaba de que tenía lengua. Ella pasó de centro de mi existencia, de receptor de colores y procreador de formas a nada. Nada. Un barco hundido en los mares insípidos de la boca. Un barco entre huecosos acantilados que lo rodeaban, enjaulaban, encerraban.
Quiensea, los primeros días, cuando el barco aún estaba a flote, y tenía paciencia, trataba de hacerme recordar sabores que me hicieron feliz. Pera para los días calurosos en la casa de la abuela, junto con la canela y los sabores dulces y cremosos de la leche para las tardes juveniles; aquellas en la que sabía que, al regresar de las largas charlas sobre el fututo, aún tendría al presente, mis libros, la comida de mi madre y los bailes de mi hermana. Jugos de mora para los azules de agosto en mares lejanos. Pie de limón para mis cuentos favoritos, aquellos que leía cuando aún no entendía el peso, los grilletes que me ponía alrededor del tobillo. Hilos de harina para las noches en vela frente a la computadora, llena de ideas, de vida, de amor, de dolor y de necesidad de espanto. Lo único que me sabía bien por aquellos días eran los vinos traídos de Grecia, me sabían a guerra y mares de lágrimas. Me hacían volver al Mar Egeo, donde me convencí de morir. El escandaloso color de las olas te hace desvariar, era el azul bendito, el azul de vírgenes y reinas, el azul más caro: ultramarino. Aunque si lo miras fijamente, si no le temes a su eternidad, si enfrentas ese abismo relleno, puedes ver el verde, el morado y el negro. Puedes ver la necesidad de hundimiento.
Luego, el vino se volvió espeso, poco a poco, hasta ser tan sólido como la sangre que circula por mí. Jamás pude volver a pasar nada por mi garganta. El barco se hundió. Los tesoros que allí había naufragaron y volvieron a las orillas cercanas de dónde venían. Yo, una yo que no era yo para otros, la yo interior, la que vivía tranquilamente dentro de mí; los recogió y abrazó. Ella, yo, nos quedamos con los tesoros divinos, divinos porque jamás saldrían por mi boca.
Yo, entonces, era pura vibración, mi cuerpo sentía y yo escuchaba. Estaba reducida a ondas que chocaban con mi materialidad; y la materia que también me rodeaba. Escuchaba atentamente los pasos, el agua corriendo en el baño, las respiraciones de la casa, las ventanas saludando, las puertas tropezando. Todo conformaba la sinfonía de la mañana, del despertar. Las tardes eran de música y murmullos, notas altas y voces bajas. La noche solo vibraba con mi respiración, las ratas en las paredes, aquellas que se comían los cables para la gran explosión. A veces, en las tardes, cuando la música era muy alta y escuchaba perfectamente las letras melódicas, jugaba. Siempre he podido, y no sé si sea solo cosa mía, deformar las ondas lingüísticas. Desde que tengo uso de razón, me sentaba en los sucios y calurosos vagones del tren y me entretenía con las conversaciones del alrededor, fue una vez que casi dormida, me di cuenta de que estaba escuchando a dos asiáticos hablar en su idioma (¿mandarín, tailandés, coreano, taiwanés?) y no las vibraciones sintácticas que normalmente escuchaba, es decir, fui consciente que para mí era posible crear cualquier idioma de los ruidos que deformaba en el vagón. Era grandioso, podría hacer que una señora discutiendo el precio del pan hablara francés, un francés inventado, un francés que solo yo podía escuchar. Era, así pues, que en esas tardes jugaba. La música volvía a decir lo que yo quería escuchar. No importa si la chica de la voz decía: «Ayyy, papachongo, dame un beso, de cerezo»; yo podía hacer que dijera: «Qué hayyy de oloroso en el queso, si está suelto». Eso cuando estaba muy cansada para hacerlo cambiar de formas y viajar a otras latitudes.
Poco después, dejé de vibrar y las ondas me pasaban, no era ni aire en su camino.
Por ese entonces, ahora, para siempre, me quedaba el tacto. La cama era mi aliado y las sábanas, traídas de Kasos, mi consuelo. Mientras mis ojos, mi nariz, mi lengua y mi oído permanecían en un perpetuo descanso, mi piel estaba al borde. Sentía todo al extremo, se me metía por debajo de mi piel y allanaba mis órganos. Cualquier brisa, corriente, vibración, palabra, acción, olor y color; todo era un peso para mí. Así que, me empecé a hundir.
Primero no lograba detectar que estaba pasando, solo sabía que me movía verticalmente hacia abajo. Abajo, abajo, abajo. Me trataba de aferrar a mi consuelo, ese profundo y refrescante. Abajo, abajo, abajo. Entonces, estas comenzaron a deslizarse por mis dedos, se volvieron líquidas y caí a un mar de sábanas azules como el mismísimo Egeo. El aire se hizo tan pesado bajo ese océano que yo misma me estaba volviendo parte de esos tonos de azules tan inmensos, tan eternos como el comienzo de los tiempos, tan peligrosamente bellos, tan tristes. Abajo, abajo, abajo. No estaba desesperada como pensé que estaría, por el contrario, me sentía en calma, llena de paz, así que abrí la boca (para decirle a quiensea que estaba bien, por fin) y dejé que mi cuerpo se llenara del sabor del Egeo. No me sorprendió que su sabor fuera el de la inmensidad y profundidad. Por lo que, me torné en agua, en infinitud y fluidez, en eternidad. Mi cuerpo se volvió en miles de millones de partículas azules, azules, azules. Hasta que dejé de hundirme, ya no podría flotar, ya era parte.
