Bárbara Acuña Loyer (Punta Arenas, 1992). Profesora de Lengua y Literatura y escritora chilena. Egresada del Máster en Escritura Creativa de la Universidad de Sevilla. Se ha desempeñado como docente en diversos establecimientos educacionales de su país y como editora de revistas escolares. Es una de las autoras de la antología Cuentos de mujeres para mujeres: Relatos de mujeres en distintos rincones en Nuestra América (Editorial Mestiza, 2020). Junto a tres escritoras, organizó el 1º Congreso Internacional Mujeres y escritura: voces de autoras hispanohablantes (2024) con el respaldo del Grupo de Investigación Escritoras y Escrituras del Departamento de Literatura Española e Hispanoamericana de la Universidad de Sevilla. Actualmente trabaja en su primera novela.
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La mirada del tigre
A la niña de los colores
Érika odia el zoológico. Piensa que no hay realidad más cruel que encerrar a animales nacidos para ser libres. Tampoco se siente cómoda en la jaula en que su cuerpo adolescente se ha convertido: un espacio decorado a veces por la luz y otras, las más frecuentes, por la sombra.
La semana anterior, la profesora de Biología llegó a la sala de clases con un entusiasmo insospechado. Cruzó rauda el umbral de la puerta, dejó su cartera sobre el respaldo de la silla y, dando un golpe sobre la mesa con ambas manos, informó: «¡Resultó, niñas!». Ante las miradas desconcertadas de quienes tomaban asiento en sus puestos, aclaró: «Nos vamos al zoológico la próxima semana». Con los brazos abiertos recibió los aplausos de todas las estudiantes y también la reacción de Érika mientras aseguraba con candado su casillero. «¿Es obligación ir, profe?», silenció los aullidos de sus compañeras. «Es una actividad extraescolar», respondió la docente caminando hacia la pizarra. Su respuesta sonó clara, pero guardaba un mensaje muchas veces insinuada por los adultos: “No es obligación, pero…”.
Esa misma tarde negoció y negoció con Claudia, su madre. Esbozó todos los argumentos que la hacían detestar la idea de ver animales reprimidos bajo el yugo del ser humano. Si bien encontró apoyo en su hermana mayor, este no fue suficiente para lograr su objetivo. «Vas a ir y punto. Fin de la conversación», sentenció Claudia. Y así sería.
Faltan quince minutos para que sean las nueve de la mañana. Quince minutos para salir de la casa y dirigirse al zoológico. Érika llena la taza de leche con cereales de chocolate. Los revuelve para que el blanco se tiña de café y de azúcar, pero se da cuenta que ambos colores no se fundirán del todo: sobre la base marrón persisten estelas blancas. Piensa que lo mismo ha sucedido los últimos meses con su piel a la altura de los muslos y las rodillas. Marcas y más marcas.
Los tacones de su madre, socavando la cerámica de la cocina, interrumpen un pensamiento que se repite más de una vez al día.
—Anoche me quedé pensando. —Claudia hace una pausa para echar café al termo—. ¿Desde cuándo te desagradan los zoológicos?
Profundiza en la pregunta recordando que a los siete años Érika le rogó a su padre y a ella celebrarlo en Buinzoo. Baja el volumen de la televisión antigua ubicada sobre el refrigerador, censurando la voz aguda de una mujer que recomendaba la nueva versión de Depilady: «Ahora, con agujas más…».
—Mamá, he leído revistas —responde Érika con una pelota de chocolate compacta y jugosa entre los dientes y el paladar—. Las que compra el abuelo.
—Ya —dice su mamá esperando el remate del chiste—. ¿Y?
Érika se cuestiona si de verdad Claudia no es capaz de leer lo que conoce su mente.
—Los zoológicos son un mercado animal —elabora el mismo silencio que su padre cuando ejercitaban las tablas de multiplicar—. ¡Los explotan, mamá!
Con la incredulidad como tercer interlocutor en la conversación, Claudia remata:
—Imposible, hija. —Su voz se acentúa—. Si fuera por eso…
La frase incompleta habla por sí sola. Érika no se molesta en seguir explicándole, porque al pronunciar la última vocal se da cuenta que tiene el oído derecho tapado, así que concluye diciendo que tiene quince años, que las cosas han cambiado. Se oye; eso sí puede hacerlo bien, y al mismo tiempo siente que efectivamente está creciendo.
—¿Y Clara? —pregunta tragando el último sorbo de leche.
—Tu hermana tiene para una hora más por lo menos. —Toma las llaves del auto—. Te espero afuera. No esperes a que te toque la bocina.
Clara es estudiante de segundo año de veterinaria. Es la responsable de que Érika esté obsesionada con los productos cruelty free y pase gran parte del día viendo gatos en las redes sociales. También es su confidente. Cada vez que Érika nota los estragos que está dejando la adolescencia en su cuerpo, su piel, sus piernas y su cara, va a la habitación de su hermana y llora con ella para sacar la frustración que le aprieta la garganta y le toma la cabeza. Es que «no es fácil ser una púber», como le dice su padre, y tener que lidiar con sus amigas que comienzan a ir al dermatólogo para que las huellas de esta terrible época pasen lo más desapercibidas posible. Claudia se lo ha ofrecido, pero su orgullo juvenil prefiere negarse antes que aceptar que el paso de la vida es un problema.
Durante el trayecto en auto hacia el zoológico, Érika juega con su mandíbula para que salga el agua que tiene en el oído, pero, como es en vano, pregunta a Claudia si firmó la autorización para irse a la casa de su padre luego de la visita. «No. Cuando lleguemos le digo a tu profe». Sus padres están separados hace tres años, sin embargo, han dilatado el divorcio. Este detalle la hace temer que vuelvan, que regresen, como si aquellos treinta y seis meses nunca hubieran existido. Su intuición tendrá fundamento un año más tarde.
Al llegar a la entrada principal del parque, observa que todas sus amigas llevan puesto el uniforme regular del colegio: blusa blanca, corbatín, jumper, calcetas azules y zapatos del mismo color. Ella lo mismo. Otra cosa que odia: el jumper. ¡Qué fastidio era esa prenda pequeña de vestir! La inutilidad hecha confección, al igual que las corbatas. ¿Cuál es el afán de mostrar las piernas en pleno desarrollo y que solo los viejos verdes miran con entusiasmo? Al bajarse del auto procura que la falda esté en su lugar, ni un centímetro más arriba que la rodilla y camina hacia el grupo, despidiéndose de su madre con un beso al viento.
Saluda a cada una de sus amigas con un abrazo correcto y se integra al círculo que se arma entre ellas. Se percata que han estado conversando, como ya es costumbre, sobre el tema que se ha tomado el primer semestre: ¿Cuál es el peso adecuado? ¿Cuál es el mejor desodorante o maquillaje para cubrir imperfecciones? Mueve las piernas en señal del frío que entra desde abajo y se toma la dictadura de la ropa interior apretada. Piensa que en el 2024 no debiesen existir estos lugares y que los animales deben sentirse tan ahogados como ella se sintió durante la pandemia. Pero, no se atreve a comentarlo. Nada que no esté relacionado con la piel, las espinillas y las estrías, famosas estrías, vale la pena mencionarlo. Sus manos transpiran en su refugio de polar, se da cuenta de que es hora de relajarse y poner atención a la conversación del grupo, sin embargo, la presión del oído insiste.
—¿Y tú, Érika? —pregunta Camila masticando un chicle de menta—. ¿Cómo llevas lo de las estrías? ¿Ya te salió otra?
En cuestión de segundos, Érika se da cuenta que no fue buena idea salir de sus pensamientos. Lo inevitable sucede.
—¿Por qué hablamos de esto? —responde—. ¿No se aburren hablando todo el rato de lo mismo? —replica mirándolas a todas y sacando sus manos de los bolsillos para que puedan respirar y secarse al contacto con el aire.
Las tres amigas la miran. La conversación continúa.
—A mí menos mal que no me han salido, son horribles —acota Natalia viendo la hora en el celular.
—Bueno, mi mamá dice que en este periodo es normal. —Vero la imita llevándose un cigarro imaginario a los labios.
Érika se ríe por fin y los músculos de sus hombros se estiran desde el cuello.
—¡Chicas, entramos en cinco! Tengan a mano su identificación, por favor —grita la profesora sacándolas del tema.
Todas se conocen desde primero básico, cuando jugar era el pasatiempo favorito y hablar significaba emular las voces de las muñecas. Ahora, hablar significa sufrir por los cuerpos, aceptar que influencers digan cómo tienen que verse y vestirse. “¿Cuerpo de verano?”, “La faja milagrosa”, “¡Necesitas esto! Aumenta tu confianza”, “Estos son los hongos naturales para la pérdida de peso”. Érika habla siempre de esto con su hermana, no tiene vergüenza a desahogarse y decir lo que realmente piensa, pero con Vero, Camila y Natalia, no está segura. En fin, ¿ocho años han pasado juntas? ¿Por cuánto tiempo más estos serán los temas que las unan? ¿Es que ya no tienen cosas en común? ¿Qué responderían ellas si confesara que odia el zoológico, que odia hablar del cuerpo que tiene, que es un suplicio salir de la ducha y ver que el espejo le devuelve una imagen que no desea mirar?
—¡Chicas ya estamos listas! Comiencen a entrar, por favor —la profesora vuelve a gritar, sacando a Érika de ese eco demasiado familiar.
Una vez dentro, los monitores separan al curso en grupos de cinco personas para iniciar el recorrido. Érika y su grupo inician la visita por los animales terrestres, mamíferos y carnívoros. Percibe que el trayecto es circular, entonces observa a los animales con desgana. Se abstrae y deja de escuchar todo lo que el guía explica sobre cada uno de ellos y los cuidados que reciben. Cree que todo aquello que pueda decir el monitor es parte de un discurso aprendido para justificar su trabajo, como cuando ve los reportajes sobre fauna salvaje y el presentador finge el gusto por un cocodrilo que está a punto de tragárselo.
Érika sale de sus propios pensamientos y detiene el paso. Un pinchazo le flagela el oído y la desconecta. Mira hacia atrás y solo ve a su grupo embobado con las suricatas: intentan acercase a ellas para alimentarlas, pero el esfuerzo es inútil. Al volver la mirada hacia el frente, ve al tigre salir de su cueva artificial. Lo mira y su corazón se hincha, se calienta y parece detenerse. Los pelos de sus brazos y del cuello se erizan. Viene la agitación y el cuero cabelludo se enfría. Érika decide hacer lo que nunca hay que hacer. Se acerca al vidrio que los separa, en línea recta y muy lento, no se cuestiona por qué. Al llegar al que pareciera el límite, cae en cuclillas para estar a su altura. Intenta tocar el pelaje del animal, pero su propio reflejo lo impide. Ella se conforma con la compenetración entre su mirada y la del felino. Intenta olerlo y se da cuenta que en sus ojos viven dos esmeraldas delineadas de negro, llenas de una verdad no revelada. El encuentro se intensifica.
Érika siente una invasión que entra desde su pecho, pero no se intimida. Algo la interrumpe.
—¿Alguien sabe por qué los tigres tienen rayas en su pelaje? —pregunta el guía caminando con el grupo hacia ella.
Nadie responde.
—Bueno chicas, tienen como propósito el camuflaje. De esta forma, es más seguro y fácil para el tigre salir de caza —les dijo el hombre—. Así es como se protegen de otros animales.
Érika se pone de pie. Sus manos dejan una huella de sudor en la alfombra del lugar y retira con su lengua la saliva que ha brotado por las comisuras de su boca. Decide buscar los baños y al darse la vuelta siente el agua en su oído otra vez. Continúa pensando en el tigre, no puede ser indiferente a la mirada del animal y al encuentro que han tenido. Sí, porque ya eran uno solo. Mientras camina, y, pese a la confusión, percibe que algo familiar vio en ese tigre. Entonces, recuerda las palabras del subestimado monitor. ¿Cómo algo tan visible como las rayas puede servir para esconderse o pasar desapercibido?
El estómago de Érika se retuerce, acelera y corre a los baños. Cada uno de ellos tiene un espejo y eso le parece muy raro. Abre la primera puerta, se sube el jumper, logra sentarse y expulsa un fuerte chorro de orina. Al terminar, advierte que el rollo de papel es solo cartón. Entonces, se sacude y se ajusta el calzón. Antes de bajar por completo el uniforme, observa por primera vez en el día el reflejo que le devuelve el espejo. Lo que preguntó Camila al llegar en la mañana era verdad. Hay nuevas estrías entre sus muslos. Érika hace lo inevitable, cierra los ojos y las recorre con el dedo índice de la mano derecha, mientras que la izquierda se empuña. Algunas no se notan, otras son de un color muy parecido al de la piel y las últimas, las más recientes, son moradas. Son suaves, suaves como la seda, y con un relieve evidente. Con los ojos cerrados aún, sabe que debe terminar de acomodarse el jumper y apurarse. Quiere terminar la visita y no perderse nada más.
Sale del baño e inspecciona las puntas del delineado que dibujó en sus párpados antes de irse de la casa. Camina hacia la sala de felinos con una mirada intensa y el paso firme. La Érika que ingresó al zoológico no es la misma que camina ahora, pues escucha su voz más robusta, sin rodeos ni cavilaciones. «Piso con mis extremidades ancladas en la tierra y soy yo al mismo tiempo». Al son de la respiración, repasa cada una de sus rayas, porque sí, son sus rayas, cada una de ellas. Ya en el pabellón, abre los ojos con más fuerza, aterriza nuevamente en su reflejo. Sí, las estrías son sus rayas, las que la llevarán de caza, las que la llevarán a vivir la famosa pubertad.
