Williams Enrique Linares Gelvis (Caracas, 1996). Licenciado en Letras de la Universidad Católica Andrés Bello. Finalista de la 9na edición del Concurso anual de poesía joven Rafael Cadenas. Autor de la tesis de licenciatura “El rap venezolano: discurso y representación del espacio ciudadano a través de la expresión de la violencia urbana”, presentada y aprobada durante el año 2021. Participante del coloquio “Abyección, parodia y alegoría en la nueva literatura venezolana (segunda sesión)” organizado por la Escuela de Letras de la U.C.A.B y disponible en su canal de Youtube. Actualmente alumno del diplomado de Creación y reflexión poética en La Poeteca, Caracas.
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Retorno entre fragmentos
I
Corríamos con los pies descalzos, soltando risotadas que retumbaban en los oídos de los ancianos. Se mecían en el porche de sus casas, a veces sonrientes, hablando entre sí, o fumando o compartiendo el café. Solo un estruendo en el cielo ahogaba todos nuestros gritos. Solo infantes bajo el cielo. Solo infantes que corrían. Solo infantes que gritaban. Se nos compensaba apenas con el alivio del agua. Abríamos la boca, diciendo «AAAAAAAAAAAAA» para sentir las primeras gotas de lluvia que caían. Nuestro estómago se llenaba de aire, y entonces nunca teníamos hambre. Siempre en la calle. Siempre descalzos. Siempre corriendo. Siempre sin quehaceres. A veces caía la tarde y algún anciano cansado de nuestro desorden nos gritaba algún insulto. «Carajitos de mierda» y luego cargaba su mecedora y se encerraba en su casa. Otras veces, algunos de los padres cansados de tanto gritarle a su hijo para que regresara a casa venían con las correas ya en la mano, o simplemente le pegaban en la misma acera, o se lo llevaban arrastrándolo por un brazo mientras él lloraba y daba gritos insoportables. Yo simplemente me quedaba en la calle, vagando, sin nada que hacer, porque la noche se acercaba, y ya no había con quien correr, con quien gritar, con quien decir «AAAAAAAAAAAAA» bajo la lluvia.
II
Me veo en el espejo mientras cepillo mis dientes, aún con sueño. La madrugada llega cansada sobre mis párpados. El peso de lo cotidiano me espera, como siempre. «La madrugada nos lleva a lugares entrañables», decía mi padre. Lo sé ahora que la madrugada me lleva a pensarlo a él, abrazando a mi madre mientras veían por la ventana y se dolían quien sabe de qué. En ocasiones sueño con ellos. O sueño que camino en el barro con la franelilla sucia de tanto correr y juguetear, con la cara llena del pegoste del sudor seco, con las tripas llenas de lombrices, con la piel sarnosa y enrojecida.
III
Abro los ojos. Mi piel cansada en el espejo sucio. Sé que me he resquebrajado de tanto sol. Oigo el estruendo de las risotadas. Oigo el estruendo del cielo. No sé cuál se escucha más cerca. Regreso a la habitación. Me siento absorto en la cama con los codos en las rodillas y las manos en la nuca. Sísifo recogió la piedra por vez número… La piedra cayó sobre mí. Mis restos esparcidos por toda la habitación. Debo barrerlos. Me veo en el reflejo roto del televisor. Me pongo cualquier traje viejo, de aquellos que usaba mi padre. El bombillo titila hasta quemarse. Lo cambiaré luego, cuando sienta que la penumbra ya no me deja ver a mi padre todavía en sus trajes. Salgo al porche de la casa. No hay nadie de quien despedirse. Camino por la vereda. Hay un anciano sentado en la puerta de su casa. Me dice que tenga cuidado, y que no olvide a Cristo. «¿Pero y si Cristo se olvidó de mí?» Pienso. Y de repente siento el río que desciende desde mi nariz. El viejo se queda mirándome. La sangre me recorre el cuello y el pecho. Pierdo el conocimiento. Vuelvo a ser el niño con lombrices en el estómago.
IV
Entré y estaba ahí. Crecía. Era frágil. Pero crecía, como si la estancia fuese una nueva eternidad. La vida tiene tantas formas de revelarse, que a veces solo se revela en la muerte. Entonces dejó de crecer. Quizá porque la vi con ojos de humano. Eso la aniquiló. Tal vez (solo tal vez) si la hubiera nombrado, eso no hubiese ocurrido. Entonces murió dos veces. Sí. Murió dos veces, porque desapareció y no hay ahora nada con qué invocarla.
V
¿En qué amanecer renazco? Escucho el aullido de un perro a lo lejos. En el vecindario todavía hay ventanas quebradas y hoyos en las paredes. Siempre los habrá; mantienen vigente la fatiga de los pordioseros que viven del olvido de las gentes, y traen a la memoria figuras fantasmales que gustan de volar papagayos en las platabandas.
La querella alcanza mis oídos de niño. Aún no comprendo del todo las palabras de mi abuela: «tranquilo, mi niño. No tengo hambre. Yo ya comí». Siento que esta vida es una vida repetida. ¿Por qué entonces tengo que reaprenderla entera? Solo por instinto acompaño al perro en su lamento. Ambos compartimos el hambre, pero no la misma familia.
—Enrique Gelvis (Caracas, 1996)
