Juan José Rondón Duque (Caracas, 1987). Licenciado en Estudios Liberales por la Universidad Metropolitana en Caracas, Venezuela y Esteta por la Universidad Montpellier 3 – Paul Valery en Montpellier, Francia. Ha escrito en diferentes medios audiovisuales destacando su participación en HBO Latinoamérica. Consejero en dramaturgia de la artista Kay Zevallos Villegas, con quien ha sido dos veces seleccionado para la exposición Art Capital en el Grand Palais de París con dos piezas audiovisuales. Con la obra Los abismales gana la IX edición del Concurso para Autores Inéditos mención Narrativa (2013) de Monte Ávila Editores Latinoamérica. Actualmente reside en Barcelona, España. Ha publicado bajo el sello Loto Azul su primer poemario: Recordando la belleza (2024).
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A pesar del calor
Me levanté por el calor. A mi lado dormía Guillermo, lo empujé para que se despertara y pudiésemos mover el colchón a otro lugar. Estábamos en plena sala de la casa, y por las ventanas no entraba ninguna brisa. El aire hervía, molestaba en cada inhalación, la noche era más ardiente que oscura. No noté ninguna reacción en él, así que le golpeé la cadera con mi puño. Hubo un movimiento brusco, la sabana se movió como un velamen en una tormenta, y apareció, detrás de la seda blanca, Odessa. Saltó desde los sueños a la realidad de la noche.
—¿Y Guillermo? — le dije deseando que él estuviese lejos.
—Se fue al cuarto, ahí hay un ventilador.
—¿Y te sacó a empujones?
—Sí, como siempre… Dijo que ya yo llevaba rato durmiendo y que le tocaba a él dormir con aire.
—Entiendo.
Mauricio se acostó boca abajo, su rostro apoyado de lado en el colchón estaba en dirección a Odessa. Ella hizo lo mismo, se miraban fijamente en la oscuridad. Guardaban silencio y el calor parecía haber desaparecido. Mauricio comenzó a respirar al mismo ritmo que Odessa, ella se reía, sonreía, detallaba todo su rostro, veía los labios de su acompañante. Un nuevo universo se creaba entre estas dos miradas, donde nacían mínimas estrellas con sistemas planetarios que poseían seres vivos. Toda una existencia entre estas miradas destinada a un apocalipsis marcado por labios.
Se distanciaron de nuevo con sonrisas apenadas. La mano de Odessa estaba muy cerca de su pecho, con la palma contra la sábana. Mientras que Mauricio tenía su mano completamente extendida porque no quería que nada interviniera entre ellos. En ese silencio nocturno ambos escuchaban el retumbar de sus corazones como dos pequeños tambores que se iba convirtiendo lentamente en el ritmo del deseo.
Las manos se tocaron, Mauricio estaba boca arriba y Odessa se colocó encima. Se entrelazaban, él fue separando suavemente los pequeños espacios entre los dedos de Odessa; los tanteaba de la misma forma en que entraría a un cuarto oscuro. Fue acariciando esas partes que pocos alcanzan, donde la piel es más rosa que carne. Movía los otros dedos, sosegando la posesión, como cuatro anhelantes náufragos que tocan una orilla. Ella lo miró a los ojos con una expresión que decía “sálvame” sin saber que le pedía ayuda al que estaba más perdido.
Guillermo estaba en el confort artificial dado por el ventilador. No tenía que compartir la cama, lo que le permitía dormir a todas sus anchas. Comenzó a tener un sueño, era uno que lo hundía más en su reposo, imposibilitando que se despertara prontamente.
Su visión onírica estaba fijada en dos seres, siluetas humanas en las que no podía percibir rasgos físicos, sentía en una la delicadeza de la mujer y en el otro el vacío que tiene todo hombre. Estaban dentro de una esfera y alrededor solo oscuridad. La esfera era azul como el agua, y estos seres flotaban dentro de ella mirándose, era un piscis humano. Una oscilación dentro de la esfera hacía que se movieran, fluyendo dentro de una corriente que era de ellos y a la vez no. Se contemplaban flotando, no había arriba ni abajo, y eran los únicos seres existentes. Eran azul hielo, parecían estar hechos del mismo líquido de la esfera. Cada uno alargó una de sus extremidades, al tocarse hubo un reflejo rojo en toda la esfera y en sus cuerpos volvió el azul hielo. Se acercaron y sus tonos se volvieron más tibios, comenzaban a girar, bailaban sin música, un círculo dentro de la esfera. Mientras pasaban de azul a naranja, la esfera los acompañaba en su transición de color, se movían más rápido, más excitados, se volvían naranja rojizo, la esfera estaba viva.
En sus sueños, Guillermo contemplaba maravillado esta mágica imagen. Los seres no se separaban, estaban más que abrazados, unidos, se tornaron uno. El círculo ahora era rojo e incitante, se veían los esfuerzos de estos seres, compenetrándose, la fémina alzaba su rostro, mientras que él besaba su cuello hídrico. Durante algunos instantes se convertían en un solo ser andrógeno, y volvían a separarse, y a unirse, y más profundo, y más suave, y con la rudeza de las ganas, y el naranja y el rojo, el líquido entre ambos, unidos.
Imperiosamente una luz amarilla nacida de su unión encandiló a Guillermo en sus sueños. Los seres habían llegado al máximo éxtasis. Cuando pudo ver, ya no estaba la esfera, era nuevamente oscuridad. Comenzó a aparecer el brillo lejano de las estrellas, ocupando todo el espacio donde estaban los amantes informes. En eso, sus siluetas comenzaron a aparecer, eran cuerpos llenos de estrellas, se diferenciaban por su relieve y la cercanía a los ojos de Guillermo. Fueron tornándose más humanos, cambiaron el color estrella por pieles, claramente pudo notar a una mujer de cabello largo y a un hombre flotando luego de amarse, en el espacio.
Guillermo se despertó acalorado, el ventilador seguía funcionando. Ahora era el sol que había salido el que calentaba su cuerpo. Se levantó aturdido por el sueño, preguntándose si tendría algún significado. Caminó a la sala y vio a Odessa y a Mauricio en la cama al ras del suelo. Ambos cubiertos por la misma sábana, a pesar del calor.
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Los maniquíes
La Vieja siempre nos recordaba que éramos abandonados. Yo no le hacía caso pero mi hermano menor sí. Yo siempre trataba de calmarlo. Él me preguntaba si era cierto lo que ella decía, yo le contestaba que no, que nada de lo que ella dijera era importante.
Siempre nos ponía a trabajar en su tienda, la limpiábamos, hacíamos mandados, lo que ella necesitara. Era un lugar de costura, hacía vestidos que colocaba en maniquíes que se veían desde afuera del local.
Un día, mientras mi hermano jugaba entre estas figuras, sin querer tumbó una al suelo. La Vieja se enfureció, lo agarró por el brazo, y en vez de regañarlo, lo llevó a un depósito oscuro y pequeño. Él pudo zafarse y se escondió detrás del armario de madera. La Vieja no pudo moverlo debido al gran peso, así que buscó una escoba, sacó a mi hermano a palazos y lo arrojó dentro del depósito. Lo encerró allí durante horas sin prestarle atención a sus llantos.
Al momento en que lo sacó, La Vieja había arreglado el maniquí y se preparaba para dormir en una de las habitaciones que quedaban en la trastienda. Vi a mi hermano caminar derrotado. Él no me podía ver, y si lo hacía tampoco me hubiese prestado atención. Se sentó al lado del mismo maniquí que tumbó. Muchas veces lo había visto hacer esto, sin embargo, esta fue la primera vez que inclinó su rostro hacia arriba para hablarle. Yo no podía escuchar lo que le decía, aunque me pareció que se desahogaba. En la oscuridad —era de noche y todos estábamos por dormir— le vi una sonrisa, incluso escuché una pequeña carcajada durante su conversación con la figura vestida de mujer.
En la mañana siguiente me desperté al mismo tiempo que la Vieja. Salimos de la trastienda y conseguimos a mi hermano sosteniendo la mano del maniquí. Ella le gritó: “¿Acaso no aprendiste nada?” Mi hermano se asustó, la Vieja lo fue a jalar por el brazo y él se mantuvo aferrado a la figura de mujer, tumbándola nuevamente. Esto desató la ira de la anciana, que lo arrastraba por el suelo mientras él gritaba. No lo soporté, así que tomé la escoba y con el palo golpeé a la vieja en la espalda. No hice más que llamar su atención. Mi hermano volvió a esconderse detrás del armario.
La Vieja me quitó el palo y comenzó a golpearme con él. Sentí los impactos en el rostro y en las costillas. Ella gritó: “¡no merecen estar vivos, malditos muchachos!”. Mientras seguía con sus palabras y golpes, sonó un rechinar de madera que se acrecentó en pocos segundos y pude ver el armario de madera caer sobre nosotros. Logré esquivarlo, pero la Vieja fue víctima de todo su peso que golpeó su cabeza, desmayándola al lado de éste. Mi hermano, apoyando su espalda e impulsándose con sus pies, pudo tumbarlo.
Le dije que teníamos que irnos. La Vieja estaba agonizando, la vi e imaginé ese armario como su propio ataúd, el maniquí mujer también yacía en el piso. Salimos de la tienda, y cuando pasamos enfrente de la vitrina, mi hermano se detuvo y dijo “no podemos dejarla así”. Le dije que no nos interesaba, pero él respondió que sí y entró corriendo a la tienda. Sabiendo que no podía dejarlo, pero sin la valentía de volver a entrar, quedé petrificado esperándolo. Estaba aguardando por él frente a la vitrina cuando vi una figura humana que, con ayuda, volvía a levantarse.
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La taguara
La lista de padrastros y agentes de servicios infantiles que la acariciaron desde el primer día de su orfandad se paseaban por su mente. No sabría decir cuántos fueron porque los recuerdos de su niñez se confunden con los actuales, donde su trabajo se asemeja a aquellos terribles momentos. Desde nena, mantuvo la costumbre de cerrar los ojos durante el negocio, teniendo pocas imágenes para recordar, pero cada olor a basura o a desagüe traía a su memoria una gran cantidad de alientos que exhalaron cerca de su cara.
Cuando los recuerdos acechaban como fieras invisibles, ella tenía preparada sus armas para ahuyentarlos: el polvo y la jeringa. Colocaba las líneas blancas sobre un espejo que yacía en el piso, con cada inhalación se detenía a contemplar su reflejo, se veía hacia y desde abajo, reconociendo que no es digna de ella y a la vez que es mucho para sí misma, su propia heroína y villana. Su rostro se volvía una cantidad de líneas veloces y coloridas, un Pollock facial que la liberaba de su identidad.
Después de las pálidas líneas usaba la jeringa. Se apretaba el brazo con un tubo de hule. No tenía que apuntar, la roncha infectada le indicaba el lugar de su vena favorita. Antes de dejarse llevar, olvidó apagar el televisor, y al caer de espaldas en un colchón al ras del piso, oyó una nefasta noticia: un choque múltiple en la autopista, con muertos y heridos que serían llevados al hospital central. Con los ojos cerrados, escapando de los rostros masculinos del pasado, sintió una leve brisa y se desmayó.
Recobró la conciencia dentro de una anémica habitación. Sobre ella, dos personas conversaban:
—No le pares, es una puta más.
—¿Qué sabes tú?
—Sí, mírale el brazo, qué asco. Igual ya está listo.
Ella interrumpió.
—¿Qué es esto? Déjenme en paz.
—Cállate. Al menos servirás para algo ─le respondió una de las voces.
Pasaron horas hasta que pudo despertarse sin ningún rastro somnoliento. No se encontraba en la misma habitación, estaba en otra donde no sabía si olía a orina de gato, de perro o de gente, y al otro lado de las paredes se escuchaban gritos delirantes de enfermos mentales.
La desafortunada tenía aparatos conectados, como si la hubiesen recién operado. Sentía ataduras en los brazos y los pies, apenas podía mover su cuello. Incapaz de ver algo, escuchaba las aspas del ventilador del techo girando, al parecer le habían colocado una venda. Antes de comenzar a gritar, una voz acalló sus intenciones.
—Ya estás muerta, así que calmadita.
De la impresión estiró el cuello casi hasta tener una curvatura y finalmente sintió sus ojos abrirse. A pesar del esfuerzo, seguía sin ver. Mientras se agitaba para liberarse, la voz le comenzó a dictar un reporte médico en el que se detallaba cómo cada órgano funcional de su cuerpo fue donado a las víctimas del accidente: el pulmón izquierdo es para el adulto de treinta y cinco años que iba encendiendo su cigarro, el riñón es para el camionero alcohólico comedor de pinchos que ocasionó el accidente, los intestinos, tanto el grueso como el delgado, para el almuerzo grupal de los pacientes psiquiátricos; el páncreas es para el gordo flácido masca-chicle que iba de copiloto en el camión; parte de su medula ósea es para un motorizado que huía de un robo, el corazón es para un pobre don nadie e insignificante vago que hubiese preferido morir en vez del trasplante; y por último, la córnea de sus ojos, de esos ojos que siempre cerraba para poder escapar, para la nena de siete años que iba durmiendo en el asiento de atrás, cuyos padres han muerto.
Cayó en un letargo eterno. A los pocos días metieron su cuerpo en bolsas negras y la mezclaron con la ropa manchada de menstruación, vómito, sudor y heces de los enfermos. Mientras el conserje empujaba el contenedor fuera de la clínica, a dos cuadras, se continuó la repartición, una más casual, en una taguara donde todos entran ajustándose el pene.
Dos borrachos recordando cómo le metían mano y hacían gemir a su puta habitual, hablaban de cómo repetirían toda esa noche, si lo iban a hacer los dos al mismo tiempo, si tomarían turnos como la última vez o si comenzarían por detrás o por delante. Al hablar, escupían la comida entre los pocos dientes que les quedaban, se registraban la nariz y se limpiaban del pantalón mientras pedían una cerveza tras otra. Hacían esto mientras veían con ánimo de perro en celo a cualquier mujer que les pasaba por al lado, con minifaldas que mostraban la celulitis y una que otra cicatriz causada por alguno de los muchos maridos.
Los borrachos seguían bebiendo. Al fondo de la taguara, sobre un banco se veía una de las víctimas sobrevivientes: la nena, sentada ya sin padres, recuperada del accidente. A su lado se observaba cómo el agente de servicios infantiles revisaba la lista de padres en espera. Con una de sus manos lanzó un festivo brindis a lo lejos, mientras que con la otra tocaba a su nueva responsabilidad entre las piernas con el dedo anular sin quitarse el anillo.
Dentro de esa taguara de techos caídos, baños amarillentos y vomitorios improvisados, los borrachos correspondieron el brindis. Uno, sacándose los residuos de los dientes con el dedo lleno de grasa y emanando un aliento a podredumbre, fracaso y vacío, le preguntaba al otro ebrio qué quería que le donara la puta desmembrada hoy, si las tetas, el culo o su desbaratada vagina.
