
Iba recorriendo la ciudad como un enemigo invisible. Empezó a tomar rincones a mampuesto. En los cerros poblados de humildes casas e historias de odio, encontró un excelente terreno para quedarse. Por décadas se alojó allí azuzando a sus pobladores. Qué fácil era entrar en el corazón de niños hambrientos y maltratados o en la casa de mujeres abandonadas con varios de esos niños correteando a su alrededor. Se reía al observar los breves gestos de amor, que pronto quedarían olvidados en las escalinatas que bajaban a la ciudad, bajo el filo de algún cuchillo, entre los malos olores, entre las balas perdidas. Un poco más difícil le resultó entrar en los cómodos apartamentos del Este, en las quintas de la gente más adinerada; o en los bares alegres donde el abrazo y la camaradería le ponían alcabalas, en los parques y paisajes que invitaban a la diversión y el ensueño tampoco encontró puerta franca. Pero era perseverante. Fue haciéndose aliados, que le facilitaban el trabajo. Fue abriéndose paso hasta en los rincones más insospechados, en medio de largos afectos, en calles que habían sido tranquilas, enturbiando relaciones filiales que parecían a toda prueba. Hay que reconocerle tanta paciencia y habilidad. El caos empezó en pequeñas dosis, hasta que estalló un día y tomó las primeras planas: “LOS CERROS BAJARON”, “LA REPRESIÓN BRUTAL DEJÓ MUERTOS EN LAS ACERAS”. Era apenas la punta del iceberg. Era apenas el comienzo. Los saqueos pronto castigados. Luego vinieron un día los tanques, los aviones. Las promesas. Las promesas siempre venían, para intentar una vana esperanza. El caos fue haciéndose más sutil, institucional. Tenía hambre. Empezó a comerse las instituciones. Eso ayudaba mucho a la rabia, la favorecía. Entre las ruinas de las instituciones prospera el hambre, la desolación. Un día empezaron las colas, las largas colas para la comida, para el papel higiénico. Volvieron los tanques a desfilar, acompañados de otros aliados en motocicletas, más ágiles. Los cuerpos inocentes empezaron a caer. Cayeron incluso los no nacidos, abrigados en los cuerpos de sus madres. Las fotos de los caídos empezaron a adornar las calles de la ciudad. Alimentando la rabia. Las lágrimas de las madres, de los padres, de los hermanos. Pero ahora, que la rabia y el caos tomaron la ciudad, he quedado atrapada entre la gente que corre, que grita, que saca la pistola, que intenta salir por vía terrestre, por vía marítima, por vía aérea, sin lograrlo. Las calles están repletas, el metro, el teleférico, los trenes que van hacia el Tuy. En las autopistas llenas de carros se hace lento el tiempo. Nadie sabe hacia dónde ir, pero hay que huir hacia alguna parte. Hay que huir de esta asfixia. El humo atraviesa la ciudad. Alguien avisó, aunque ya era tarde, que habían llegado los bárbaros.
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Beatriz Alicia García. (Caracas, 1966) Poeta, licenciada en Letras y Magister en literatura venezolana.