
El destino final
Luego de una magnífica noche de amigos, salsa brava y cocuy, tocó partir a casa. Cada uno elegía el destino que le tocaba. Camino al metro todos rebozábamos felicidad y comentábamos lo bien que tocaba la banda. Nos despedimos y prometimos volver a vernos pronto.
Ya eran las diez de la noche: el metro se ponía más lento que nunca y mi corazón latía más rápido. El “piiiii” que anunciaba el cierre de puertas, por momentos aliviaba un poco mi angustia. Al llegar a la estación Teatros, mi destino final, la angustia volvía. Debía transitar a las diez y media de la noche por el temido pavimento de la avenida Lecuna: que cuenta con recipe morado en la cotidianidad nocturna caraqueña. Mi aliento, aún con sabor a cocuy, se hacía menos recurrente. Salí a la calle. No pasaba un carro por el pavimento y en las aceras había una que otra persona. La brisa soplaba más fría que de costumbre. Caminaba sin ver hacia atrás como si fuese a la nada, al vacío.
A dos cuadras de mi destino debía tomar una decisión: ir por la derecha o por la izquierda. La cosa estaba así: a la derecha había una señora con dos niños que intentaban dormir bajo un árbol, un hombre con la cabeza entre las piernas de suéter blanco y pantalón negro, un grupo de tres muchachos jóvenes en la mitad de la cuadra (todos con gorras) y una mujer recostada en la esquina fumándose un cigarrillo. A la izquierda: un hombre hablando por teléfono recostado de una pared roja, un grupo de travestis, el chico del suéter blanco que se cambiaba de bando y cruzaba desde la acera derecha. No era fácil la decisión a tomar. Me fui por la izquierda.
Al comienzo de mi andar pensé en correr por el medio de la calle. Mi sentido común lo impidió y caminé. En pocos segundos me hallaba frente al hombre del teléfono: este me preguntó la hora. “Diez y cuarenta y cinco” respondí de forma rápida. Él asintió con la cabeza y siguió su conversación. Yo volvía a respirar.
Ya había pasado por la primera traba, pero no me sentía tan victorioso. En la esquina que daba hacia la cuadra siguiente, estaban las mujeres de senos grandes. Cual jinete sin escudo, traté de apurar el paso. En eso, se me atraviesa un personaje un tanto andrógino vestido de negro. Era difícil saber si era hombre o mujer. Al tratar de esquivarlo me decía “me vas dando cuarenta bolívares ahora mismo”. Increíblemente, en el momento, pensé “con eso no se compra ni un cigarro”. Pero no dudé en ignorarlo y traté de caminar más rápido. Por fortuna, no continúo asechándome. Lo oí gritar “después uno sale con una pistola, les pega un quieto y andan llorando”.
Solo faltaba un obstáculo antes de llegar a la meta: el hombre de suéter blanco curtido. Justo cuando pasaba por la última cuadra, el hombre cruzaba a mi encuentro. No sabía qué hacer. Pensaba en lo que hubiese pasado de haber tomado menos cocuy y haber oído menos salsa en mi vida. Tenía mucho miedo. Caminó de forma muy lenta y se recostó en unos cartones para resguardarse del frío citadino. Respiré hondo por última vez y, al fin, llegué a mi destino.
Me recosté un rato en el sofá. Recordaba la buena noche que había pasado con mis amigos. La melodía de la salsa, lamentablemente, había perecido en la impaciencia a la espera del “piiii” del metro. El gustoso ardor que produce el cocuy en la boca fue sustituido por un amargo ardor en el pecho.
En la madrugada desperté de pronto y me hallaba aún en el sofá. Miré por la ventana y la calle estaba desierta. Intuí que quizás algún carro había recogido a las desfavorecidas mujeres o el hombre con el desprovisto suéter había conciliado un sueño más profundo.
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Jhonny Castillo (Miranda, Petare, 1992). Próximo a graduarme de Licenciado en Historia de la Universidad Central de Venezuela (UCV). Profesor en la Universidad Experimental de las Artes (UNEARTE). Cuando el tiempo me lo permite, intento contar la cotidianidad.