
Vas tú con el silencio y yo me quedo viendo la ventanita que da a la cocina. Yo en la silla y tú en el piso, y en la esquina la periquera vacía que rompiste como rompiste la cabecita del bebé que se sentó en ella. Comiendo su comida y riendo de las luces que cuelgan sobre la mesa. Después llorando y después nada. Y después tú en silencio tratando de cerrarle la cabeza con tus manos. ¿Ahora qué? Tanto que querías un bebé pero como siempre con la impaciencia bien plantada en la frente. Besos en la frente y un babero azul con manchas rojas. Casi pinceladas, pero en tus manos parecían guantes. Y en sus manos todo parecía más grande, incluyendo tu capacidad de amar. Todavía lo es, y tu silencio quema todo en el comedor. La ventanita que da a la cocina. El babero. La cuchara con su nombre. Mi amor, mi amor. Y la memoria que nunca vamos a borrar, el suelo que tenemos que limpiar, el tiempo que perdimos. La explicación que habrá que darle al mundo entero y que no la hay. El silencio que tendré que romper yo porque claramente tú te quedas en este momento para siempre. En pausa. Sin mí. Sin el bebé. Te quedas sola, te quedas con el silencio. Te quedas con las risas, con los zapatitos, los juguetes y el remordimiento. No me quedo contigo porque no sé cómo ayudarte, ya te di un bebé y tu misma te lo quitaste. Te amputaste una parte de tu cuerpo y la herida no se va a cerrar. Tampoco se cierra la cabeza, entiéndelo. ¿Cómo te lo digo? ¿Esperas a que te lo diga él? Si no pudo ni decir “mamá”. Debería tomarte una foto, nunca te he visto dar tanto cariño. Con una sonrisa y envolviéndolo del amor que le faltó, de tu parte y de la mía. Envolviéndolo en el silencio que abunda. Abunda la impaciencia y todavía retumba el momento en que dejó de respirar, que tus ojos se hicieron blancos. El momento en que todo calló. En el que te dejo. Donde tu vida terminó. Cuando. ¿Cuándo se acaba el silencio? No sé cuánto lleva, pero la sangre en el piso se está cuajando, date cuenta por favor. Y la voy a limpiar yo, porque no vas a ser capaz de aceptar que fuiste tu quien ensució el piso con su sangre, sangre tuya y mía, sangre de él. Si no fuera por el abanico dando vueltas en el techo pensaría que me quedé en pausa contigo. Pero el aire corre por el comedor. Correr. ¿Le habría gustado? No aprendió a caminar. No sé que sigue mi amor. No sé qué decirte. No sé qué siento, ni si esto marca un antes y un después. Ni si la vida funciona así, ojalá no, porque para ti no hay un después. Dudo que lo haya. Definitivamente no es conmigo. Mi amor. Tu visión de una familia, la rompiste, como su cabecita. Humor negro. Bueno, a mí me causa gracia que sea una analogía tan perfecta. La cabecita rota, el futuro en pedacitos, nuestro amor fracturado y el silencio completo todavía. Eso sí lo rompo yo. Solo me dejaste eso. Debería romperlo con esta risa que contengo. Sí, solo una risa, no una carcajada. Una risa que rompa este silencio.
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Rafael Garza Saldaña (México, 1997). Escribe por gusto normalmente y por olfato en ocasiones especiales. Aprecia un buen chiste y la buena literatura. No tiene una trayectoria literaria interesante mas que la de lector.