En un reciente ensayo de destacable agudeza, Gilles Lipovetsky examina cómo la ligereza ha invadido hasta las prácticas más cotidianas de nuestra época. El mundo que habitamos, sentencia, descuella por la liviandad, la fluidez y la movilidad manifiesta en todas las esferas de ser y de acción pensables. Desde los dispositivos tecnológicos, pasando por el cuerpo hasta arribar a la educación, la liviandad conforma el ideal que moldea las aspiraciones humanas. A la luz de estas observaciones del filósofo francés, me propongo discutir que la dupla, o contraposición, ligero/pesado es la estructura rectora del magnífico filme Animales nocturnos, del director norteamericano Tom Ford.
La intriga echa a andar cuando Susan (Amy Adams) recibe un paquete que contiene la primera novela escrita por su exesposo Edward (Jake Gyllenhaal), cuyo título, Animales nocturnos, alude a la condición de insomne de ella, la musa que inspiró la obra. A lo largo de varias noches de desvelo, Susan será absorbida por la sórdida narración del secuestro, la violación y el asesinato de la esposa y la hija del personaje central de la obra, Tony (alter ego de Edward), quien impotente presencia cómo le arrebatan a su familia en medio de la noche del desierto texano. A continuación, se alternarán la búsqueda de venganza de Tony en la ficción y, en el estrato extraliterario, la decadente vida matrimonial de Susan y el recuerdo del desdén y la humillación con que abandonó a Edward.
El binarismo al que acude Ford es el de una sociedad, para hablar como Lipovetsky, hiperconsumista, que se ha deslastrado de búsquedas metafísicas o de cualquier otro ideal trascendental. No se trata del hecho obvio de que Susan sea una muchacha de clase alta, como por medio de flashbacks lo vemos en conversaciones con su mamá, en las que esta, por lo demás, manifiesta su encono hacia Edward por considerarlo ‘débil’. Se trata, en sustancia, del matrimonio anómalo entre el arte y el hiperconsumo. Instructivo resulta Lipovetsky al detectar la asimilación del arte al mundo de la moda. En sus palabras, mientras que en el pasado la frivolidad de la moda y los significados profundos y la elevación espiritual del arte pertenecían a dominios separados y contrapuestos, nuestra época abriga la hibridez entre ambos. Su resultado es “la transcultura bajo la bandera de la ligereza frívola”. El arte actual tiene rasgos que acusan el predominio del ideal de la ligereza: espectáculo, renovación continua, cambios acelerados, desapego a la subversión, éxito material y comercial. Por tal razón, no debe extrañarnos que las grandes casas de moda hayan venido presentando sus colecciones en las galerías más importantes del mundo, como, nos dice Lipovetsky, ocurrió con la acogida de Dior en el Museo Rodin en 2011.
Esta línea de pensamiento la sigue la exmodelo Patricia Soley-Beltran al afirmar, en su portentoso ensayo ¡Divinas! Modelos, poder y mentiras, que las modelos representan un fetiche de éxito y poder, características, como ya vimos arriba, de la ligereza contemporánea. Al amparo de lo discutido hasta acá, fijémonos en que Susan dirige una galería de arte vaciada de sustancia transformadora y arraigo a verdades transcendentales: observa un toro que remeda un animal herido, deambula por escaleras desoladas y pálidas, se detiene ante un cuadro con las palabras cool ‘venganza’, el rostro de una de sus empleadas delata la cirugía plástica (otra empleada la encarna Jena Malone, actriz que, casualmente, participa en el elenco de otro reciente filme sobre la moda: El demonio de neón, de Nicolas Winding Refn) y la conversación que sostiene gravita en torno a una artista a la que habían despedido por el sólo hecho de buscar la novedad, y en tanto se desarrolla este segmento en el museo un sonido discordante retumba en los oídos de los espectadores. Con todo, la simbología de Ford no para allí, pues trata a Susan con imágenes disolventes, planos generales, imágenes indirectas, ángulos picados y cenitales. En una palabra, la imagen de Susan es decadente, efímera y ligera, una ontología que, dicho en los términos de Bauman, es líquida, y a pesar de esto se vuelve una carga pesada, como lo ha diagnosticado Lipovetsky en el ensayo que nos sirve de referencia.
Otra clave nos la ofrece el filósofo surcoreano Byung-Chul Han al estudiar por qué se ha expulsado lo horrendo, lo nauseabundo, lo extraño, en fin, lo Otro desconcertante del arte contemporáneo. Desde la óptica de este filósofo, el precio que se paga por esto es el no dar cabida a la reflexión profunda. Para Han, esa dimensión Otra hace posible el pensamiento filosófico, es su condición de ser. No hay que ser muy perspicaz para darse cuenta de que esto es exactamente lo que ocurre cuando Susan lee la novela enviada por su exmarido. Animales nocturnos la devuelve a la realidad. Esta novela destroza la burbuja en la que había vivido durante estos últimos años de separación. La violencia inofensiva de las obras de la galería queda cancelada ante la violencia primitiva y, subrayemos, autobiográfica contenidas en la obra prístina de Edward.
Precisémoslo: la castración simbólica que infligió Susan sobre Edward la podemos identificar en la burla de Ray (Aaron Taylor-Johnson), uno de los tres asesinos en la ficción: “¿tienes una vagina?”. Difícilmente podríamos imaginar un mejor escenario para llevar a su lectora ideal que ese sur gótico, enfermizo y macabro de la literatura norteamericana. Una asociación literaria inaplazable es el cuento Un buen hombre es difícil de encontrar, de Flannery O’Connor, en el que una familia es masacrada por una pandilla de asesinos tras la mala fortuna de haberse accidentado a la orilla de la carretera. Pocas obras causan tanto desconsuelo como esta, cuyo punto álgido es la conversación que la abuela mantiene con el líder de los antisociales, The misfit, un ángel de la muerte que le hace saber que nada los salvará. No habrá hombre o Dios que impida que los asesine a sangre fría. Como a esta familia, ni la policía ni dios alguno socorre a Tony en la aciaga noche del desierto texano. Más tarde, el detective (Michael Shannon) lo consolará diciéndole que es un buen hombre.
Algo similar ocurre en la fundamental novela No es país para hombres viejos, del escritor Cormac McCarthy. Cuando pienso en esta obra, me parece que lo más descorazonador es que el buen sheriff Bell no puede cumplir con la palabra que empeña, mientras que el psicópata Anton Chigurh lleva hasta las últimas consecuencias sus promesas. Un ejemplo tan nítido como aterrador son las palabras de este antes de asesinar a la esposa de Llewelyn. La de McCarthy es posiblemente uno de los productos culturales que mejor describen nuestra época postética. Ciertamente, el sheriff Bell es un hombre de una ley que ya no funciona en este mundo. Cerramos esta soberbia creación de McCarthy temerosos de que hoy sólo los hombres malos son capaces de cumplir con sus ideales.
De manera que el humilde, idealista y buen Edward es presa fácil de bestias nocturnas tanto en la ficción (los asesinos) como en la realidad (Susan). Quizá el título No es país para hombres débiles, con el se conoció en español la adaptación cinematográfica que los hermanos Coen realizaron de la novela de McCarthy, sea de mayor provecho al momento de observar la percepción que otros personajes tienen de la personalidad de Edward. No obstante este acierto, conviene ver de cerca qué implica su ‘debilidad’ en la historia. La fuente primaria para tal propósito es la madre de Susan, quien le atribuye ‘debilidad’ a Edward justo cuando confronta la muerte del padre. Aunque el argumento se ofrece absurdo en un primer momento, Susan aclarará que sus padres son sexistas, racistas, conservadores, materialistas y republicanos (sí, del partido de los hombres duros del cine). En una palabra, Edward, ni de lejos, sueña con poseer los atributos que la economista sueca Katrine Marçal identifica en el hombre económico que gobierna el mundo actual.
En su admirable ensayo sobre el papel de las mujeres en la economía ¿Quién le hacía la cena a Adam Smith?: una historia de las mujeres y la economía, Marçal enumera un conjunto de rasgos que han encasillado a las mujeres y la han apartado de la economía. Según su inventario, el cuerpo, las emociones, la dependencia, el sacrificio, la ternura y la vulnerabilidad, elementos inherentes a la naturaleza humana y que han desempeñado funciones claves en el desarrollo de la civilización, son adjudicados exclusivamente a la mujer y representan todo lo opuesto al hombre económico, que, por su parte, aglutina alma, razón, independencia, determinación, dureza y protección. Ante esto, Marçal responde que el hecho de que una mujer tenga una vagina que le brinde placer sexual sólo significa eso, no que carece de capacidad para pertenecer a un consejo de administración. A despecho de los discípulos de Adam Smith, Marçal interpela a los lectores con la pregunta sobre cómo podría Smith haber escrito Las riquezas de las naciones si su mamá no le hubiese tenido la cena lista. La historia de la madre de uno de los más influyentes economistas de la historia es la misma de muchas mujeres cuyo trabajo en el hogar es menospreciado y oscurecido del desarrollo de la civilización. Con todo y que la mujer ha ganado espacios en la economía, nos dice Marçal, los ha alcanzado bajo dos estrictas condiciones: que también lleve con armonía las tareas del hogar y que se apropie de los símbolos masculinos (agresividad, falta de empatía, atuendos sobrios).
Podemos imaginar a Susan contemplando las obras de arte bajo la luz de la lógica inventada por David Galenson, economista que calcula las relevancias de las obras de arte a través de un método estadístico. Desde esta concepción novedosa, nuestra experiencia de las obras de arte da un vuelco radical. Es en este sentido que un escritor de obras autobiográficas y nada rentables no encaja en la esfera de Susan. Nada más rebosante de los atributos asociados con lo femenino que las aspiraciones a escritor de Edward, un fracasado que, para más colmo, devino un profesor de secundaria pobrediablo en Dallas, un lugar escandalosamente alejado del ambiente moderno y estilizado que rodea a Susan diecinueve años después.
La crítica ha descrito a Animales nocturnos como una historia de venganza y soy del mismo parecer. Pero también cabe apoyarse en la lectura de La narrativa como acto socialmente simbólico en la que el filósofo Fredric Jameson asevera que las contradicciones en lo real adquieren coherencia y solución en algunas narraciones. De manera que aunque Edward nunca llegue a cambiar las condiciones materiales de su entorno y siga siendo un sensiblero empedernido, la novela que compuso le permite redimirse con completa heroicidad a espaldas de una atmósfera extraliteraria que lo despedazaría vivo.
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Maikel Ramírez (Venezuela). Profesor en la Universidad Simón Bolívar (USB). Narro y escribo artículos sobre la literatura, la lengua, el cine, la música y otras cosas de la cultura. Textos míos han sido publicados en Letralia, Ficción Breve, Sorbo de Letras y en el suplemento cultural del diario aragüeño El Periodiquito.