El devorador, por Jacobo Villalobos (Venezuela, 1995) ~

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Imagen obtenida aquí

A Fedosy Santaella

Durante su viaje a Haití, William Seabrook descubrió la magia vudú y un sembradío que era atendido en las noches por espectros humanos: trabajadores que antes de morir eran usados para magia negra y poseídos por espíritus que los obligaban a ser controlados por quienes hubiesen practicado el ritual. Eran, en otras palabas, zombis. Y en ese sembradío había por lo menos una veintena de ellos. El terreno pertenecía a Mamá Celie, la misma que había introducido al escritor en el vudú. Esa relación, ya casi de amistad, o de aprendiz y maestra, le permitió a Seabrook pedirle permiso para pasar las noches en el sembradío.

El escritor se sentaba en una pequeña silla de madera, a luz de una vela, y escribía, inspirado por aquel ambiente obscuro, hasta el amanecer. Junto a él, había una mesa de madera, también pequeña, sobre la cual encendía la lumbre y en donde dejaba las hojas ya escritas. Bajo esa luz mortecina y con el sonido del trabajo de los zombis, Seabrook escribió “The Magic Island” (1929). El mayor problema que tuvo al redactar ese libro, fue que sus páginas, una vez terminadas y dejadas en la mesa, desaparecían, por lo que tenía que reescribirlas. Casi siempre le pasaba que no podía recordar de qué iban, como si le hubiesen borrado esos fragmentos de sus recuerdos, obligándolo a releer las hojas anteriores para retomar el hilo.

Unos días después, descubrió que lo que estaba sucediendo era que un zombi pasaba a su lado y, con movimientos inesperadamente rápidos, tomaba las páginas y se las llevaba. Seabrook, al ver lo que ocurría, tomó la vela y siguió al trabajador. Lo encontró acuclillado entre las matas de cacao, comiéndose las hojas con velocidad. Las arrugaba hasta dejarlas hechas una bola y se las tragaba enteras, o las iba comiendo por los bordes. Por eso, empezó a tener la costumbre de escribir dos veces la misma página: una para su libro y otra para Matthieu Toussel, el nombre con el que llamó al zombi.

Con el tiempo, el espectro empezó a contentarse, gruñendo y agitando su cabeza de lado a lado, cada vez que veía que Seabrook sacaba su sillita de madera. Había aprendido a ser paciente y esperar a que fuese el escritor el que le avisara que ya podía ir a comer: este tocaba una pequeña campana de metal, y Toussel aparecía para llevarse sus hojas escritas y comérselas sentado junto al escritor, quien le ponía una mano en el hombro en gesto paternal.

El escritor terminó por decirle a Mamá Celie que pensaba en llevarse a Toussel con él y que lo único que necesitaba era su consentimiento. La hechicera alejó su tabaco y botó una nube de humo. Dijo que no le extrañaba que se hubiese encariñado con ese zombi, porque él era el más carismático. Le contó que una vez estuvo a punto de casarse, con una joven haitiana llamada Camille, pero que cuando la trajo a comer a casa, la joven se dio cuenta de que todos los amigos de su prometido estaban muertos, por lo que huyó y no volvió a acercarse por esos lados. “¿Cómo hizo Toussel para que ella no notara desde un principio que él también era un zombi?, no lo sé. Lo que sí es que se vestía muy bien y hasta intentaba perfumarse”.

Con eso, Seabrook y Toussel partieron juntos a Estados Unidos, donde el escritor publicó el libro en el que había estado trabajando, el cual le prodigó buenos ingresos. Durante el viaje, tuvo que mantener al zombi vigilado para que no devorara el manuscrito, aunque este babeaba cada vez que lo veía. Seabrook se vio obligado a escribir varios cuentos al día para alimentar a Toussel, quien, aunque comía abundantemente en el comedor del barco, no se saciaba sino con sus escritos. El escritor pensaba que, en cierta forma, el zombi se alimentaba de él y que algún día se despertaría a medio comer por su acompañante.

Una noche, tras haberle dado una decena de relatos para que comiera, el escritor se durmió y al poco tiempo despertó con un fuerte dolor en la espalda baja, como si le hubiesen enterrado un punzón. Se retorció en la cama y ahogó un quejido. Toussel dejó de comer y se quedó viéndolo con la boca abierta. El dolor pasó en pocos segundos, y Seabrook le dijo que no se preocupara, que siguiera comiendo.

Pero el malestar en su espalda persistió hasta después de llegar a Estados Unidos. Para entonces, ya no era un dolor punzante, era más bien una sensación de cosquilleo constante. Seabrook fue al doctor, le comentó lo que había pasado en el barco y le señaló el lugar que le incomodaba. El médico le hizo unas pocas pruebas y le dijo que solo era cansancio y estrés. Realmente lo que pasaba era que el escritor había perdido uno de sus riñones. Este había desaparecido, como devorado por la nada, sin dejar rastro. Pero eso, ni el médico ni él lo supieron nunca.

Durante su breve estancia en América, Seabrook le enseñó al zombi a vestirse mejor, a tener modales y a caminar erguido. También a peinarse los pocos cabellos que tenía y a modular mejor sus gruñidos, de tal forma que sonara más a un humano confundido que a una bestia.

Aun así, Toussel no tuvo oportunidad de practicar nada de eso en sociedad, porque al poco tiempo de haber llegado, la pareja partió a Costa de Marfil. La estadía en África fue de ocho meses, durante los cuales estuvieron hospedándose con la tribu caníbal de los gueré. Allí, tanto Seabrook como Toussel, probaron la carne humana en una porción de estofado con arroz y un filete de cadera. Al escritor, la carne le pareció excelente, solo comparable con la ternera; pero al zombi, contra todo pronóstico, no le encantó el sabor. Seabrook se rio y le dijo a la tribu que lo que pasaba era que su acompañante solo comía de él.

En Costa de Marfil, Seabrook escribió dos libros: “Jungle Ways” (1930) y el desconocido “Black-Magic”. Este último es desconocido porque nunca llegó a publicarse y el propio autor olvidó haberlo escrito. Al regresar a América, el escritor, con algunos problemas de memoria y ahora sin apéndice, se acostó en la cama y terminó cayendo en un profundo sueño. Al despertar vio que solo estaba el manuscrito de “Jungle Ways” y que Toussel, siempre insaciable, tenía un montón de páginas asomando entre sus labios. A Seabrook no le extrañó que no estuviese el manuscrito de “Black-Magic”; de hecho, a partir de ese momento no recordó haberlo escrito nunca. Lo que sí le extrañó, e hizo que le bajara la tensión y se cayera al piso, fue que en su mano derecha le faltaban tres dedos. En el lugar en el que antes habían estado el medio, el anular y el meñique, ahora había un vacío, una media luna, como la marca de una mordida que los hubiese hecho desaparecer.

La solución a su falta de dedos, fue un guante que rellenó con algodones. En realidad, no le avergonzaba haber perdido los dedos, lo que le daba pena era no saber con exactitud cómo había pasado.

Poco después de su regreso, Seabrook concertó un encuentro en su casa con Aleister Crowley, La Gran Bestia. Quería platicarle de sus últimas experiencias con la magia negra, de su misteriosa falta de dedos y de Toussel. Cuando el ocultista llegó, se detuvo un momento frente a la puerta con el puño alzado a la altura de la cabeza, dudando si tocar. No lo diría nunca, pero en ese momento sintió que adentro había una fuerza que se lo comía todo. No fue miedo lo que sintió, fue un impulso de alerta que lo emocionaba. Se relamió los labios y tocó.

Adentro, los dos amigos casi no hablaron de otra cosa que no fuese Toussel. Crowley estaba maravillado con la idea de un cadáver andante, de una persona al borde de la descomposición sin jamás alcanzarla. Le preguntó a Seabrook todos los detalles de su acompañante: cómo lo había conocido, cómo se comportaba, si hablaba y qué decía. El escritor respondió esa última pregunta diciendo que sí, pero que con solo una palabra, un sonido gutural similar a “wow”, lo que hizo que ambos se rieran. Crowley iba anotando todo en una hoja, mirando alternativamente a su amigo y a Toussel, que estaba parado muy cerca de ellos. En el momento en que tomó otra hoja y dejó la ya escrita a un lado, el zombi avanzó con rapidez para tomarla, pero Seabrook se le adelantó. “Se me había olvidado decírtelo: Toussel come páginas escritas. Siempre lo alimento con mis historias”. Eso hizo que Crowley abriera los ojos y guardara todas las hojas que había sacado en un maletín. “Ya veo”, dijo. Después de eso, su humor cambió: estuvo más serio, como meditabundo, mirando a Toussel con los ojos entornados, como si quisiera ver a través de él, o en su interior. Al final de la velada, le dijo a su amigo que ya no volvería al Reino Unido, como tenía planeado, y que quería llevarse a su acompañante por un tiempo, porque le parecía intrigante y deseaba estudiarlo. Seabrook, al principio contrariado, terminó por ceder, por el respeto que le tenía a Crowley y porque le interesaba saber qué saldría de esos estudios. “Excelente. Además, creo que eso te hará bien”, dijo Crowley. “Mañana mismo lo envío con usted”, respondió Seabrook, pero Crowley insistió en que no quería, ni podían, esperar, por lo que debían hacerle una maleta a Toussel de inmediato.

Así fue como los caminos del zombi y el escritor se separaron. Sin saberlo, esa era la última vez que se verían. Pero en ese momento, Seabrook pensó que la separación sería solo por un par de meses.

Durante los años siguientes, el escritor viajó otra vez a África, se casó, se internó en un asilo por alcoholismo y se divorció. Escribió otros libros y le mandó varias cartas a Crowley preguntando por Toussel, pero el ocultista se limitó a decirle que necesitaba más tiempo, porque estaba explorando naturalezas nunca antes pensadas. Aunque lo cierto era que había encadenado al zombi y lo mantenía alejado de cualquier libro (de cualquier página escrita, de hecho). Eso hizo que Toussel se volviese agresivo y se comportara como un animal en búsqueda desesperada por comida. Crowley le decía que no dejaría que siguiera comiendo de las partes más íntimas, de la esencia profunda, de otros, hasta que él mismo no supiese cómo dominar esa cualidad. Incluso, como parte de sus experimentos, una vez le dio a probar una página de uno de sus libros, y, mientras la comía, casi pudo sentir, aunque solo por un instante, cómo se olvidaba de las ideas ahí escritas. Después de eso, empezó a palparse el cuerpo con la certeza de que le faltaba algo.

Cerca de 1940, Seabrook le envió una copia manuscrita de lo que él consideró fue su libro más importante, “Witchcraft: Its Power in the World Today. Crowley lo recibió con agrado, pero de inmediato vio que podía tener un problema entre manos, porque apenas entró en su hogar, Toussel empezó a forcejear. Crowley imaginó que se debía al olor del manuscrito, así que lo colocó lejos del alcance del zombi.

Dos años después, durante una noche, Seabrook empezó a vomitar la comida y a escupir baba y sangre. Murió a los pocos segundos. Dijeron, por la espuma en su boca, que había sido por una sobredosis. Pero lo cierto fue que, a varios kilómetros, Toussel se había escapado y se había tragado el manuscrito de “Witchcraft”, con lo que desapareció el estómago de Seabrook. Esa noche, el zombi también se llevó varios libros de Crowley y huyó por la ventana.

Los años siguientes, Toussel estuvo vagando, comiendo carteles, periódicos con noticias importantes y otros textos en librerías. También hizo algo nuevo: racionó las páginas de los textos de Crowley. Las olía primero, las lamía y luego se las comía lentamente. Las rindió por casi dos años, después de los cuales se sintió insatisfecho y emprendió el camino de regreso.

Crowley murió porque Toussel, guiado por su instinto y por el olor de la esencia del thelemita, irrumpió en su hogar, subió a su habitación y empezó a comer todos los libros de la biblioteca personal del ocultista, textos en los cuales Crowley había hecho anotaciones y escrito ideas en los bordes de las páginas y en las contraportadas. Para cuando este despertó, por el fuerte dolor en sus costillas, no podía levantarse. De hecho, no podía moverse: su médula espinal se había desvanecido. Casi todos los órganos del cuerpo de Crowley desaparecieron esa noche. Una criada lo encontró manchado de babas, y varios otros fluidos, y con la cara desencajada. Vio a Toussel, cubierto con fragmentos de hojas, y luego otra vez a Crowley, y le pareció escuchar que este dijo, en un hilo de voz: “Estoy perplejo”, lo que ella interpretó como una señal de que había descubierto lo que buscaba, esa naturaleza nunca antes pensada. Luego miró a Toussel y le dijo: “Usted acaba de presenciar algo muy especial”. No reparó, por lo vertiginoso del momento, en que no sabía quién era ese hombre ni qué hacía allí, y para cuando lo hizo, ya el zombi se había marchado con un montón de libros bajo los brazos.

Después de eso, el cuerpo del thelemita fue trasladado y enterrado en el Reino Unido, el lugar donde había nacido y donde planeaba envejecer hasta el momento en que conoció al no muerto.

Al cabo de varios años, el zombi terminó por comerse todos los libros que se había llevado. Tras lo cual, aún sin estar conforme, siempre guiado por su olfato, empezó a entrar en las casas de otros escritores y editores. Se comió algunos textos no publicados de Silvia Plath, quien perdió, así como Crowley, su espina dorsal cuando estaba revisando la temperatura de su horno, con lo que cayó en seco, arrodillada en el piso, con la cabeza dentro del fogón; el manuscrito de un libro de cuentos de John Kennedy Toole, quien perdió los pulmones; así como la única novela de Raymond Carver, fallecido por la desaparición de su hígado… Pero, aun así, Toussel no se saciaba.

Con el tiempo, a medida que las ciudades se iban llenando, el zombi tuvo que empezar a cambiar sus hábitos y, a su pesar, dejar de invadir hogares. En su lugar, en un gesto de crecimiento personal, empezó a frecuentar librerías poco conocidas que por lo general estaban vacías y a esconderse entre los muebles más alejados para comer hojas de algunos libros en muy bajas cantidades (bordes o medias páginas), lo cual lo hizo enormemente infeliz: no estaba acostumbrado a alimentarse con tantas limitaciones.

Así estuvo por varios y largos años. Hasta que una vez, andando por la calle, su nariz lo hizo desviarse. Sus sentidos lo llevaron a un local, de poco tamaño, oscuro y silencioso. A un cyber. Se adentró en el establecimiento, caminando entre las luces de las pantallas, y se sentó frente a la computadora más alejada. Frente a él, se abría una ventana llena de cosas que él no había visto antes, pero que le daban una descarga que electrificaba sus nervios. Acercó la cabeza y deslizó la lengua por la pantalla. Sintió que una corriente le recorría la boca, avanzando por su garganta y luego descendiendo hasta su estómago. Lamió la pantalla una y otra vez hasta que el dueño del establecimiento se le acercó y él, acostumbrado, tras varios años de experiencia, a que no lo debían ver cuando comía, se detuvo. El dueño le dijo que, si quería utilizar la máquina, debía pagar. Toussel dijo “wow” y sacó un montón de monedas y billetes arrugados de su bolsillo. El dueño los tomó y se retiró. “Tienes una hora y media”, le dijo. Tousel respondió “wow” y cuando sintió que estaba solo otra vez, volvió a lamer la pantalla de la computadora (como lo haría casi a diario durante los años venideros). Lo hizo durante todo el rato, hasta que le dijeron que ya había acabado su tiempo. No se molestó, porque, por primera vez desde hacía mucho, se sentía satisfecho.

Este cuento pertenece a su libro «Intrusos»,
publicado por la editorial Fundavag en 2017.

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Jacobo Villalobos (Caracas – 1995). Actualmente cursa el noveno semestre de Comunicación Social en la Universidad Central de Venezuela (UCV). Participó del taller de narrativa de Monte Ávila Editores (2014), dictado en un inicio por el escritor Carlos Noguera y retomado por el escritor Luis Laya, y del taller “Construyendo Historias” (2015), impartido por Héctor Torres. También participó del taller de escritura creativa (2016), dictado por Fedosy Santaella, y de talleres de argumentación. Ganador por unanimidad del XIII Concurso de Monte Ávila Editores para Obras de Autores Inéditos (2015) en la mención narrativa, por el libro “26 humillados”, publicado por esa casa editorial en el 2016. Ganador del premio Franco-venezolano para la Joven Vocación Literaria (2017) con el libro de relatos titulado “Intrusos”, publicado por la editorial Fundavag en 2017. Ganador del Premio al Mérito Estudiantil -2016 (UCV) por poseer el segundo mejor promedio de la carrera (19,03). Se desempeña como traductor y como librero en “Lugar Común Las Mercedes”. Cuenta con colaboraciones, en narrativa y periodismo, para Revista Ojo, Sello Cultural y Digo.Palabra.TXT.

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