Hoy era el día, por Jose Javier Malaguera (Venezuela, 1995) ~

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Pilar Zeta

Yo sabía que hoy era el día. Llevaba varios meses saliendo con ella y no lograba que me abriera el paso. Era difícil. Antes yo salía con la chica que más me gustara, casi siempre vírgenes hasta en la mirada, y avanzaba in crescendo hasta un primer polvo y luego pasaba a otra y a otra, pero con ella no podía. Ya llevaba varios meses entre salidas al cine, comer helado e incluso ir a la montaña.

No era un día especial, pero era el día. Apenas se sentía el calor de la sábana. Ella no era tan bonita como algunas de las anteriores, las que eran un ocho o un nueve sobre diez, pero tampoco era un seis o un peor es nada tres. No digo nada de los diez sobre diez porque eso ya es personal. Ser un siete tiene su encanto, más porque tenía un rostro de esos que se pueden olvidar fácilmente, aunque yo no pudiera hacerlo. Era un poco bajita y de piel blanca sin llegar a ser una pálida Galatea. Era duro que no quisiera tener sexo conmigo, a veces pensé que ella tenía una cierta idea de mí, reforzada por las malas lenguas, que la dejaría si teníamos sexo. También pensé que había pasado por una experiencia traumática: la había forzado un tío o un primo, o su mismo padrastro, pero ella nunca hablaba lo suficiente y cada conversación tumbaba todas las inferencias que se podían hacer desde la comodidad de la casa, antes de dormir, sobre ese pasado turbio y desconocido. Me dijo que nunca había ido al puente y yo le dije que tampoco, pero que podíamos ir. Su padrastro la dejó salir, por suerte la dejan tener novios, no como a algunas de sus amigas encerradas en sus casas, como si sus padres quisieran que se sigan creyendo princesas de los cuentos de hadas, aunque ellas sean las más plebeyas a la hora de la hora.

Y hoy era el día. Fuimos al puente, ese que es tan viejo que uno no entiende por qué no ha caído ya si el metal está florecido de óxido y suena cuando se pasa por él. Nos sentamos a escuchar el ruido de los carros, a ver el río y finalmente el ocaso, a vivir esos clichés de películas que uno cree que le sirven para estas cosas. Me preguntó qué era el infinito y juro que me sorprendió. No supe que responderle. Le dije que hay infinitos más grandes que otros. Se sorprendió y me dijo que no viera esas películas de adolescentes con cáncer. Le dije que no había visto ninguna película, que lo había visto en clases y dijo que no mintiera y le di la razón solo por no pelear porque hoy era la tarde y le hablé de lo nuestro y de sus miedos.

Toqué el tema de su padrastro y habló muy poco, lo mismo que ya había dicho las veces anteriores. Pensé que tal vez hoy no se daría nada, como las veces anteriores, pero podía volver atrás. Hablamos de nuestras películas favoritas, de cómo tratamos de movernos en el espacio y no hacernos notar, de la difusa identidad de su padre que pudo haber sido el esposo peruano de su madre, un hombre al que le encantaban los automóviles. Siempre iba en un Oldsmobile Toronado a una velocidad un poco por encima de la media porque a pesar de todo era muy responsable, a pesar de haber huido. Él venía de una familia de abolengo y había huido del Perú porque era de izquierda y no podía soportar la hipocresía y el racismo de la oligarquía de Lima, además de estar ligado a grupos terroristas de allá. Me mostró una foto tipo carnet de él. Estaba en blanco y negro y tenía una gorra con una estrella roja. Si a estas alturas una foto impresa ya es algo del pasado hay que imaginarse lo reliquia que parece una foto en blanco y negro, parecía que acababa de salir del cuarto oscuro. Murió nueve meses antes de que ella naciera en un accidente de tránsito, cuando volvía a la casa en el único semáforo de esta ciudad en medio de la nada. Tal vez por el turista polaco del luto que a veces menciona su abuela y que ella no logra concebir como un padre, piensa que el aristócrata peruano había salido a comer con su madre, se habían acostado, el esperma había logrado fecundar al óvulo y el accidente ocurrió unas horas después de que el óvulo de su madre fuera fecundado. Suena lógico, le dije. En ambos casos explicaba el temperamento flemático y los ojos claros, tristes incluso en la alegría, no hay modo de saberlo. Tantas aspiraciones, luchas y esfuerzos, y puedes morir en un segundo solo porque alguien quiso llegar antes que tú, se comió el semáforo y te chocó. Ella puede elegir a su padre y sin duda escogió el que tenía una historia más noble.

Cuando terminamos de hablar el día que era el día ya había sido la tarde, y tras el ocaso nos fuimos del puente hasta el centro y me dijo que es aburrido vivir en una ciudad pequeña y yo escuchaba paciente y asentía y hacía preguntas para demostrar interés. Comimos en un restaurante chino tan lujoso como podía permitírmelo porque era la noche y luego bebimos en un pequeño bar de la Avenida B*, caminamos por la avenida y luego los abrazos y los besos, la llave de la habitación que había pedido de antemano. Nos quitamos la ropa como una serpiente muda su piel para dejar de sentirse sucia y sola, en fin, tal vez eso queríamos, sentirnos más sucios, pero menos solos. Le quité el sostén con modesta maestría y nos abrazábamos hasta que le dio un escalofrío en plena columna vertebral y dijo que no podía, que me había esforzado mucho, pero que no ella no podía. Yo por primera vez pensé que aun con calentarme ella me había hecho un favor y que yo era el de perder en esto. Como antes, le dije que no había problema y que podíamos intentar luego. Tras un silencio incómodo que duró más de lo que de por sí suelen durar los silencios incómodos, se volteó y me besó. Ya podía dejar de hacerse la dura. Bajé mi mano y toqué sus labios con ternura mientras nos besábamos. Estábamos calientes de nuevo. Era la noche, era el momento. Le bajé la braga, me puse el condón y nos unimos y luego nos unimos. Empezamos a gemir de placer y después de un rato casi parecía cierto eso que dijeron en la clase de filosofía de que el hombre en un principio tenía cuatro brazos y cuatro pies y fue separado para estar buscando siempre su otra mitad. Su sudor era dulce como la miel del cliché más cursi del mundo, y me sentía avergonzado por sudar tan fuerte y no permitir que solo su olor existiera. Doblé la embestida y noté que en ella no hay esa primera sangre. Tal vez no es virgen después de todo, si no hay dolor tal vez no haya trauma, creo que solo quería que en verdad me esforzara, no dar este paso hasta que nos conociéramos lo suficiente. Me corrí antes de lo que pensaba y ese breve instante era la nada total, el infinito más pequeño, y mientras la noche dejaba de ser pensé que yo no la tenía sino ella a mí. Ya no tendría que seguir buscando en otros sitios lo que al fin había encontrado. Al día siguiente desperté antes que ella y busqué al menos tres veces la foto del Duque de Saint Simon peruano porque quería mandarla directo a las cloacas, pero no la encontré.

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Jose Javier Malaguera (Táriba, 1995). Estudiante de Letras: Mención Lengua y Literatura Hispanoamericana y Venezolana en la Universidad de los Andes – Mérida. Ha publicado en la página web https://digopalabratxt.com. Ha recibido la segunda mención en la categoría Cuento del Concurso de Cuento, Ensayo y Poesía Digecex – ULA (2015), Tercer lugar en el VII Concurso de Narrativa Joven Gustavo Díaz Solís (2016) organizado por la Casa Nacional de las Letras Andrés Bello y el segundo lugar en el “I Concurso de Poesía Andrés Bello, organizado por el Fondo Editorial de la Asamblea Nacional de Venezuela (2016). Todos estos textos pueden leerse en www.jjmalaguera.wordpress.com

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