Dióscoro Zamarripa (Tocuyito, 1997). Abogado y escritor venezolano. Actualmente cursante de la Maestría en Literatura Iberoamericana del Instituto de Investigaciones Literarias «Gonzalo Picón Febres» de la ULA. Trabaja como escritor fantasma de novela y cuento. Ha publicado los libros de poemas Las lamentaciones (2018) y Pobre de solemnidad (2020). Actualmente reside en la ciudad de Buenos Aires.
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Frustración
But everybody’s gone
And I’ve been here for too long
To face this on my own
Well, I guess this is growing up.
Mark Hoppus
Sentado en unas grandes cornetas que vibran y rugen debajo de mí, puedo ver como el alcohol comienza a hacer efecto en las cabezas de los invitados al matrimonio. Desinhibidos se aglomeran en el centro de la pista de baile, contoneándose y permitiéndose disfrutar sin preocuparse de nada.
En medio del gentío, se encuentran el novio y la novia, que son quienes más disfrutan del momento. Ambos son jóvenes y hermosos: él, de barba perfectamente arreglada, amplio pecho y traje hecho a la medida; ella, de un perfecto rubio platino, con un cuerpo marcado por horas y horas de gimnasio, estricta dieta y el costoso cuchillo de un cirujano plástico. Por supuesto que están contentos, disfrutando de esta boda que probablemente no pagaron ellos, sabiendo que mañana o pasado se embarcarán en una luna de miel ostentosa, quizás un crucero o un viaje por Europa, sin tener que preocuparse de nada más que ser felices: ser lo que se supone que sean. Después volverán a la ciudad, donde tendrán un gran pent-house, listo para estrenar, con decoración de mal gusto y una cama tan grande como un estadio de béisbol, donde se amarán y se serán infieles en partes iguales.
Casualmente recuerdo lo que cené: un pote de margarina Mavesa lleno de pasta y lentejas, comida similar a mi almuerzo y desayuno; comida casi invariable desde hace al menos una semana debido a la escasez de víveres y a mi poco presupuesto. Entonces vuelvo a pensar en el gran pent-house en el que vivirán los felices recién casados y me imagino todas las cosas deliciosas que tendrán en su despensa y en su nevera. Se me hace agua a la boca de solo imaginármelo y me dan ganas de desobedecer a mi jefe, dejándome caer cerca de la infinita mesa de pasapalos. Sin embargo, prefiero quedarme donde estoy y evitar un conflicto innecesario. Vuelvo a ver a los novios y siento cierta envidia de ellos, no por la suerte que puedan tener en el aspecto económico, sino por la suerte que tienen de haber encontrado a ese alguien; esa persona con quien —para mal o para bien— han decidido pasar el resto de sus vidas; y, desde el fondo de mi corazón, solo puedo desearles que las infidelidades no hagan tanta mella en ellos y que tengan muchas noches como esta.
Me entran deseos de tener una copa en la mano y brindar por ellos. En realidad, me entran deseos de que el alcohol ardiente me queme el estómago y me haga dejar de pensar. Por suerte, en la casa me espera una pequeña botella de San Thomé, bebida artesanal, que parece más alcohol etílico que cualquier otra cosa. No puedo esperar a que todo termine para irme de aquí.
Miro la pantalla rota de mi teléfono, apenas son las 12. Las mujeres no se han quitado los tacones y algunos hombres aún tienen las corbatas puestas; todos disfrutan de la música, de la comida y de la bebida. Mientras tanto, nosotros, como sombras, pululamos alrededor de ellos.
En esta bacanal nadie nos mira, ni a mí ni a los chamos que se encargan de la tarima, ni a los de las luces, ni a los del sonido; si acaso a los mesoneros, con quien tienen que lidiar, pero nunca los ven a la cara. Nosotros, que armamos esta fiesta con nuestras manos, somos invisibles. Somos unas sombras.
Los destinos y recuerdos de los asistentes a este matrimonio están, irremediablemente, impregnados de la obra de nuestras manos: nosotros construimos sus recuerdos, la apariencia que tendrán; porque todos recordarán que había buena música y que sonaba muy bien gracias al estupendo sistema de sonido, que había una gran tarima, con luces profesionales y que, cuando se presente el típico y genérico artista internacional, habrá efectos especiales que los pondrán a gritar de emoción. Se sorprenderán con la obra de nuestras manos y la fotografiarán para subirla a redes sociales. Pero para ellos no existimos. Quizás simplemente desentonamos; nosotros solo somos una mancha negra en el mantel blanco e impoluto que es este evento.
El DJ, que parece Skrillex, pero pincha puro reguetón, baila con las manos en alto, tripeándose la fiesta como no hacemos ninguno de nosotros. Es una buena noche para él, pues la paga es mejor que pinchar en alguna fiesta clandestina de esas para las que tanto lo contratan. Lo miro y me hace un gesto, diciéndome que me pille lo que va a poner.
Comienza el intro de una canción de reguetón viejo que hasta a mí, ávido consumidor de pop-punk dosmilero, me gusta y me hace querer bailar. Los bajos parecen un sismo, los siento vibrar durísimo debajo de mí, y puedo apreciar como los invitados, poseídos por el ritmo de la música, suben varios niveles en sus conteos de euforia.
Es entonces cuando la veo, acercándose a la novia para felicitarla con un beso en la mejilla, que es recibido de forma que incluso parece sincera.
Ella usa un vestido negro demasiado corto y demasiado ajustado, lo suficientemente pegado a su cuerpo como para dejar muy poco a la imaginación. Me fijo en su boca pintada, con una sonrisa de dientes perfectos, tan blancos que brillan. Veo en sus largas piernas que están más trabajadas de lo que se veían la última vez.
Se encuentra acompañada de alguien tan parecido al novio que bien podría ser su hermano gemelo, solo uno de los tantos estereotipos que se encuentran en esta fiesta.
Luego de disculparse con los novios por llegar tan tarde, ella y su acompañante no pierden tiempo, pues ha llegado la hora del reguetón viejo, donde el DJ se luce poniendo esas canciones que harían bailar incluso a un muerto: Wisin y Yandel, Daddy Yankee cuando aún cantaba con Nicky Jam, Don Omar, y la lista sigue y sigue.
Me fijo en cómo baila, como se recuesta, como se estruja del cuerpo de su acompañante, que encaja perfectamente con lo que es ella.
Mi vida es horrible: me veo obligado a trabajar en el matrimonio del retoño de algún enchufado, que se ríe en mi cara (y en la cara de todos los que trabajamos aquí), disfrutando como el verdugo más sádico. Ni siquiera les importamos; solo les importa la complacencia. Mi vida es horrible, porque esto es lo único que sé hacer, y en otro trabajo probablemente no me aceptarían. Pero la veo, con lo hermosa que es, bailando de esa forma tan sensual, y se me olvida un poco lo terrible de la situación.
Así, tan hermosa, tan perfecta, se hace difícil imaginar que le gustaba morderme el mentón y los lóbulos de las orejas; que me pedía que la abrazara fuerte, con todas mis fuerzas, y que por nada del mundo la soltara; que me decía un «más fuerte, más fuerte» con voz entrecortada, que era lindo y obsceno a la vez, cuando estaba sobre ella, metiéndoselo duro; que me pedía que le prometiera la eternidad, aunque ambos sabíamos que no era algo a lo que estábamos destinados, pero le gustaba que le mintiera; que me llamaba llorando a las dos de la mañana cuando tenía una pesadilla y quería que la consolara, diciéndole que todo estaba bien o que me despertaba —en esas pocas noches en que dormimos juntos— y nos manteníamos en vela hasta que llegaba la mañana, charlando sobre nuestras respectivas vidas llenas de desgracia y cogiéndonos con la desesperación y la frustración de saber que el tiempo juntos se iba a terminar; lloraba con las películas románticas, lloraba cuando se sentía sola, lloraba por todo. Así, viéndola tan perfecta, se me hace difícil recordarla en todas esas escenas en las que compartía el protagonismo con ella.
Las cosas buenas nunca duran.
Viéndola moverse, como solo se puede mover ella, se acaba el turno del DJ para darle paso al respectivo cantante, cuyo nombre no mencionaré por obvias razones, como no mencionaré el nombre de ella ni el de los felizmente casados.
Las personas se aglomeran cerca de la tarima para ver al fulano, que se encuentra fumando un porro detrás, lejos de la vista de su público.
Ella se para frente a su acompañante, que la toma por la cadera. La abraza, la besa y se agarran de manos mientras esperan al cantante. Si mal no recuerdo, ella se sabía todas sus canciones, y un par de veces me llegó a dedicar algunas.
Las personas hablan a mi alrededor y corren de un lado para el otro; el cantante ha generado tal alboroto porque todo tiene que salir perfecto: el sonido, las luces, los efectos especiales, todo. Pobres diablos como yo, obreros en el oficio de las fiestas y los eventos, se desviven por hacer bien su trabajo, como si en verdad importara que todo esto se acabara.
Yo sigo sentado sobre la corneta, mirando hacia el frente. ¿Qué me importa a mí ese cantante si ya lo he visto meterse perico, lanzar cachetadas a mujeres, besarse con sus amigos y vomitarse encima? Me he cansado de verlo. Solo es otro robot atormentado, con canciones de ritmos bailables y letras sugerentes.
El estruendo se hace zumbidos y todo se va oscureciendo a mi alrededor, formando la atmósfera. Solo alcanzo a distinguirla a ella y a su acompañante, muy juntos. El resto son penumbras.
Se besan, se estrujan, se ríen. Me parece que su voz atraviesa todo el ruido que hay en el lugar y que claramente puedo escucharla diciéndole que lo ama, como alguna vez me lo dijo a mí. Sus labios se tocan mientras cierran los ojos… entonces me doy cuenta de que alguien me sacude.
—¡Coño, pajúo, párate de ahí! Este güevón ya se va a montar a cantar —me dice uno de los chamos que trabaja conmigo.
Me paro de la corneta y camino lentamente al baño a lavarme la cara, mirarme en el espejo y tratar de decirme a mí mismo que todo está bien, que no está pasando nada, que esta es solo una fiesta cualquiera como todas en las que trabajo para personas que simplemente botan su plata en desinhibición y algunos supuestos buenos recuerdos. De bolas que no está pasando nada, todo se ha desarrollado como debe desarrollarse y las cosas por una vez están saliendo bien: mi jefe, por una vez, no está gritándome frente a todo el mundo porque no lo escucho ya que constantemente caigo en un hueco gracias a trabajar en estas fiestas, donde, por ejemplo, me da dolor ver cómo botan kilos y kilos de comida mientras yo paso semanas comiendo lentejas como única proteína.
De verdad que todo está excelente y la presencia de ella lo confirma. Ella es un fantasma, una aparición en medio de toda esta penumbra, puesta aquí por un Dios cruel, o un demonio burlón, para atormentarme. ¿A cuenta de qué? No lo sé. No sé ni siquiera qué sigue haciendo en este vertedero de país.
Yendo al baño, me tropiezo con un cable, o más bien una aglomeración de cables, todos conectados a un mismo enchufe. Por supuesto los desconecto y me salvo de rastrillar los dientes contra el piso porque pongo las manos.
Cuando el cantante pega el primer grito en el micrófono, nada se oye y nada se ve. Escucho los gritos de mi jefe y los otros chamos, buscando cual pudo haber sido la causa de la falla. Antes de que lleguen a donde yo estoy, vuelvo a conectar lo que me llevé por delante y todo vuelve a funcionar. Ahora si empieza la presentación.
Entro al baño, me echo agua en la cara, me cacheteo, me grito a mí mismo aprovechando que nadie está cerca, me vuelvo a cachetear y nada. No puedo sentirme mejor. Mi cara siempre luce terrible, pero ahora luce peor porque irremediablemente la termino comparando con la de su acompañante. También me veo a mí mismo mucho más delgado de lo que soy y veo mi ropa más gastada aún. Incluso, cuando veo hacia abajo, puedo notar los rotos en mis zapatos, a los cuales no suelo prestarles atención.
Me siento peor que cuando entré, así que salgo de ese lugar, solo para encontrarme con que la presentación del cantante está en pleno.
Parece que los ojos de ella chocan con los míos, algo que, de alguna forma, estaba esperando hace rato. En mi cabeza le pido que no me dirija esa mirada tan horrible con la que las mujeres ven a alguien que han borrado de su vida, una mirada que parece ser dirigida a los insectos. Por favor, le ruego con todo lo que soy, intentando que escuche las palabras que digo en mi cabeza.
Sigue sosteniéndome la mirada y su sonrisa brillante y perfecta desaparece. Le susurra algo en el oído a su acompañante y ambos se van de la fiesta, sin despedirse de nadie. Puedo notar como, en la carrera, le quita un vaso de champán a uno de los mesoneros y se lo bebe de un trago.
Probablemente le pidió que la sacara de aquí. Ahora irán a un sitio donde se desnudarán y se amarán. Ella le dirá «más fuerte, más fuerte» cuando él esté encima, como me lo decía a mí, y esta noche solo será una noche más que desaparecerá entre otros tantos recuerdos…
***
Unas horas después, ya todo ha terminado. Luego de que ella se fuera, y después de la presentación del reguetonero, cumplí con mi trabajo de desarmar y guardar los equipos que producen los efectos especiales. Ahora me encuentro aquí sentado, afuera del lugar, viendo como el sol sale mientras espero el camión que vendrá a llevarse todo esto.
Quisiera ver el sol salir y pensar que, de la misma forma en que estas noches tan terribles se terminan, así el sufrimiento y la frustración se pueden terminar. Pero no. Todo lo que puedo hacer es verlos, a ella y a su acompañante, mientras bailan, se estrujan, se besan, se… se agarran de las manos como si se quisieran y quisieran estar juntos siempre.
Solo quiero estar lejos de aquí y no volver a trabajar en estas fiestas de enchufados.