Seis posibles razones por las que mi abuelo decidió vivir en un cajón, por Iván García Mora (México, 1993)

Iván García Mora (Tijuana, 1993). Sus textos han aparecido en distintas revistas como Plástico, Neotraba, El Septentrión, Grafógrafxs y Low-fi Ardentía. Es autor del poemario Tadoma (Pinos Alados, 2020). Escribió el libro de cuentos Seis posibles razones por las que mi abuelo decidió vivir en un cajón (Ediciones Cuarentena), parte de la colección Primeros Libros, editada por Luis Humberto Crosthwaite. Es guionista de la miniserie Reconstruyendo el Tono, una iniciativa de Paradox Effects que busca rescatar la época de oro de los amplificadores mexicanos. Fue parte del comité organizador del Festival Internacional de Poesía Caracol Tijuana.

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Aguanta corazón, no seas cobarde,

si te tienes que ausentar que sea por Dios.

 Los Invasores de Nuevo León

1. Porque quería tener su granja de vacas galácticas

Nunca olvidaré la noche en que descubrí que mi abuelo vivía en un cajón. Era normal escuchar la madera crujir por la madrugada, los muebles siempre truenan como los huesos, no había nada de raro en ello. Pero ese día algo se alborotaba dentro del viejo buró de mi cuarto. El mueble se sacudía como si la tierra temblara, se escuchaban voces adentro, mugidos de vaca salían disparados haciendo eco en las paredes.

Con las manos temblorosas y la cara tiesa por el frío, abrí el único cajón del buró. Ahí estaba el abuelo, arriba de una vaca, cabalgando por un universo que se había instalado en ese mueble polvoriento; rodeado de planetas y lunas, estrellas de distintos colores y galaxias enteras que a sus espaldas navegaban en el infinito. Era como si desde el cajón se proyectara una pantalla en 3D, que transmitía un video del universo, con mi abuelo como protagonista.

—Quiúbo, mi cabrón. ¿Cómo está? —me dijo, arriba de su vaca blanca, que en vez de manchas negras tenía manchas multicolor: manchas de arcoíris.

Yo no podía cerrar la boca, no lo creía, a pesar de que llevaba puesta su típica vestimenta: camisa de franela a cuadros, pantalón de mezclilla azul, botas negras y su típica tejana color crema. Lo único diferente era una barba larguísima que llegaba hasta las patas de su vaca. Quería preguntarle muchas cosas: ¿qué hacía ahí?, ¿en dónde había estado todos estos años?,  ¿por qué tenía una barba tan larga?

—Mijo, yo sé que usted tiene muchas dudas. Pero no se me alebreste, todo se lo voy a contestar a su debido tiempo. Ahorita lo que necesito es un favor, consígame diez costales de maíz y unas veinte pacas de alfalfa. De este lado andamos escasos, pues, las vacas se me andan alborotando.

No supe qué responder. Para el momento en que quise decir algo, ya se había ido, no sin antes decirme que mañana pasaría a la misma hora por su encargo, y que no le revelara a nadie su ubicación. Esa noche me cambié de ropa varias veces, sudaba y minutos después tenía frío. Dejé un pie adentro de la cobija y otro afuera, metí la cabeza bajo la colcha para después sacarla por falta de aire. Pensaba en mi madre, en mis ganas de contarle, en cómo iba a conseguir el maíz y la alfalfa. Me paré y abrí el cajón de nuevo, no encontré nada, solo unos papeles amarillentos. Estaba muy confundido.

No fui a dar clases al siguiente día. Llamé al director de la primaria, fingí tantos tosidos que me recomendó ir al hospital. Recorrí los graneros de la ciudad, buscando los mejores precios. Tuve que gastar todos mis ahorros, me quedé en ceros porque, además, pagué un extra para que llevaran las cosas a mi casa por la noche, sin hacer ruido, mientras mamá dormía. La operación fue un éxito; cuando los mugidos de vaca atiborraron la habitación, todo estaba listo. Fui metiendo costal por costal en el cajón, paca por paca, el abuelo llevó su manada de veinte vacas galácticas para cargar con las cosas.

—Yo sabía que usted no me iba a quedar mal, usted es cabrón. Usted no se anda con chingaderas. Nomás no se le olvide que tenemos un secreto —me dijo cuando le pasé el último costal, alzando la mano y despidiéndose.

En seguida tronó los dedos y despegó con la velocidad de un cometa, junto a su manada, dejándome con las preguntas atoradas en la garganta.

2. Porque la abuela ya no lo dejaba tomar tequila

Pasaron dos meses hasta la siguiente visita, dos meses que navegué en medio de la incertidumbre, no sabiendo si lo que había experimentado era real. Abrí el cajón varias veces, nunca encontré rastros del universo que vi aquella noche. Durante ese tiempo, driblé mis ganas de contarle a mi madre. Tenía de sobra ejemplos de cómo, después de que mis tías y tíos hablaban de la desaparición del abuelo, mamá se encerraba por varios días a llorar en su cuarto, apenas comiendo lo necesario para sobrevivir.

Estaba dormido y los mugidos de vaca comenzaron. Me paré corriendo, abrí el cajón: mi abuelo estaba borracho, traía una botella de tequila casi vacía en su mano, se balanceaba de un lado a otro sobre la vaca. Cuando su cuerpo se inclinaba al lado derecho, su barba se ladeaba hacia el lado izquierdo, y viceversa, como si estuviera siendo jalada, ayudándolo a equilibrarse.

—¡Cabrón, hágame un pinche favor! ¡Consígame quince cajas de Tradicional! ¡El mejor tequila del pinche universo!

El abuelo hablaba y escupía a la vez, sus palabras se arrastraban, eran casi incomprensibles.

—¡Abuelo! ¡Cuidado, no te vayas a caer! ¡Qué tanto estás haciendo allá! —le grité, preocupado porque su cuerpo fuera a perderse en el vacío del universo.

El viejo se carcajeó, sin dejar de jugar al equilibrista, le dio un par de palmadas a su animal y salieron como cohetes, perdiéndose entre el brillo de una nebulosa. No me quedó de otra más que hacerle caso otra vez, al final era mi abuelo, y teníamos diez años sin vernos. A la mañana siguiente fui a dar clases, pasados treinta minutos en el salón de tercero de primaria, tosí y tosí hasta que los niños se asustaron y corrieron a decirle al director. Salí temprano de la escuela con el pretexto de que iría al doctor, después a reposar.

Anduve de licorería en licorería, buscando las mejores ofertas de tequila al mayoreo. Volví a usar todos mis ahorros, otra vez pagué un extra para que llevaran el encargo por la noche. Me dio la impresión de que el abuelo sabía de mi escasez, por eso esperó dos meses exactos, calculando mis ingresos.

Me prometí que esta vez no se escaparía de mis preguntas, tenía que averiguar por qué desapareció, por qué dejó en el olvido a la familia. Llegado el momento de su visita, se me cortó la respiración. Abrí el cajón, el abuelo no estaba, solo su orquesta de vacas mugía sin sentido. La líder de la manada estiró su cabeza, traía una nota en la boca:

Mijo, dele las cosas a las vacas, y cuando vea a su abuela, pregúntele por qué chingados ya no me dejaba tomar tequila.

3. Porque quería conocer el olor de todos los planetas

—Póngase un suéter, cabrón. Se me va a enfermar.

—Abuelo, hace seis meses que no vienes, ya estamos en verano.

—Por eso mismo vine, acá en verano todo se va a la chingada. Necesito una nariz nueva, mijo.

—¿Qué?

 —¿Cómo que qué? Uy, mijo, no me digas que todavía no se pueden cambiar de nariz allá.

—¿De qué hablas? Déjate de juegos, ya dime por qué te fuiste. ¿Qué tanto estás haciendo allá?

—No, cabrón, yo sin nariz nomás no puedo. Ya no sé si no sirve o son mis nervios, tu pinche cuarto huele como a planeta de galaxia abandonada. ¿Qué andas fumando o qué? Luego me dices, acá de este lado hay mucha hierba, mijo, nomás pídala. Yo no le voy a decir nada a su mamá.

—No, no, yo no fumo.

—¡Ah, mijo! ¡Le creció el bigote! Cada día se parece más al chingón de su abuelo.

 —¿Qué? Desde la primera vez que viniste tenía bigote. Abuelo, ya, deja de evitar mis preguntas.

—…

—¡Abuelo!

—…

—Abuelo…

4. Porque quería que las canciones de Los Invasores de Nuevo León sonarán en todo el universo

Esperé cinco años para ver de nuevo al abuelo, ya no vivía en casa de mi madre. Me casé, no con mucha suerte. Mi esposa era una mujer que cuando no le daban lo que quería, lanzaba gritos, puñetazos, tazas, cuchillos y todo lo que se atravesara. Mi matrimonio cada día estaba más cerca del bote de basura.

Logré meter el viejo buró al camión de la mudanza, entre los sillones y la vajilla que nos regaló mamá. Cada madrugada durante esos cinco años, a la misma hora, fingía ir al baño, e iba a la cochera a sentarme sobre el mueble polvoriento. Decidí ponerlo en ese lugar, diciéndole a mi esposa que guardaría algunas herramientas.

Me fumaba mi segundo cigarro, de la tercera cajetilla del día: tanto grito en casa me hizo más cercano a la nicotina que a mi esposa. Los mugidos de vaca retumbaron y corrí a abrir el cajón. El brillo de ese universo escondido, junto a la mirada del abuelo, me trajeron una felicidad que no había experimentado en mucho tiempo.

—¡Qué milagro, mijo! —gritó el abuelo, montado en su vaca galáctica.

El viejo me pidió un favor, quería que le consiguiera la discografía de Los Invasores de Nuevo León, dos copias de cada uno, pero solo los discos con Lalo Mora. Dijo que los demás eran chingaderas. Me explicó que en el centro de cada planeta, había una especie de tocadiscos enorme, que eso del núcleo caliente eran puros cuentos. “Lo que hace que un mundo gire es la música”, por eso tenía que conseguirle todos los discos en formato de vinilo.

Pedí el encargo por internet, tardó una semana en llegar. Me aseguré de que enviaran dos copias de cada disco, tuve la sensación de que el abuelo quería conquistar una galaxia con esas canciones. No fue difícil meter el encargo a la casa, mi esposa era de sueño profundo: aunque se me cayeran los platos o un ladrón intentara meterse, ella no despertaba hasta después del mediodía.

El abuelo llegó esa misma noche, con su manada de vacas y un burro galáctico que tenía los ojos de colores. Fui metiendo disco por disco al cajón, el viejo los recibía con una sonrisa, mientras el burro brincaba solo con las patas traseras. Terminando, el viejo se me quedó viendo por varios segundos.

—¿Todo bien, mijo? —me preguntó, con su barba rodeándole el cuello como si fuera una bufanda, con un tono de voz con el que no me hablaba desde que yo era un niño.

Me dieron ganas de llorar, no pude contestarle porque si lo hacía, las lágrimas formarían una lluvia incontrolable.

—Nomás le voy a decir una cosa. A las mujeres uno nunca las va a hacer pendejas; si quieren se hacen pendejas, pero uno nunca las va a hacer pendejas.

5. Porque se quería dejar crecer la barba y la abuela no lo dejaba

Me divorcié un año después de la visita del abuelo, mi esposa descubrió que estaba viendo a otra mujer. Al final era cierto lo que dijo el viejo: a una mujer no la vas a hacer pendeja, si quiere se hace pendeja, y mi esposa no quiso. La cosa fue que ella sí me hizo pendejo, veía a otros hombres a mis espaldas, cosa de la que yo nunca me enteré.

Regresé a casa de mi madre la noche que decidimos divorciarnos. Lo único que saqué de mi domicilio matrimonial fue el viejo buró: todo lo demás eran recuerdos de mi fracaso como esposo. Esa misma madrugada el abuelo apareció de nuevo, yo estaba borracho, los mugidos me hicieron brincar del susto.

—Ese mi cabrón, aprendiste a la mala —el abuelo me miró con ternura, él y sus veinte vacas asintieron con la cabeza cuando dijo estas palabras.

—Abuelo, llévame contigo, quiero colgarme de una estrella, quiero conocer muchas galaxias, igual que tú —le dije, entre lágrimas. El tequila que bebí se me salía por los ojos.

El viejo me dijo que no podía llevarme con él porque una vez que yo entrara a ese universo de cajón, no podría regresar a casa, y ¿quién cuidaría a mi madre? Me quedé en silencio, con la mirada agachada, le di un largo trago a mi botella. De puro coraje quise cerrar el cajón, pero un grito del abuelo me detuvo.

—¡Hey, cabrón, no te atrevas! ¡Soy tu abuelo y me respetas! —sentenció.

Me quedé congelado, el abuelo se acomodó el sombrero y contó una historia. Platicó que por varios años intentó dejarse crecer la barba, él nunca la cortaba, sin embargo al amanecer siempre estaba del mismo tamaño. Hubo un día en que a media madrugada, abrió los ojos y descubrió a la abuela rebajándole los cabellos del mentón. Se enojó tanto que se fue a dormir a la sala.

—¡Y por eso traigo la barba hasta las pinches patas!

Fueron las últimas palabras que escuché, me quedé dormido por culpa del mareo que me producía el alcohol.

6. Porque Dios le debía dinero y lo andaba buscando

 Tres años después de su última aparición, el abuelo, su burro y sus vacas se dejaron ver de nuevo. Para esas fechas, mi madre estaba en cama, una tuberculosis la tumbó y tenía que medicarse con un horario estricto. Yo pedí dos semanas de vacaciones en la primaria, para asegurarme de que mamá se recuperara. Hubo un día en que se puso muy mal. Tosido tras tosido, la fiebre no le bajaba de cuarenta, el sudor era un mar tragándose su cuerpo. Pensé en lo peor, y estuve a punto de confesarle que tenía años viendo al abuelo. No me atreví, esto solo podía agravar su salud, sus emociones seguro explotarían.

Una de todas esas noches, en las cuales, al igual que siempre esperaba su visita, las vacas comenzaron la sinfonía de mugidos.

—Mijo, necesito hablar con alguien.

El abuelo me confesó que estaba buscando a Dios porque le debía dinero. Dos años atrás, el abuelo y Dios jugaron un partido de tenis galáctico. Me explicó que el tenis galáctico era igual que el tenis de la Tierra, la única diferencia es que se jugaba sobre el mar, montado de un burro con ojos de arcoíris. Aquel juego se desarrolló en un planeta idéntico al nuestro, el cual se encontraba a tres millones de años luz de nuestra galaxia. El planeta tenía dos soles, así que siempre era de día: lugar perfecto para emborracharse y jugar tenis, eso dijo el abuelo.

En medio de su borrachera, Dios y el abuelo discutieron sobre cómo sería la vida en la Tierra en un millón de años. Al parecer no coincidieron, Dios dijo que estaría dominada por niños y niñas gigantes, de veinte metros de largo; el abuelo aseguró que estaría dominada por vacas enormes de treinta metros de altura. Todo se resolvió con un partido de tenis galáctico, apostaron veinte millones de dólares planetarios para hacer las cosas más interesantes.

—El dinero acá es igual que allá, cabrón. Nomás que no lo tocamos, tenemos unas chingaderas holográficas. —Mencionó esto luego de sacar una tarjeta de su cartera, del mismo tamaño que una tarjeta de crédito.

El abuelo ganó el partido, Dios prometió pagar a la siguiente semana, nunca lo hizo. Tenía dos años ignorando las llamadas del viejo, así que era hora de tomar cartas en el asunto. El abuelo no sabía lo que se podía esperar en la casa de Dios, estaba nervioso. Temía que las cosas se fueran a descontrolar, provocando una batalla cósmica. Por el tono en que contó la historia, comprendí que lo único que quería era ser escuchado, no solo por sus vacas o por el burro brincador, sino por un humano. Decidí no preguntar de dónde había sacado el dinero para la apuesta, me gustó pensar que sería una especie de herencia para su nieto.

—Vas a ganar, abuelo, estoy seguro.

—Espero que sí, mijo. Te prometo algo, para la siguiente te voy a traer un regalo chingón. Un caballo cósmico con cinco patas o una nueva pierna, te caería bien, ya estás en la edad en que te duelen las méndigas rodillas. Nomás déjame pensarlo.

Nos despedimos con una sonrisa, el abuelo despegó, más rápido que nunca, junto a su manada y su burro galáctico, dejando un brillo insoportable que me provocó cerrar el cajón de golpe. Esa fue la última vez que lo vi, ya pasaron un par de años. Pienso seguido en su barba, en los ojos de ese burro, en las manchas de arcoíris que tenían esas vacas. Aún no me confieso con mi madre. Pasan los años y la veo más frágil. He sido paciente con la próxima visita del viejo, cada noche me siento a fumar sobre el buró sin esperar nada. Al fin y al cabo, no tengo idea de cuántos años pueda durar una batalla cósmica.

 

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