Inés Martínez García (Madrid—Huelma, 1994). Es periodista, correctora y editora. Dirige Libero Editorial, a la par que es responsable de comunicación y contenidos de la Librería-Editorial Dykinson. Sus poemas han sido seleccionados en las antologías Liberoamericanas. 140 poetas contemporáneas (Liberoamérica, 2018) y Piel fina (Maremágnum, 2019). Ha publicado Pasión silenciosa (Liberoamérica, 2019), Trenza roja (coautoría con Iosune de Goñi, 2020) y Yo soy la luz del bosque (RIL, 2022). Actualmente trabaja en dos obras: un poemario y una novela.
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La niña sentada
Mi madre me coloca cojines bajo las mantas en posición vertical, como si fueran herramientas de sujeción. Previamente, había situado mis piernas vendadas, con mucho cuidado, sobre la sábana de coralina. Me quejo, una y otra vez, me quejo. Cuando estás convaleciente puedes ser buen enfermo o mal enfermo, mi caso está aun por determinar porque la anestesia todavía circula por mi cuerpo y noto cómo mis pies, mis tobillos, se han convertido en dos hongos gigantes que van a gobernar el mundo, como ya hicieron los Prototaxites. Nada me vale en esta posición, ni la verticalidad de los cojines ni la horizontalidad de mi cuerpo, el dolor lo es todo y a mí todo me sobra.
La silla de ruedas llegó hace días, había jugado con ella, me parecía un juguete viejo, divertido, con el que todas las niñas habíamos fantaseado en el colegio, con el que todas las niñas, en alguna ocasión, habíamos deseado jugar en lugar de estar en clase. Pero ahora la observo, desde la cama. La silla de ruedas está en el pasillo, no cabe en mi habitación, tampoco en el baño. Para posar mi culo en ella tenemos que hacer malabares. Nadie puede conmigo y todos tienen miedo de darme en los pies, en estas piernas completamente vendadas. Así que me cogen y me posan en la silla del escritorio. Me desplazan con ella hasta al baño, donde de nuevo tenemos que hacer uso de la fuerza, mi madre y yo, para sentarme en el váter y que los pies no rocen el suelo. Si los pies tocaran el suelo imagino que este se rompería, como la tierra dura del cráter de un volcán. De un volcán lleno de lava. Me bañaría toda, me limpiaría, me curaría la herida, me moriría toda. Pero mi madre, en su lugar, coloca otro cojín fino mientras yo hago pis. Mi mamá me mima. Sí. Mi mamá me peina despacio el pelo, me lava las axilas con una toalla húmeda, me limpia la espalda, me moja un poquito las corvas, pero no se atreve a tocarme los dedos de los pies, que asoman de los vendajes.
Vuelvo a la silla de ruedas. Me preguntan varias veces si estoy bien, si quiero desayunar tostadas o cereales, si después quiero leer, ver una película o un documental, si prefiero estar junto a la ventana o en la terraza. Escucho todas las sugerencias que yo transformo en mi cabeza: si siento mis pies, si prefiero desayunar sesitos fritos, si después quiero arrancar las páginas de mis libros; ver cómo la casa de enfrente se derrumba o mejor un documental sobre el mundo en llamas; si prefiero estar junto al cristal y romperlo con un martillo, o simplemente en la terraza, con las ventanas completamente abiertas.
Pasan los días y todo sigue igual. Mi vida es un ritual en el que todo sobra y yo me sobro. El dolor ocupa todo nuestro espacio. Cada noche la casa retumba cuando entro en la cama, cada mañana con los cuidados de mamá desde el váter. Todo lo que hace yo lo transformo, he encontrado en este letargo el poder de cambiar el universo como quiera. Sentada, observo los movimientos que realiza con sus manos: Me lava malamente el pelo, me ataca con la alcachofa de la ducha. Me levantan y me sientan. Mi culo sobresale de la silla, mis padres dicen que no pero yo siento cómo se aplasta y sobresale por los extremos de la silla. Me convierto en gelatina, la espina de mi columna se ablanda, se reblandece, se deshace. Ahora todo es más sencillo, parte de mí se ha convertido en un flan brillante. Me tambaleo mientras me llevan en la silla y me deshago. Soy un slime, unas natillas, un pudding rojo con espinas. Mis padres me vuelcan en un recipiente hermoso, ahora me llevan de acá para allá con ellos, me cargan como a un perro pequeño, como a una bolsa de patatas o un saco de carbón. Todo es más sencillo ahora: ya no luchamos contra el espacio, ya no hay que romper los marcos de las puertas, ni hacer bíceps cambiando de una silla a otra.
—Ya no hay que preocuparse por los cojines, mamá, si ahora me coges, me sacudes y me tiendes, podrás hacer de mí una funda hermosa.
