Teresa, por Marta Rojo Cervera (España)

Marta Rojo Cervera (España). Es periodista. Nació y vive en València. Ha trabajado en radio y prensa escrita.

*

Teresa

Me sorprendió que un día simplemente no estuviera, porque nunca vi que Teresa llegara ni que se fuera. Solo estaba, a cualquier hora de cualquier día. Y se reía.

Mientras una bandada de trabajadores tristes cruzaba corriendo el río de cláxones, mientras los caparazones escolares bajaban dando saltos al agujero del metro, mientras el sintecho esférico y el viejo drogadicto demacrado se insultaban y se gritaban en la esquina, Teresa estaba allí. Y se reía. Siempre de pie, a veces bailando en el jardín central de la Gran Vía. La mirada disparada, la risa grave, antigua, escandalosa.

No era una risa desquiciada, sino alegre, incrédula. La emitía entre sus labios ajados de cincuentón mientras bamboleaba el pelo deshilvanado, incoloro, que ya le clareaba en la coronilla. Mientras se tocaba el inexistente pecho como quien se atreve a rozar a una mujer de marfil. Mientras hacía lo posible por contonear su apenas insinuado trasero, sus dedos callosos lacados en rosa, sus piernas peludas, al ritmo de una canción que nadie más escuchaba. Como si no pudiera creerse estar. Estar así.

Teresa bailaba en la Gran Vía con el vestido de flores raído, con la falda vaquera tan apretada sobre el vientre flácido que no podía abrocharse el botón. Hiciera frío o calor, llevaba la mohosa chaqueta de domador de circo con la que, efectivamente, había trabajado en un circo. Al menos eso decía. Se lo decía a todo el que se parara cuando reclamaba con su voz de gruta.

—Teresa lo sabe.

Yo me paré solo una mañana. Salía de casa de Mariana como quien camina de puntillas en un lugar prohibido. De casa de Mariana y de su marido, que estaba en un congreso, en un viaje de trabajo, no me importaba dónde porque lo único que me importaba era que él no estaba y ella sí. Me paré porque caminaba distraído, porque no me había dado cuenta de que bailaba, ni de que se tocaba, ni le vi la mirada de loco hasta que me habló.

—Teresa lo sabe.

—Perdone, qué.

—Todo.

Primero, sentí el frío. Después, la parálisis y la pregunta -cómo- y solo un par de segundos más tarde vi a través del túnel del pánico cómo se acercaba a una pareja de quinceañeros que se chupeteaban y les decía Teresa lo sabe, cómo cogía del brazo a una señora cardada con un perro patada y le decía Teresa lo sabe, cómo le decía al aire, arrogante, grotesco, exuberante Teresa lo sabe, Teresa lo sabe, Teresa lo sabe.

El barrio se volvió mi barrio por la vía de los hechos. Salía de casa de Mariana, de Mariana y de su marido, de madrugada o por la tarde, envuelto en un calor gelatinoso o huyendo de un frío rocoso, los jueves de trabajo y los lunes festivos. Teresa estaba allí a cualquier hora, riendo, bailando, tocándose el cuerpo que suponía de mujer. No volví a contestarle nunca, pero miré y escuché todo lo que pude, bajo el influjo de algo que me llamaba con el mismo imán que le suponía, en siglos pasados, al hombre elefante o la mujer barbuda.

—Teresa lo sabe.

Y cuándo alguien le preguntaba qué sabía, o le decía disculpe, o le decía qué dice, o le decía quién es Teresa, qué es lo que sabe Teresa, Teresa hablaba.

Cuando Teresa contaba lo que sabía, reía más fuerte con su risa de demente. Entrecerraba los ojos y hablaba con su voz de gruta sobre habitar un cuerpo de mujer como castigo por la violencia, sobre guerras entre vecinos, sobre madres que son ninfas, sobre dioses que se pelean, sobre ofrendas y sacrificios. Cuando estaba más tranquilo, vaticinaba nacimientos y muertes, hablaba de familias y accidentes. Pero los días en los que más bailaba se volvía críptico, entrecortado, como un oráculo.

—Teresa lo sabe

—¿Qué dice?

—En el circo, con las serpientes, Teresa aprendió que lo que los hombres sufren las víboras lo disfrutan. Que maldito será quien quiera poner paz entre ellas. Que algunas maldiciones son una bendición.

Y se pasaba las manos por el pecho y el trasero. Y se reía. Y quien lo escuchaba huía asqueado.

Un día Teresa simplemente no estaba en su puesto en la Gran Vía. Fue el día en que Mariana me dijo ven esta tarde, me dijo no, a casa no, a la cafetería de la esquina, me dijo tenemos que hablar, tenemos un problema y el tiempo corre y tenemos que tomar una decisión.

Esa tarde, mientras una bandada de trabajadores tristes cruzaba corriendo el río de cláxones, mientras los caparazones escolares bajaban dando saltos al agujero del metro, mientras el sintecho esférico y el viejo drogadicto demacrado se insultaban y se gritaban en la esquina, Teresa no estaba allí.

No estuvo esa tarde ni las tardes siguientes, cuando me presentaba ante la puerta de la casa de Mariana, sin atreverme a llamar al timbre. No veía a Teresa desde la terraza de la cafetería en la que me apostaba un rato todos cada día, la cafetería en la que me había enterado de que teníamos que hablar, de que teníamos un problema, de que el tiempo corría y teníamos que tomar una decisión. Pensaba en los próximos meses, luego en los próximos años, luego en que, en cualquier caso, era el final. Pensaba en Teresa. Pensaba que Teresa no lo sabía todo, que Teresa no lo había visto venir. Ya me habría gustado saber esto y no lo de las serpientes y las maldiciones y las guerras y las ninfas.

Solo volví a ver a Teresa la tarde en que Mariana llamó, unas semanas después y, con voz antártica, me dijo ven esta tarde, me dijo no, a casa no, a la cafetería de la esquina. No me tocó ni casi me miraba cuando me dijo ya no hay nada de qué preocuparse, cuando me dijo ya he me he ocupado, cuando me dijo nadie lo sabrá nunca y tú y yo no podemos volver a vernos.

Crucé la Gran Vía tan lento, tan pesado, que el semáforo cambió de color a mitad. El cuerpo se resistía a responder. Parado en medio del jardín central, sin poder moverme, observé cómo se detenía a mi lado un hombre con pantalones oscuros. El pelo incoloro y despeluchado, corto, arremolinado en la coronilla. Las manos callosas aferrando un bastón blanco con el que palpaba el suelo. La chaqueta de domador de circo transformaba al pobre ciego en un maestro de ceremonias. En los ojos extraviados reconocí la mirada de Teresa.

Pensé que no sabía que yo estaba allí y luego pensé que claro que lo sabía. Teresa lo sabe todo.

No me veía pero me miró, y la voz salió como un lamento, como una verdad antigua, como quien lo ha sufrido todo por adelantado.

—Era una niña.

Y no se reía.

*

 

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