
Un día viernes por la noche en el metro de Caracas se encontraba tambaleándose un hombre hediondo y zarrapastroso que no podía plantar sus pies en el piso con la misma firmeza con la que se aferraba a su botellita de Carta Roja, la clásica y fiel edición de bolsillo. A pesar de su penosa apariencia el sujeto cargaba una sonrisa de oreja a oreja que dejaba ver su amarillenta y cariosa dentadura, esta combinaba muy bien con el brillo de sus vidriosos ojos que relucían como rubíes de lo rojo que estaban.
Todos lo que estaban en el vagón, que no eran muchos dado a que ya era muy tarde, observaban al pintoresco personaje; se susurraban comentarios a los oídos, se cruzaban miradas de pícara complicidad, se compartían sonrisas entre los desconocidos que disfrutaban del cómico espectáculo, pero lo hacían discretamente para no perturbar ese atolondrado monigote y no terminar arruinando aquel teatrillo. Unos se burlaban por parecerles sorprendente que un ser humano pudiera llegar a tal estado de ebriedad sin caer en un coma etílico, estarían tratando de adivinar cuanto habría bebido el personaje: otros, quizás la mayoría, gozaban por la empatía que sentían hacia el borrachito. Se sentían identificados con él; seguro los hizo recordar sus propias historias apoteósicas, las más risibles, las de sus mayores desmadres. ¿Quién no ha acabado los trapos y pasado roncha alguna vez y luego reído con la historia?
Las puertas se abrieron en la estación Carapita, el borracho tembleque decidió que era el momento de bajarse. Imposible saber si es que el hombre tenía un grado de conciencia suficiente para reconocer que había llegado a su destino o si solo se bajó por capricho, por un impulso absurdo de su borrachera. Lo cierto es que al ocurrir esto el resto de los pasajeros sintió una leve decepción, deseaban continuar viendo el espectáculo, saber cómo continuaría la aventura del borrachín, adonde iría a parar el pobre hombre.
Desde uno de los asientos amarillos se alzó la voz carrasposa y murmurante de un señor sesentón, un poco demacrado, con la ropa ruñida, la piel arrugada y un bigote tupido sobre sus labios:
– A ese lo joden horita los policías, esos bichos son unas ratas, siempre pendientes de joder a quien puedan -las palabras se enredaban entre las hebras del mostacho y restaban claridad a su impertinente discurso, sin embargo logró que todo el vagón le prestara atención-. Una vez andaba yo medio prendidito por ahí puej, era día de semana, no recuerdo si un martes o un miércoles, pero yo salí obstinado del trabajo puej y convencí a los compañeros míos de ir a la taguara. Total que estuvimos como desde las 6 hasta las 10 bebiendo aguardiente en esa vaina. Yo no quería llegar a mi casa porque sabía que debía estarme esperando el ogro ese con el que me casé con su gran cara e’ culo, pero todos los compinches ya se habían ido a sus casas y me habían dejado sólo, así que no tuve otra sino agarrar metro así todo doblao como estaba hasta Capuchinos y luego ver como coño hacía pa’ subí’ pa’ mi casa allá arriba en el Guarataro.
Cuando me bajé debían ser como las 11 pero parecían las tres de la mañana en esa verga, no había ni un carrito ni una camionetica ni una persona, nada nada, solo los perros jediondos y desnutríos y los piedreritos que merodeaban activos pa’ joder. Yo como estaba rascao no le paré bola a un coño y comencé a subir pa’ arriba caminando.
Había subido un poquito nada más cuando vi parado frente a una casa a un mototaxi. El tipo se veía que ya había terminado su jornada pero todavía cargaba puesto el chaleco anaranjado así que me animé a preguntale si me hacía la carrera hasta mi casa. Cuando llego frente a él el loco se estaba jalando un pitillito e’ perico; el coño e’ mae tenía una cara e malandro que daba miedo oyó, tenía una raja en la cara que segurito se la había ganado en Tocorón. El tipo me miró de arriba abajo con esos ojos puyúos. De la rasca que tenía no me importó el cague que me daba montarme en una moto con ese bicho, solo pensaba en la caligüeva que me daba subir a pie. Le pregunté: “¿Cuánto la carrerita hasta El Calvario compadre?” –aquí el viejo empezó a imitar el tonito de borracho; entre las sílabas pegadas con que dramatizaba su estado de ebriedad y su voz opaca, ya de por sí difícil de entender entre el enredo de sus bigotes, se hacía casi ininteligible el relato del diálogo con el motorizado- “¿Tu eres loco chamo?”, me dijo, “yo no me lanzo pa’ allá a esta hora ni que me esté esperando la Diosa Canales con las piernas abiertas, será pa’ que me pesque la culebra.” “¡Coño hermanito por favor!”, le dije así, casi llorando de la rasca, “tengo que llegar rápido, mi mujer me va a joder”- el relator soltó una risita pícara y prosiguió con la respuesta del taxista- “Bueno ya, dame tres tablas y te llevo”. Comencé a sudá’ frío; saqué la cartera, tenía un billetico de 50 to’ ruñío, rotico en las esquinas; “esto es lo que tengo” y le mostré la cartera abierta. El loco se arrechó: “Nojoda elmío pira de aquí, tú lo que estas es bien rascao”. Se paró de la moto, sacó las llaves y fue a abrir la reja de su casa. “¡Coño de la madre!” grité de la arrechera y de tostao’ le metí un manotón al manubrio de la moto. El tipo se volteó y se fue sobre mi diciendo: “¡Bueno mamagüevo viejo, qué te pasa a ti! ¡Te voy es a partí esas nalgas!”.
Yo dije: hasta aquí llegué yo, me van a plancha el flu aquí mismo. Entonces pasó una patrulla junto a nosotros. Los tipos se bajaron, dos agarraron al loco antes de que me coñasiara y otro se quedó conmigo. El carajo obviamente se dio cuenta de que estaba borracho así que mandaron al tipo pa’ su casa y me agarraron a mí de guachafa. “¿Hacia dónde se dirige ciudadano?”, preguntó el policía dándosela de seriecito. “Pa’ mi casa en El Calvario oficial, ahora si me disculpa, mi mujer me está esperando, gracias por detener a ese maleante”, yo intentaba zafarme rápido del interrogatorio porque ya sabía por dónde venían los tiros. “Esperece un momentico”, y me agarró el brazo el muy mardito, “muéstreme su cédula”. Yo no sé qué tenía: si era la pea, el miedo de que esos pacos me dejaran detenido o la arrechera de pensar en el rolitranco e’ peo que me armaría la bruja de mi mujer; lo cierto es que, como la cédula estaba en un bolsillito fastidioso de la cartera, el tembleque que tenía no me dejaba sacar el documento. El tipo se impacientó, “¡deme acá!”, me dijo arrecho, y me arrebató la cartera; sacó la cédula, la revisó, me vio a la cara, volvió a meterla y la entregó. “Siga su camino, cuídese oyó, no queremos más inconvenientes como el de horita”.
Ya se había volteado, se iba montá’ en la patrulla con los otros que ya habían hecho entrar al mototaxista a su casa. Entonces reviso la cartera y cuando veo está pelaíta, el coño e´madre policía ese se agarró mis 50 bolos. Ahí mismo le grité al hijo e’ puta: “¡Mira maldito paco ladrón de mierda, devuélveme mi plata!” Mejor que no, los tres carajos se voltearon, sacaron los rolos, ¡y me han dado una coñiiiaza! Yo creo que ni la madre mía me había dado tanto palo: me patearon en el piso, me dieron cachetada, coñazo, hasta cascazos con la pistola puej. De tanto que me dieron no me acuerdo bien del evento, pero recuerdo que alguien al ver la vaina empezó a gritar durísimo desde una casa: “¡Los pacos son brujas, los pacos son brujas! ¡Miren! ¡Van a dejar a ese tipo muerto ahí!” Los tipos como que lo escucharon y se detuvieron. Me montaron en la patrulla, supongo que pa’ no metese en peos. Ahí me desmayé.
Me desperté con un coñazo en el güiro que me di contra el techo de la patrulla en un saltico que dio. Abrí los ojos con un dolor de cabeza hijo e’ puta, miré por la ventanilla y justo íbamos pasando po’ el frente e’ mi casa. Todavía atontado dije: “¡La parada, pooor favoor!” La camioneta se detuvo, me bajaron a los coñazos y se fueron. Me dejaron justo frente a la puerta. En la ventana estaba la señora, viéndome, la cara parecía un tomate, rojita estaba la coña de la arrechera.
Bueno, en fin, por eso es que hay que tenerle mente a los policías, esos bichos nada más van pendientes de joder y de robar al ciudadano decente como uno, y al malandro ni bola le paran.-
Habló entonces un señor que parecía intrigadísimo por relato del parlanchín bigotón:
– ¡Pero hombre no deje el cuento así! Diga qué pasó con su señora.-
– Pos nada, cuando entré a la casa la guara obviamente se monstreó: “¡¿Dónde coño estabas metido tú?!”, me dijo, “¡mírate todo coñasiao y jediondo a caña, borracho e’ mierda, sea lo que sea que hayas hecho seguro te mereces la parranda que te dieron!”. Yo trataba de no pararle, pero la coña estaba obstinante, y seguía, seguía y seguía, gritándome en la pata e’ la oreja: que si malgasto el billete en curda, que no sirvo pa’ nada, que siempre es lo mismo, que se quería ir pal coño y ya estaba harta; me tenía era aturdido chamo, así que le di un buen sopetón por la jeta pa’ que se callara. Al día siguiente y que se iba, hizo maleta y todo. Ahí está otra vez la desgraciá’, seguro que cuando llegue empieza otra vez con la ladilla.-
El tren llegó a Capuchinos.
– Bueno señores, aquí me bajo. Ya saben, cuídense de los tombos. Y si alguna mujer por ahí lo quiere casar, huya oyó.
El tipo se bajó. El vagón quedó en silencio. Cada quien se quedó reflexionando sobre la calidad de sistema policial en Venezuela y sobre lo jodido que es el matrimonio.
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Simón Rodríguez Landaeta (Caracas, Venezuela). Estudiante de Letras de la UCAB.
@Simon_RodL
Muy divertido!… jajajaja.. me rei muchisimo.…
Excelente forma de describir con gracia, sarcasmo lujos y detalles episodios de la vida real que son duros… Aunque no es de las lecturas que me atrae me mantuvo atenta e interesada de principio a fin… hice risoterapia pues… jajaja…
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