
– Coño de la madre, carajito; ponte derecho, firme, nojoda!
Y el niño, con cara de tedio y aburrido de los continuos reclamos, enderezó su curva, débil y adolorida espalda en una postura rígida, antinatural. Su padre, sentado a su lado, conduciendo, con el ceño fruncido y carburando un cigarro, entre el humo de los carros y bajo las luces de los semáforos, lo vio de arriba a abajo, con una mirada represiva e incluso asqueada, que parecía salirle de lo más íntimo de sí mismo. Entonces su hijo le devolvió una mueca de sonrisa avergonzada que le deformó el rostro, y de inmediato volteó a un lado del camino y distinguió una larga avenida llena de luces y unos cuerpos de mujer desnudos en la distancia. Pero enseguida, el semáforo cambió de color y su padre viró con fuerza y furia el volante a la derecha, poniendo el auto rumbo al hogar.
Era esa escena la que muchos años más tarde, en los momentos más tristes, quizás, los más degradantes, la que continuamente iba a volver a su cabeza atolondrada. Por ejemplo, en una de esas primeras grandes borracheras del liceo con sus nuevos amigos, cuando uno de ellos andaba muy simpático y él muy aturdido y luego los dos solos en un rincón del patio frotándose las lenguas y agarrándose con fuerza las bolas y las espaldas mutuamente. Todos los demás viendo con las botellas a los lados, entre impactados por la escena y un ánimo de dejar ser sin escrúpulos morales, y él salido de sí mismo viendo todo en tercera persona, como un testigo ajeno al grupo, apenas una hormiga o un gusano sobre el árbol que los cubría. Por ejemplo, pero también cuando en esa fiesta con la nariz empachada de nieve se desmayó y sus amigos tuvieron que llevarlo a la emergencia de un hospital con sus vestidítos ceñidos y los labios pintarrajeados, y llamar a su padre para que les diera los datos del seguro porque sino se les quedaba ahí.
Luego él, en la casa de sus padres o, luego, en la casa de su novio, recordaba los gestos rígidos y toscos de su padre, tieso, en la vía de vuelta a casa después de la escuela ese día ya distante. Y no podía evitar sentir en el pecho un amargo golpe, mudo, que apenas vibraba y lo dejaba sin aliento, allí, donde la culpa se empozaba quizás para no dejar pasar las imágenes, haciéndoles frente como si pecho y su espalda fueran un inmenso, grande, inquebratanble, sólido fortín español. Como los que conoció de niño con su familia en una isla de su subdesarrollado y hermoso país latinoamericano, donde el sol lo iluminó y el mar limpió sus pulmones, unos fortines para resistir las invasiones de piratas e ingleses y sostener con fuerza los dominios hasta los que se expandía el imperio y sus costumbres y creencias y valores.
Pero en seguida, sin tregua, lo asaltaba de nuevo la imagen recia de su padre esa noche volviendo y así sentía que de nuevo le faltaba el aire y que no podía seguir andando más noches bajos los postes, azotado por los graciosos bromistas que lo bañaban de agua fría o las palizas de violentos taxistas, y acosado por las drogas y la calle, se tambaleó sobre sus tacones de aguja y cayó de rodillas al suelo, mientras las otras locas, esos cuerpos perdidos, desnudos, bajo la amarillenta luz, se marchaban en retiraba, como garzas temblorosas sobre sus tacones de plástico brillante.
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Miguel Chillida (Caracas, 1991). Ha sido estudiante en la Escuela de Letras de la Universidad Católica Andrés Bello -donde comenzó a escribir poesía en el taller que dirigía Miguel Marcotrigiano- y en la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela. Escribe ensayo, poesía y narrativa, pero también se interesa por géneros periodísticos como la entrevista. Sus trabajos de investigación están encauzados hacia la lectura de los textos literarios y sus relaciones con otras ramas del saber y, en definitiva, de la vida. Inéditos permanecen relatos, ensayos y un libro de poesía titulado Anécdotas. Actualmente reside en Montréal.