A la vida le encantan esas cosas, por Paola Soto (Venezuela, 1991)

Foto por Paola Soto.
Foto por Paola Soto.

 

La primera vez que vi a Leila no imaginaba su cabello rebelde ni su flacura estilizada. La vi en los ojos de María Isoliett Iglesias, cuando hablaba de estilo y escribía sobre los presos en alguna cárcel de Caracas. “Búsquenla”, dijo.

-“¿Guerrero?

-No, Guerriero.”

Y anoté.

Leila, argentina. Ganadora del Premio Fundación Nuevo Periodismo por su crónica Rastro en los huesos, y me pregunté asombrada si aquello era posible, vivir así, digo. De eso.

A todos les cuento que desde siempre supe que quería estudiar Comunicación Social, pero es mentira. Antes, de muy pequeña, quise ser pediatra. Después, consideré odontología por causas que todavía no descubro, y salté un abismo hasta llegar acá. Hasta acomodarme acá. Porque resulta que el periodismo es un sofá grandísimo, donde cabe tanta gente, donde a veces te acuestas tú nada más, donde a veces no hay nadie. El periodismo es ese lugar que te espera cuando vuelves de la calle, que te llevas a la calle, que te hace la calle.

Luego de escribir “Rastro en los huesos” en algún post-it amarillo, lo pegué cerca de la computadora con algún recordatorio que no me tomé tan en serio. Pasaron los días y, como todo lo que te tiene que golpear, apareció de frente. Esta vez, en una ventana de El País.

“¿Todavía me ves?” era el nombre de la columna de Leila ese día. La devoré. Busqué todo lo que me había perdido hasta entonces, todas sus columnas anteriores, sus colaboraciones, algo que llevara su firma. Porque yo quería entender cómo es que alguien podía contar la realidad así y le dejaban. Así, como me gustaría contarla a mí cuando crezca.

Y pasó lo que pasa con la gente que se mete bajo la piel, se fue quedando. Sin darme cuenta me domesticó y estuve allí todos los martes (porque entendí a desilusiones que aparecía sólo los martes)

Viví todo lo que me iba contando: cómo son los cortes de luz en Buenos Aires, cómo es más fácil hablar de política que cuidar a quien no quiere cuidarse, lo inhumano, el Sida, el misterioso silencio en la cabeza de una mujer, la homosexualidad, el ébola, su visión tan turística del fútbol,  su visita a Venezuela. Las despedidas, el aire que se toma para no volver la mirada, que la gente no salva a la gente, cómo cantaba El Cigala con el corazón roto minutos después de la muerte de su esposa.

 Y admiraba una voz así: cínica, elegante, dolorosa.

Una vez escuché “A la vida le encantan esas cosas”, y eso pensaba cuando tenía en la mano el boleto a Bogotá el 22 de abril. Con toda la catástrofe que es pasar una noche en Maiquetía, con todo el dolor que da en la espalda el dormir sólo en el avión, con todo el frío que es conocer Bogotá, me fui a ver a Leila a la FILBO.

Cualquier escenario hubiera bastado para mí. Una plaza, una librería en Caracas, una llamada al programa de César Miguel Rondón, un Tweet de la cuenta que no tiene, un mail, un hola y ya. Pero no, Leila iba a presentarse con Alberto Salcedo Ramos en la Gallera de Macondo para hablar de Gabo. Porque Leila tenía que hablar de Gabo, porque yo tenía que conocer a Leila en Macondo, porque a la vida le encantan esas cosas.

Y apareció su cabello rebelde y su flacura estilizada. Yo, en primera fila, incapaz, inmutada, a 20 metros, a 10 metros, a una cámara de distancia. Y ella tan tranquila, como si no cambiara el mundo de nadie, como si no escribiera y se sentara en el mueble conmigo. Tan inocente, tan distraída, saludando a su amigo Alberto, sentándose en todo el medio de la Gallera donde murió Prudencio Aguilar con una lanza en la garganta.

Una hora duró el encuentro. Mi admiración había crecido y se había acomodado allí, en paz, en calma conmigo misma por poder decir lo que pocos podían. Que a Leila le gusta el Gabo periodista, el que cuenta una historia fantástica de cualquier cosa, de un cable que atraviesa la ciudad. Que me lo dijo. No me lo dijo, pero me lo dijo. No podía pedir más.

Entonces la gente se iba, y ella buscó su chaqueta blanca y se bajó de la silla, y otra vez. 20 metros, 10 metros, tres personas, yo. La abracé tan fuerte que parecía familia. Tenía una sonrisa plena, como pocas veces se la vi en la noche. Feliz, decía, de que todos los que están acá sean tan jóvenes. Y se lo dije, por fin. Que había leído “Rota”, que es verdad que la gente se salva sola, pero que un día a la semana ella me salvaba a mí. No quería irme, de hecho, no me fui. La vi irse.

Cuánta gente no verá Leila en su vida, en su día. Recordará a los habitantes de Las Heras, a Nicanor Parra, a Idea Vilariño, a Rodolfo bailando Malambo. Yo sé, que no se acordará de mí siendo más Prudencio Aguilar que José Arcadio, dándole gracias. Pero, por el alivio de mirar a los ojos a quien te inspira y decirle que te ha movido el mundo, vivo feliz todos los años de soledad.

Ahora aparece los miércoles en su columna semanal, y sé que su crónica, la premiada, es el verdadero premio. Cada vez que algo va mal, busco alguno de su textos y recuerdo que es posible, digo, ser esto. No pediatra, ni odontóloga, sino el espejo de una sociedad para causar conciencia, para causar efecto. La voz del que grita y no se oye, conmover-te hasta el punto de mover-te y querer. Querernos. 

En estos días, le decía a alguien: Leila Guerriero.

     –  “¿Guerrero?”

     –    No, Guerriero.

Y lo anotó.

 

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Paola Soto (Venezuela, 1991). Licenciada en Comunicación Social por la Universidad Santa María. Relaciones públicas y librera de +Libros. Buscando enfoques en el blog personal Por Primera vez. (Agregue acá lo que considere).

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