
There is yet another one
That follows me wherever I go
Mouth’s cradle. Björk
En la noche, la tortuga laúd llega a una costa en la Guayana Francesa y, con un impulso abrumador, arrastra su cuerpo de 500 kilos, gris azulado por arriba y rosado por abajo, sobre la arena. La tortuga laúd está cansada. Agotada más bien. Ha nadado miles de kilómetros para llegar a esa playa en donde depositará sus huevos, la misma playa en la que ella hace mucho salió del cascarón. Con gran lentitud, la tortuga laúd repta por la tierra, deslizando su vientre, hasta llegar a un lugar cálido, lejos de la marea. Ella, por su instinto de quelonio, sabe que sus huevos solo se incubarán ahí, lejos del frío. Entonces, la tortuga laúd empieza a abrir un hueco con sus patas, en el cual descansa hasta que siente que su descendencia, toda ella, deja su cuerpo. De los cientos de huevos que dejó, 38 son huevos estériles que no nacerán y que solo servirán de confort para los demás. Pero aún así, sin hacer diferencia, con sus extremidades traseras, la tortuga laúd los cubre a todos con arena y emprende su camino de regreso al mar. Está hecho.
***
La tortuga laúd, 60 días después, se detiene a casi un kilómetro de la costa y allí se queda flotando. A su lado tiene el sol que ya casi desaparece en el borde del mar. Ella, la tortuga laúd recién parida, no quita la mirada de sus vástagos que salen de la tierra y que empiezan a correr hacia el agua.
La tortuga laúd ve cómo muchos de ellos, de sus descendientes, son llevados por animales alados en sus picos. También ve a otros que solo mueren y ya, quietos, como aplastados por la oscuridad exterior del ocaso. La tortuga laúd lleva la cuenta en su mente de cuántos han sobrevivido y hace estimaciones de cuántos más lo harán. Trata de no desconcentrarse, de no contar una tortuga recién nacida dos veces o de, quizá, pasarla por alto. Una operación que el andar de sus hijos, la luz que se va desvaneciendo y el movimiento del mar le dificultan. Hasta que una ola la cubre y la desconcierta por un momento, haciendo que pierda la cuenta. A esa le sigue otra embestida más fuerte. Una que la aturde, la sacude y que la lleva a un hospital, en donde hasta hace pocos minutos hablaba con un doctor sobre el futuro de su primer hijo.
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La tortuga laúd aparece en el hospital y mira, vestida con un pijama azul claro y con cansancio acumulado, hacia la incubadora en la que se halla su primogénito: un bebé con una malformación congénita que lo hace difícil, casi doloroso, de ver. La madre siente que el estómago se le revuelve. Ella no sabía, no esperaba, que tuviese un hijo así y siente que no va a poder criarlo: no cree tener las cualidades para hacerlo. Por su mente pasan posibles soluciones, pero ninguna la termina de convencer porque ella quiere una salida inmediata. No lo admite pero quisiera deshacerse de su hijo. Y ese espíritu la lleva a reflexionar sobre los últimos años y a cuestionarse sobre cómo se dejó convencer de procrear cuando realmente ella no quería.
La madre se siente atrapada y no sabe bien qué hacer.
La madre se dijo, sin querer, que hubiese deseado haber abortado.
La madre, como la tortuga laúd que ve hacia la costa, mira detenidamente a su bebé y en él ve muchas vidas arruinadas.
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La tortuga laúd vuelve a sí misma y se sobrepone de su lapsus. Se vuelve a posicionar y mira hacia la costa justo en el momento en que sus primeros bebés entran en el agua. Cuenta con velocidad y concluye que no es un mal número, porque juzga que solo sobrevivieron los aptos y algunos con suerte; los suficientes, piensa, como para que no le causen demasiadas responsabilidades. Pero aún así, se dice, son demasiados. Suspira, la tortuga laúd. Por fortuna ella es eso, una tortuga, y no tiene que hacerse cargo de ellos por mucho tiempo más. Solo los recibirá y les enseñará, lo más rápido posible, todo lo que necesiten saber para dejarla libre. Eso se dice ella, la tortuga laúd, y se hace sentir mejor. Por eso es que se felicita y respira satisfecha: no le molesta la cantidad de hijos que llegaron con vida al mar. Pero de haber tenido la opción, de haber podido oponerse a su instinto más animal, ella, la tortuga laúd, no hubiese tenido ninguno.
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Jacobo Villalobos (Caracas, 1995). Actualmente cursa el sexto semestre de Comunicación Social en la Universidad Central de Venezuela (UCV). Participó del taller de narrativa de Monte Ávila Editores (2014), dictado en un inicio por Carlos Noguera y retomado por Luis Laya, y del taller “Construyendo Historias” (2015), impartido por Héctor Torres. Ganador por unanimidad del XIII Concurso de Monte Ávila Editores para Obras de Autores Inéditos (2015) en la mención narrativa, por la obra “26 humillados”. Se desempeña como periodista en el diario La Razón.