
Garo Saroian y las panteras
Para William
A una niña no le pasa nada malo si duerme con la cama llena de migas. No es como que baja Dios del cielo y le quema un poquito las manos.
Eso pensó y se rascó la nuca. Luego sintió el peso de la bolsa de galletas, como un triunfo meritorio que, sin embargo, debía permanecer escondido en su mochila. Garo Saroian tenía diez años y los ojos grandes. Micaela, en cambio, gozaba de ojos chinos y doce años glamorosos. Esa tarde se encontraron, como acostumbraban, en el cuarto de los peretos, al fondo del patio, en 1953. La madre de Micaela se había instalado en aquella casa para oficiar la limpieza porque el embarazo de la señora Saroian amenazaba con inusuales complicaciones. Garo no estaba feliz con la llegada del niño, pero las tardes con Micaela lo reconfortaban, de la misma forma que le apretaban el pecho.
―Mira, tengo un lunar junto al maruto.
―Ombligo.
―No pasa nada si digo maruto.
―Suena mal.
―Tonto.
―Estúpida.
Entonces Micaela se iba de bruces y él se dejaba vencer. Olía mal, como todas las jovencitas a su edad especialmente cuando salen del colegio, pero él no podía (no quería) evitar el dorado vigor de la pestilencia sobre su cara. Para tener diez años ya mostraba un orgulloso cuerpo, especialmente en comparación con la raquítica Micaela, hija natural de un Teniente oriundo de San Antonio y de una cumanesa que oficiaba, entre otras cosas, como doméstica. La señora Saroian no tenía para darse el lujo de una mucama, pero la mujer quedaba satisfecha con lo poco que podían ofrecerle.
―Puedes traer hija ―anunció una tarde en su torpe español―. Garo no tiene amigos en colegio.
La madre de Garo llegó viuda al puerto. Un infarto le mató al marido durante la segunda semana de viaje. Qué fracaso y qué mal presagio, es como si Dios hubiera bajado del cielo a quemarle mucho las manos. Salir de Siria a duras penas, para fallecer en medio de la nada, casi muerto de hastío durante un viaje que parecía no acabarse nunca. Pero los ancestros de los Saroian habían sobrevivido once siglos, a punta de orgullo y de hierbas, de modo que no iba a permitir que un marido muerto sumase nada a su malograda condición migrante. Sobre todo si antes de morir ya el marido le había puesto un pan en el horno.
Al pancito lo llamó Garo Krikor Aram de la Santísima Trinidad (esto último gracias al consejo de la oficinista del registro civil, mire usted, porque hay que ser agradecido con los héroes de esta patria que la recibe). Para luego venir a embarazarse, diez años después, de un pulpero de la costa.
―Vas a tener un hermano negro ―apuntaba Micaela, mientras se abanicaba con un acordeón de papel.
―O una hermana.
―Pero será negro.
―¿Y?
―Los negros son grandes.
―¿Te gustan los negros?
―Puede ser.
―¿Por qué?
―Son fuertes. Se pelean como leones.
―Eres estúpida.
―Tú tienes la nariz grande. Seguro hueles el pupú de las gallinas desde aquí.
―No digas pupú.
―No pasa nada si digo pupú.
Hasmik Saroian, a fuerza de fregar pisos y cambiar sábanas en varios hoteles de la ciudad y de las afueras, logró comprar aquella casa de dos habitaciones y un minúsculo patio, cruzando en la Esquina de Pelotas. Pero no sólo fregó los pisos y cambió las sábanas, también concertó citas entre los tímidos caballeros que la buscaban para que les diera encuentros con alguna joven entretenida. En una de ésas conoció a Moraima, la pueril madre de Micaela, que tan feliz hizo al Teniente.
―Una se queda loca con lo que hacen los recién llegados. Sin marido, medio hablando español y ya tienes casa ―disparó Moraima una tarde.
―Eso es cosa del desierto. Si hubiera visto abuela. A esa mataron marido y hijo, y después mandaron a morirse poco a poco en Siria, pero abuela no se murió. Nosotros no morimos nunca.
―Por eso es que la Beba te quiere amargar y echarte basura al patio. Pura invidia. Deja que se entere de que el pulpero te está echando el ojo.
―En mi país yo no vi nunca negros.
―De lo que se pierden, manita.
La incursión del pulpero dio inicio apenas inauguró el negocio, cuando la señora Saroian regresaba una y otra vez para sentir su mirada de pantera.
―Mi querida Hasmik, buenos días. ¡No me diga! ¿Le preparo medio kilo de café y medio de azúcar? ―decía meloso Juan Vicente, tanteando los gestos de la mujer.
―Y cuarto de bicarbonato.
―¿Cómo me le va?
―Yo estoy bueno. ¿Usted?
―Pues aquí, esperando un milagro de ese santo raro que carga en el pecho.
―Ese es San Gregorio Iluminador, ése convirtió en cristiano a armenios.
―Ah, pues fíjese.
―Ujú.
―¿Cuándo me va a aceptar un paseíto por la plaza?
―Paso días trabajando. No sé qué hacer.
―Si busca el tiempo verá que lo encuentra. Vamos, anímese.
―Después digo si puedo. Tenga, cobre pedido.
―Deje, esta vez va por la casa.
Las panteras son pacientes. Como la noche, nunca se atrasan ni se tropiezan.
Micaela no ayudaba en la limpieza. Su madre la estaba criando para no insistir en la baraja. Ponte a estudiar, le decía. No hables con los hombres sin educación. No le respondas mal a la maestra. Baja la cara cuando te regañen. Ya ves en qué he parado por no seguir los consejos de mi santa madrecita. Ya vas a ver, te buscaremos un buen partido cuando crezcas, un hombre que tenga dónde caer muerto. Pero Micaela tenía otros planes. De noche se imaginaba en una danza lenta que venía de un paraje lejano, una pausa y luego un temblor que le hablaba de sus lavas primigenias. Micaela quería ser artista y que la invitaran a cantar en el cumpleaños de algún presidente. Bailando estaba en la víspera del nacimiento de la criatura que había plantado Juan Vicente en el vientre de Hasmik. Se inspeccionaba en el espejo, midiéndose un conjunto para aquellos calores de eterno verano sobre el valle, cuando el hombre pantera se escurrió de pronto en la habitación, con cuidado de no alertar a las mujeres en el patio.
―Calladita, mi niña. No tengo mucho tiempo.
Esa noche le pidió a Garo que escaparan, pero lo más lejos que pudieron llegar fue al Zoológico de la calle Kemal y esconderse en la parcela del zorro cangrejero.
―De aquí no nos sacan ―dijo Garo, con el pecho enfático y los puños dispuestos.
―Tu hermano ya nació, no empaven el día ―gruñó Moraima, tirando del brazo a Micaela. Alguien mandó a avisar dónde estaban y la empresa de vivir juntos se arruinó muy pronto―. Y tú, muchacha del diablo, mereces una buena golpiza por loca.
Pasó una década taciturna, como si Dios tampoco quisiera bajar del cielo, y Garo recordó aquel aroma de niña y sus migas en la cama, cuando se lo llevaron detenido como principal sospechoso: alguien había cazado una pantera, le sacaron los ojos y los dejaron en la mesa como dos luceros muertos.
***
Enza García Arreaza (Puerto la Cruz, 1987) Narradora y poeta. Obtuvo el VII Premio Literario Cuento Contigo de Casa de América (Madrid, 2004) con «La parte que le tocó a Caleb». En 2007 resultó ganadora del Concurso para Obras de Autores Inéditos, auspiciado por Monte Ávila Editores, con el libro de cuentos Cállate poco a poco (Monte Ávila Editores, 2008). En 2009 recibió el III Premio Nacional Universitario de Literatura de la Universidad Simón Bolívar con El bosque de los abedules (Equinoccio, 2010). Textos suyos aparecen en las antologías Cuento Contigo 2 (Madrid, Siruela, 2006) y Zgodbe iz Venezuele (Eslovenia, Sodobnost International, 2009); en las muestras De la urbe para el orbe. Nueva narrativa urbana (Caracas, Alfadil, 2006), Joven Narrativa Venezolana III. Premio de Cuento Policlínica Metropolitana para Jóvenes Autores 2009-2010 (Caracas, Equinoccio, 2011), De qué va el cuento. Antología del relato venezolano 2000-2012 (Caracas, Alfaguara, 2013), Tiempos de nostalgia / Tiempos de saudade (Caracas, Ediciones del Instituto Cultural Brasil –Venezuela, 2013) y en Voces -30. Nueva narrativa latinoamericana (Chile, Ebookspatagonia, 2014). El libro de cuentos Plegarias para un zorro aparece en 2012, editado por bid & co. editor. El animal intacto, primer libro de poemas, llega en 2015, cortesía de Ediciones Isla de libros.