
I
El árbol no está listo, ni siquiera está enterado de lo que va suceder a continuación. Alguien, quizá un vecino molesto, o doña Berta, la dependienta de la papelería, llamó a servicios urbanos del ayuntamiento. Es increíble lo eficaces que resultan para destruir estas personas. Llegan los hombres, con sus uniformes caquis, sierra en mano, cascos industriales y una dirección anotada. Dicen “debe ser este”, calle treinta y uno “D” de Dedo, “D” de Daño, “D” de Dolor, número dos/tres/siete. Son las once de la mañana, un día cualquiera de 1998. Los hermanos miran desde la ventana. Les sorprende el filo de la sierra, las manos duras y grandes de los trabajadores. “Vale, de una vez”. El rugido se parece tanto al de la licuadora que, por inercia, el mayor se lleva las dos manos hacia los oídos. El hermano menor, por el contrario, quiere verlo todo, quiere oírlo todo: alguien debería llevárselo de ahí.
II
Tom persigue a Jerry, por no decir Silvestre a Piolín o Gargamel a los Pitufos o Destructor a las Tortugas Ninja. Realmente podría ser cualquiera, pero en ésta ocasión, tratándose de un día hábil, la matiné de caricaturas entre semana ofrece a Tom y Jerry. Lo primero es que Tom no molesta a nadie. Él duerme sobre la alfombra después de recibir una caricia de sus dueños; sueña con atunes bailando afuera de sus latas. Lo segundo es que Jerry, de naturaleza marginal y bonachona, ha decidido almorzar una rebanada del queso Monterrey que guarece en el refrigerador. Tom lo mira y se aproxima lentamente. Tan lento como su capacidad de dibujo animado le permite. Entre los agujeros de la casa, Jerry se filtra, divaga un poco, planea un escape. Salir de la madriguera, improvisar con libros una escalerita, tomar el queso y volver al hogar, oh dulce hogar. Pero los ratones nunca analizan lo suficiente, por eso quedan sorprendidos en las trampas y fallecen mientras se enredan sobre el pegamento. En cambio los gatos son suicidas y autosabotistas. Una palabra que se aprehende con el paso de los años. Autosabotaje.
III
Se necesitan dos huevos, leche entera, mantequilla y harina especial. Primero los huevos deben romperse; de ser necesario, la fractura podrá realizarse sin dejar lugar a remordimientos o culpas. La leche sirve para darle cuerpo al delito. Y la mantequilla simplemente para que resbale, como un recuerdo agridulce disolviéndose. De la harina no hay que decir nada; ella sabe que su oficio es desmoronarse y lo hace bien. Después de diez minutos de cocción, la madre llamará a los hermanos. El desayuno está listo, no importa que sean las tres de la tarde.
IV
El más triste de todos los juguetes es Blue Demon. Monster Truck y Hombre Araña lo consuelan mientras derrama esas lágrimas de luchador por el suelo del ring. Blue Demon sabe que Konan el Bárbaro está perdido. Ellos dos fueron compañeros de aventura durante largo tiempo. Juntos acabaron con el imperio insufrible de Max Steel, después de aplastar a un ejército de Hielocos. Juntos rescataron las piernas intercambiables de Pegaso y juntos también fueron sometidos a una masacre de crayones. Blue Demon está triste, tristísimo. Dice que la última vez que vio a su amigo fue a la mitad de la repartición de las maletas.
V
La noche anterior comenzó hasta la madrugada, cuando después de comer unos tacos de pastor y darle vueltas infinitas al parque, los hermanos cayeron rendidos de cansancio, por fin. Esa noche la madre sueña con papeles gigantescos que la rodean y la cuestionan. De tener un encendedor lo haría todo cenizas, estaría dispuesta ella misma a crear una fogata del tamaño de su hogar, del tamaño de su memoria. El padre, por el contrario, decide no soñar. Soñar es el deseo de los insomnes y para eso se requiere tiempo, cosa que a él no le sobra. El padre, por el contrario, decide husmear en el laberinto de fotografías que se apilan sobre la mesa. “La mesa me la quedo yo” piensa, antes de mirar por la ventana el crepúsculo del amanecer.
VI
Es una pesadilla… digo, firmar cuando se está nervioso.
Pues apúrate.
¿Para qué?
Para despertar.
¿Estamos soñando?
VII
Pensaron que no estaría listo. Cuando lo compraron en aquel taller de mala muerte no servía para nada. Había que cambiar las balatas, el sistema de escape estaba podrido y el aceite se filtró en los ductos del agua. El padre lo llamaba “la carcacha”. La madre, puntual como siempre, utilizaba el nombre de catálogo “Datsún Nova de mil novecientos ochenta y tres”. Después de cinco años y algunos miles de kilómetros, el auto estuvo listo. Lograron subir las maletas con ropa y las cajas llenas de recuerdos. Los cosméticos en bolsas, los jarrones envueltos de papel periódico. Nunca confiaron en que el auto estaría listo cuando la madre giró la llave desde el cerrojo. Dudaron, todos, del arranque. Pero ahí estuvo, sobrio y dispuesto a atravesar las calles nocturnas de la colonia, que los hermanos ahora mismo abandonan a vuelta de rueda. “Objects in mirror are closer than they appear” alcanza a leer la madre desde el espejo lateral. “Objects in mirror” quisiera decir en voz alta, pero prefiere quedarse callada. Paulatinamente callada.
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Joaquín Filio (Mérida, Yucatán, 1991). Estudiante de la Licenciatura en Literatura Latinoamericana en la UADY. Colaborador de la revista Mérida: Ciudad de los Museos. Becario del PECDA 2015-2016 en la categoría de cuento. Algunos de sus textos se han publicado en antologías impresas y digitales.
Corrección y selección por Andrea Paola Hernández.