«El ruido crece» | 20 poemas sobre Caracas ~ Fotografías por Andrea Daniela

Caracas-
*
Juan Antonio Pérez Bonalde
(Caracas, 1846 – La Guaira, 1892)


De pronto, al descender de una hondonada,

“¡Caracas, allí está!” dice el auriga,
y súbito el espíritu despierta
ante la dicha cierta
de ver la tierra amiga.
Caracas, allí está; sus techos rojos,
su blanca torre, sus azules lomas
y sus bandas de tímidas palomas
hacen nublar de lágrimas mis ojos.
Caracas, allí está; vedla tendida
a las faldas del Ávila empinado,
odalisca rendida
a los pies del sultán enamorado.
Hay fiesta en el espacio y la campiña,
fiesta de paz y amores:
acarician los vientos la montaña;
del bosque los alados trovadores
su dulce canturía
dejan oír en la alameda umbría;
los menudos insectos en las flores
a los dorados pistilos se abrazan;
besa el aura amorosa al manso Guaire,
y con los rayos de la luz se enlazan
los impalpables átomos del aire.

Fragmento de Vuelta a la patria (1877)

Ismael Urdaneta
(Estado Trujillo, 1885 – Maracaibo, 1928)

Ávila, eres un prejuicio

nacional. Eres también
un prejuicio ortográfico.

Te has estremecido a veces
por temor al “qué dirán” de los volcanes. 
Aquiles, con el talón quemado, 
vencido por el “isleño”.

Y por haberte rapado,
eres una heladera en invierno
y un horno de panadero en verano. 

Bébete un whiskey de aventura inédita 
a ver si te dan ganas 
de fumar una pipa, como el Etna,
el Vesubio y sus hermanos de América;
y cuando ya no quieras fumarla,
a ver si te dan ganas de romperla
y escupir un desdén bolchevique 
por el colmillo del cráter,
para que nos improvises una Pompeya. 

Prejuicio ortográfico,
¿acaso entre nosotros no hay más
montaña que tú, buen burgués,
instalado en tu “Silla”
para consternación del Naiguatá?

La Sierra de Mérida,
esa austera matrona,
se ha llenado de canas
¡viendo cómo has perdido tu juventud de monte,
discípulo pésimo de volcán!

Luz Machado
(Ciudad Bolívar, 1916 – Caracas, 1999)

A Caracas

I

Un arpegio verdiazul y contínuo mantiene
la cordillera alrededor de la Ciudad.
A veces puede la niebla
escribir su liviana melodía
en el monte más alto.
Más, 
suspenso
cerrándose en sí mismo en torno al valle. 

De La ciudad instantánea (1964–1966).
Poema extraído de Poesía de Luz Machado
(Monte Ávila Editores, 1980)

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Aquiles Nazoa
(Caracas, 1920 – 1976)
El día de Caracas

Sentado como un tonto en El Calvario
—refugio de poetas y de flojos—,
mi corazón recoge tus despojos
en un sentimental itinerario.
 
Tu antigua sencillez de campanario
flota en el aire aún, pero los ojos
ya nunca más verán los techos rojos
que te dieron prestigio literario.
 
Pues enferma de snob cosmopolita,
te dio por transformarte -¡pobrecita!-
en una Nueva York de a cuatro reales.
 
Y así llegar lograste a lo que hoy eres:
una Babel de radios y choferes,
¡y ese montón de Casas Regionales!

Elizabeth Schön
(Caracas, 1921 – 2007)

Nací en Borburata. En el corredor había un tinajero verde; el agua se precipitaba y sonaba dentro del bernegal con un ruido semejante al de las monedas pequeñas al caer. En el patio se destacaba una fuente; los helechos se amontonaban alrededor y formaban una carpa verdosa, húmeda, que olía gratamente. Los pilares eran redondos, de madera, y en los sitios resquebrajados, apuntaban clavos que, a veces, herían. 
 
La casa no tenía muchas habitaciones. Los techos estaban construidos de cañabrava y viguetas de mangle; allí las arañas tejían sus enjambres que tupían los bordes del maderaje. En los copetes de las camas, en los aguamaniles, siempre se hacinaban la polilla y una arena fina, dorada, que el viento traía del mar lejano. Dos hornillas permanecían prendidas; dentro de las brasas, de vez en cuando, se asaban una mosca, una abeja, que habían estado cazando el caldo que se cocía.
 
Detrás del corral, donde crecía un árbol de apamate, una quebrada corría, ahí las vacas iban a beber, mientras los torditos picoteaban sus lomos y yo pensaba en el día que viviese en Caracas, Caracas que la imaginaba igual al palacio más bello, habitado por hombres gloriosos.

De Casi un país (1972).
Poema extraído de Antología poética,
(Monte Ávila Editores, 1998)

Matilde Mármol
(Barcelona, 1921 – )
Memoria de una cabeza que va a pie por las calles de Caracas

La ciudad construye un humo
espeso y largo.
 
El ruido borra la ciudad,
la apaga.
 
Y es inútil imaginar el vuelo
de un arcángel.

De El valle cautivo

José Ignacio Cabrujas
(Caracas, 1937 – Porlamar, 1995)

No hay fanfarrias solemnes
Conviene recordar a veces
Que se trata de un valle y de unas gentes
Y de un lugar de paso
Que nadie vino a quedarse demasiado
Porque todos los carteles que medían la distancia
Hablaban de exilio y mientras tanto
Que las casas se entendían en los planos
Con esa facilidad de los cuadrados
Que no hubo un ser con imaginación de triángulo
Que fue un lugar de obstinados terremotos
Que Catedral fue un por decir y no una torre
Que eran hombres de prisa
Y que cualquier constancia partió de una derrota
Conviene recordar que fue ciudad de locos
Al norte de una empresa
Que entrar en ella era bajar de la montaña
Y que todo iba a ser mejor mañana
Que una cosa antes de ser, se parecía
Así la gente, así la música
Así esta historia
Siempre al norte, mientras tanto y por si acaso.

Este poema fue extraído de este blog. 
Gracias a @albacodutti por enviarnos el link
para que fuera incluido en la presente muestra.

Eugenio Montejo
(Caracas, 1938 – Valencia, 2008)

Tan altos son los edificios
que ya no se ve nada de mi infancia.
Perdí mi patio con sus lentas nubes
donde la luz dejó plumas de ibis,
egipcias claridades,
perdí mi nombre y el sueño de mi casa.
Rectos andamios, torre sobre torre,
nos ocultan ahora la montaña.

El ruido crece a mil motores por oído,
a mil autos por pie, todos mortales.
Los hombres corren detrás de sus voces
pero las voces van a la deriva
detrás de los taxis.
Más lejana que Tebas, Troya, Nínive
y los fragmentos de sus sueños,
Caracas, ¿dónde estuvo?
Perdí mi sombra y el tacto de sus piedras,
ya no se ve nada de mi infancia.

Puedo pasearme ahora por sus calles
a tientas, cada vez más solitario;
su espacio es real, impávido, concreto,
sólo mi historia es falsa.

De Terredad (Monte Ávila Editores, 1978)

Víctor Valera Mora
(Trujillo, 1938 – Caracas, 1984)

No insistir con el corazón de los amantes
de los amantes con las alas rotas
de los amantes parias
No incitar la furia de los amantes
contra las torres del fabuloso y narcisista Country Club
para que maten al bienaventurado hijo del Country
y sobre su cadáver y los insultantes campos de Golf
levanten el árbol de la ternura
el árbol del nuevo orden
la dictadura de la felicidad compartida

De Cartas a un viejo narciso (1964)

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Yolanda Pantin
(Caracas, 1954)
A veces

no se dónde estoy,
como esta noche en Caracas.

Escucho llover
cuando Dennys me dice:

‘Así fue en el deslave’.

Llueve de tal forma torrentosa
como nunca lo había visto. El ruido

sobre el techo de metal, en la terraza,
donde estamos conversando,
me hunde en los terrores del sueño,
como pasa con los años. No duermo.

Voy a Turmero,

a la casa de mis padres. Miro
con mis hermanos el correr
de las aguas cenagosas
que levantan los autos cuando pasan,
creando olas inmensas, nos parecen,
por sobre las aceras.

Es el agua que igual baja
por las avenidas umbrosas
de esta parte, en Caracas,
cuando arrecia
el aguacero.

Estoy en un jardín
como eran los de antes,
y el que rodeaba la quinta Los Castaños,
en Chacao; entro en el cuarto
donde Malle nos espera
dándonos lugar
en un mundo extraordinario.

Pero Dennys insiste: es la luz de esa tarde.

Yo me echo a reír
ya que todo parece caer sobre nosotros:
el cielo, y el Ávila. Siento pánico. A veces
me levanto en la noche, y en medio del desastre,
no se dónde estoy. Me cuesta retirar
la membrana pegajosa
que aúna las realidades. Así, parece igual
estar dormida que despierta.

Veo la imagen de un guardia nacional
orinando la puerta de una casa.
Veo su espalda gruesa, inclinada,
mientras se desahoga con calma.
Escucho el relato de un hombre quebrado
y a mujeres en su querer decir,
con un gran miedo, junto a sus hijos.

Pero abro los ojos y voy a la cocina,
y en la nevera miro los afanes de Jimena
para el almuerzo de mañana en el banco,
y como todas las noches, la lonchera de Efraín,
abierta, junto al fregadero. Son las cosas
que de una forma humana me consuelan,
como ver sobre el sofá dormir a Loqui
enrollada sobre sí, igual a un ‘caracolito’.

Escucho detrás de las puertas
en el pasadizo
el ruido de los ventiladores.
Me apacigua el roce metálico
que hacen las aspas y percibo
nítido en la madrugada.

Pienso en Ana, como yo,
en su lucidez insomne. Aunque esta noche
quiso tranquilizarme: leeré una novela, me dijo.
Yo no tengo cabeza.

Escucho la voz del funcionario:
Así son los intelectuales,
y así deben ser: disconformes. Qué cinismo
el de su argumentación, es limpia y corta
igual que la hoja de un cuchillo; como

el arma que usó el ideólogo
para humillar a María Fernanda.

Ayer, por ejemplo, Carlos
me contó una fábula:

Cuenta la historia, según el relator,
de una doncella
que convierte la torre donde vive
con sus fantasmas, en un puente
tendido sobre el abismo.
A veces me encuentro
en medio de un pantano.

Hay un instante de desasosiego,
mientras caigo en cuenta
que esta soy yo, despierta,
como tantos otros,

entrando en la noche.

De Fervor de Caracas.
Compilación de Ana Teresa Torres (2015)

Martha Kornblith 
(Lima, 1959 – Caracas, 1997)
Vitrolero de Sabana Grande

No era precisamente
arrogancia lo que derrochaba
en esa noche de hace quince años
en la que busqué entregarme a ti
en una esquina del bulevar de
Sabana Grande.
Tú dejaste tu vitrola a la intemperie
así como unos sucios discos de los sesenta.
Caminamos
Esa noche llovía
y me ofrendaste con una bandeja
con cuatro perro calientes
algunas coca colas
allí, en Crema Paraíso
Me regalaste, un brazalete de los hippies
pero en el día de nuestra primera y última pelea
me dijiste que te devolviera,
yo ya lo había echado al cesto
(era signo de mal augurio, me dije)
Esa noche de hace quince años
te mostré unos sucios originales,
no los entendiste, hablabas en inglés,
eras trinitario.
Penetramos en la oscuridad y la intemperie
en búsqueda de un hotel
Tú rechazaste la oferta,
no sé si por pudor
o por falta de dinero
Regresamos a la acera
a recoger tu vitrola y tus discos
(algunos amigos buhoneros
lo habían hecho ya por ti)
Vitrolero de Sabana Grande
hoy, que ya no sé nada de ti,
ahora que encajo en otros trajes
y miro de reojo,
cuando hay otra gente,
otras calles que me acogen
regreso a ti en este poema
con elegancia.

De Sesión de endodoncia (1997)

Leonardo Padrón
(Caracas, 1959)
Última hora

En Ucrania gritan fraude en una lengua pastosa.
En Estados Unidos el aborto pierde las elecciones.
Mi país se da golpes contra las paredes.
Y yo no sé si podré obviarte
en este mapa de huesos confusos.
 
Caracas arde
sin las conjeturas del sol.
 
Y el día es un alazán desconcertado. 

De El amor tóxico (bid & co. editor, 2005;
Contracanto. Poesía reunida, Seix Barral, 2017)

Claudia Noguera Penso
(Caracas, 1963)

A veces cuesta levantarse en esta ciudad. Salir por cualquier puerta o resquicio puede significar el camino a la muerte, bajo el brazo inclemente de la miseria o simplemente del aburrimiento.

Pero también la ciudad puede ser amable y tierna, porque sé, con certeza, que estarás allí, ese espacio que ocupas me devuelve la calma y me prepara el camino para otros días de ausencia.

Así es esta ciudad, vive su vida, tuerce voluntades, nos atornilla a su destino. La contemplo y me doy cuenta que no tengo adonde ir, Caracas nunca pierde, no deja de latir (aun cuando tenga el pecho abierto y se esté desangrando).
En ocasiones cuando te vas siento que caigo, pero la ciudad me recuerda que estamos hechos a su imagen y semejanza.

Del libro Caracas mortal
(Oscar Todtmann editores, 2015)

Alejandro Rebolledo
(Caracas, 1970 – Barcelona, España, 2016)
Caracas

Cielo de azul rapado, con un centellas en mohicano
Chueco y tuerto está el felino
Borracho y triste
En la autopista
Verde y amarillo
La lengua que no habla
es nueve veces ella, él, yo, ella
Santiago de León.

De Romances del distroy

Keila Vall de la Ville
(Caracas, 1974)
Caracas acuática

I
En esta mañana acuática
bajo el túnel vegetal de una calle sinuosa
los rayos de sol despiertan
la córnea del tiempo.
Desde el cristal salpicado
transito luminiscencias.
Un bosque techo me abriga.

Gloria al bravo pueblo con las manos
cruzadas
en rezo invertido
sobre la zona lumbar.
Cada día el mismo ritual:
hojas de trópico otoñal manchando el cielo
no sé de dónde vienen pero cruzan siempre
las guacamayas
en este lugar.
Falda plisada de poliéster
raspando los muslos.
Yo recito

mientras espero
sin saber cómo se lanza un yugo
o se bajan las cadenas.
Espero.
  
II
Subo al bloque de cemento
áspero
y se mece inestable
de puntillas llego a la fuente. Se moja mi barbilla.
La escuela es atravesada
por tozudos retoños gramíneos
tréboles salvajes y dientes de león.
La casa
la caja de arena, el cerro,
el tobogán de los grandes y también
el de nosotros los niños pequeños

el piso de cemento y la rayuela
todo se está agrietando
Tikal selvático. 

Mientras los demás corren
en el patio,
toco el dorso invertebrado
y vuelvo esferas los gusanos armadillo.
Los preservo en el cuenco de una mano
los hago rodar por el corredor.
Los rozo y vuelven, otra vez
a enrollarse. Para mí son canicas.

III
Esta mañana acuática de música vudú
doy un salto al descansillo de la escalera.
Atravieso el aire hasta los brazos del abuelo
desde sus cajas Habanas
de madera
con el broche dorado tan pequeño,
insiste el olor
adherido a la familia
un aroma dulzón en la casa, en la alfombra vino
en los libros que leo sin plan.
Abro una página,
cualquiera sirve
del Tesoro de la Juventud.
En todas me quedo.

Sobre un dromedario
entro a la cocina
a las islas de peso falso flotando en caramelo y vainilla
siento en el aire el limón rallado,
hay frascos ámbar traslúcidos
cabellos de ángel y clavos de olor en el alto mesón.

Niña pequeña en secreto envejezco
heredo el paladar
me vuelvo la abuela que me enseña
intuyo formas de hacer, a veces sin mirar.

Aún no comprendo para qué sirve
el libro tibetano de la muerte
después que la muerte ya ocurrió.

Semáforo luz roja.

IV
Burbuja que se eleva
no se puede detener
se aleja la niña.
Esa ciudad
esa casa
esa isla de nube
no se alcanzan.
No te enojes,
yo intento no enojarme.
Tengo o construyo fiera un nuevo centro
me empeño.
Las motas de luz en mi rostro
mis brazos en el túnel vegetal
el brillo y la sombra de mi cuerpo dálmata
las gotas que deforman y luego lavan
este domingo
en un presente cualquiera.

De Viaje legado (bid & co. editor, 2016)

Ricardo Ramírez Requena
(Ciudad Bolívar, 1976)

Maneras de irse

Las amigas de mi madre se han ido muriendo.
Primero fue Yolanda, de carne firme y silencio.
Luego vinieron la abuela Arreaza, quien le vio
el culo a todo El Cafetal de tantos años poniendo
inyecciones; Elvira, su alegría y su cigarrillo perpetuo;
Beatriz, a quien no le tocaba realmente pero decidió
irse, y al final Elena, impuntual.
Todas se han ido muriendo. Quién les habrá dicho
que podían morirse así, como pidiendo permiso.
Hay maneras de irse y cada una ha respetado el pacto
que las une.
Hay un orden de las cosas y mi madre
lo ha entendido en su silencio.
Se le ve en el rostro, cada vez que aparece Elvira
durmiendo o fumando en la casa, o el ascensor
decide detenerse en el segundo piso, el de la abuela.
Tanto apuro y nadie quiere irse de verdad, dice.
Tanto apuro y no pueden vivir sin contarme sus
asuntos en los sueños, comenta.
Me dejaron sola, cuidándoles la calle y a su gente.
Yo cuento ahora los chismes, yo doy las clases,
yo pongo las inyecciones ahora.
Aún no puedo irme, me cuenta. Ni que quisiera.
Cada día me encomiendan cosas nuevas
las pendejas esas.

De Maneras de irse (Editorial Ígneo, 2014)

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Francisco Catalano
(Caracas, 1986)

Caracas

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Alejandro Castro
(Caracas, 1986)

Casalta

Tengo que sobrevivirte
entre los perros que de madrugada
profieren la música del odio.
Debajo de las balas encima de la ciudad
día tras día Casalta tengo que sobrevivirte.

Pero te llevo conmigo Casalta irremediablemente
con pañales en el balcón y las aceras
tu alegría impostada y el ruido de los dientes en el frío
o quizá en el miedo de cerrar la puerta
y que por sus resquicios entre la jauría
los disparos y el merengue
como si no te importara deforestarte siempre
y encender los bombillos que regala el gobierno
para olvidar.

Quiero dejarte aquí Casalta en el poema
tapiarte con los escombros de la infancia.

Yo –mi hermano y yo– adivinando
el color de los carros en que mi padre no vendría
inventando canciones de apagón
sobreviviéndote milagrosamente
detrás de las rejas.

De El lejano oeste (bid & co. editor, 2013)

Adalber Salas Hernández
(Caracas, 1987)


I

Caracas, los que van a morir no te saludan.
Ya no tienen manos que levantar,
se las han cortado, se las han arrancado
los perros que caminan patas arriba por la noche
o las han perdido en alguna apuesta imprudente
y cruenta como tu nombre.

Tampoco se arrodillan, los que van
a morir, no los deja este temblor
metálico que les atraviesa la espalda,
que les ensarta las vértebras, que les
tuerce el andar. Un temblor que parece traído
desde el primer frío de este mundo.

Respiran tu humo, tu olor a capín melao
y carne descompuesta y plomo
caliente bajo el sol, que les llena
los bronquios, les arrasa el paladar. Olor ingrato
a camiones de basura y asfalto arrepentido.
Caracas, todas las bocas secas son tuyas.

Te dejamos la infancia endurecida
en unas pocas calles, en el sabor del pan,
en el primer atraco, la primera madrugada
ahuecada por los disparos y la lluvia. Es tuyo
todo este aliento que tenemos, te lo robamos. Los que
vamos a morir te miramos como bestias
por domesticar y te sonreímos sin dientes.

No te saludamos, aunque estemos
parados en tu arena, en el polvo que nos hizo
y que ahora se confunde con nuestra piel.
Ya hemos recorrido tus huesos cansados, sucios,
mondados por la ceguera. Te conocemos, Caracas.
Cada mañana, la piedra de tu risa
estalla contra nuestra frente. Sabemos tus gestos
de madre carnívora, hemos visto
dónde te muerdes la cola.

No saludamos y nadie se percata.
Nadie nota el óxido acumulado en
nuestras voces, nadie ve en nuestras caras
que ya entendimos, que de todas maneras
la prosa de nuestros días será abrupta
como tus callejones
y la hora de nuestra desaparición
tendrá la piedad de tus balas perdidas.

De Salvoconducto (PreTextos, 2015)

Diana Moncada
(Caracas, 1989)


I

Resistimos
en su vientre suicida
su sed de devorarnos a todos.

Recorremos su cuerpo convulso
sus pequeños temblores de calles hambrientas
sus gemidos enloqueciéndonos
en el tren que la traspasa
  que la ultraja.

Buscamos esa boca que nos escupe
buscamos besarla, poseerla quizás
pero ella es indomable
y nos hierve en su sudor de tarde pesada. 

II
 

Todos ardemos y ella arde en nosotros.

Llora,
llora enardecidamente
y yo lloro con ella
lloro por odiarla
por amarla.
       Lloro por abandonarla.

III

En su caos hallo el mío propio.
La escucho en el grito nocturno,
en el orgasmo reprimido
pidiendo auxilio
     porque al final
en su cólera interminable
Caracas
no hace otra cosa
que pedirnos auxilio.

De Cuerpo crepuscular (Monte Ávila Editores, 2015)

*

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2 thoughts on “«El ruido crece» | 20 poemas sobre Caracas ~ Fotografías por Andrea Daniela

  1. Hay varios poemas aquí incluidos que dejan mucho que desear. Pura banalidad cotidiana y subjetiva, sin ninguna trascendencia. Me parecen lamentables. Salvo algunas pocas excepcioes.

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