El metro de Caracas da la hora, por Ricardo Plaz Michelli (Venezuela, 1998) ~

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Waldemar Kolbusz


Iba a montarme cuando me empujaron. No me pude subir. Es lo bonito del trasporte público en general, cuando no estás dispuesto a pegarle a nadie jamás vas a llegar a tiempo. Me detuve un momento para ver la estación, no tenía nada más que hacer. Tanto el metro como las estaciones dan asco, pero ese día yo estaba más asqueado que de costumbre. Estaba solo, pero en esas estaciones uno nunca está solo, siempre hay cámaras que te ven, en todos lados y del otro lado un carajo que juega a ser papá dios y se pone a regañar a la gente. En eso me puse a pensar, todas las estaciones son prácticamente lo mismo, unas más viejas que otras, igual que los partidos políticos, unos más corruptos que otros. En un rato, llegó otro metro, sin aire, por supuesto. Cómo pueden esperar que haya aire aquí abajo y no allá arriba en las calles.

Me impresionó la cantidad de niños que se ven en todo el metro de Caracas. Uno de los grandes problemas de esta ciudad es que parimos más de lo que estamos dispuestos a alimentar, y no solo hablo de la natalidad. Me llamó la atención uno de ellos, porque parecía hablar dos idiomas. Pero no eran idiomas convencionales, ni siquiera estaban cerca de ser creoles. El niño, que no podía tener más de cuatro años, esperó a que un vendedor de esos incasables, que van por la calle del medio, pasara al lado suyo para decirle: “Mano, revolucióname uno ahí. ¿Sí va?”. El padre de esa criatura le dio un golpe en la boca por hablar así, supongo yo, pero no le dijo nada. El niño solo se volteó hacia su madre y dijo: “Mami, ¿Me lo compras, porfis?” La madre asintió, sonrió y le compró la galleta. En ese momento me di cuenta de que todos los lingüístas estaban equivocados. El lenguaje no es una dotación y la lengua tampoco es uso, descubrí que ambas, incluyendo a la lingüística en general, en ese niño, entran en la categoría de arte, no de ciencia. Solo espero que un día ese niño se convierta en político, para que nos prometa las cosas más bonitas que jamás vamos a oír. 

Al cabo de varias estaciones, y con la galleta terminada, se montó un perro en el vagón. Se veía hambriento y cansado. De haber tenido comida, se la habría dado, de todos modos, ese perro se la merecía más que yo, aseguro que se la merecía mucho más que cualquiera que hubiese pisado este metro. Le acerqué mi mano para acariciarlo, pero no quería ningún cariño, ni mío, ni de nadie. Como el caraqueño promedio, el perro no quería nada de eso, solo quería comer. Se acercó una señora que le ofreció comida y se la arrancó de la mano. Luego, agradecido se dejó acariciar por ella y la siguió cuando ella se bajó del tren. “Tanta hambre que hay en la calle y le van a dar comida a los perros”, dijo una señora indignada, a lo que otro señor contestó: “Ellos no tienen la culpa, ellos no merecen pasar hambre.” Yo no considero que ningún ser vivo deba pasar hambre, pero no quise responderle al señor.

Pasaron una o dos estaciones más hasta que volví a escuchar la voz de mi niño estrella, pero esta vez no pude distinguir lo que dijo. En cambio, vi cómo al padre le cambiaba la cara de seriedad a ira y empezaba a pegarle al niño. “Te… Dije… Que… No… Hablaras… Así… Coñuetumadre”, balbuceaba mientras le pegaba en la cara con el puño cerrado. Tuve que apartar la mirada y me di cuenta que todos estaban atentos a lo que estaba sucediendo, una verdadera animalada. ¿Que si pensé en hacer algo? Por supuesto que sí, miles de veces en mi cabeza me imaginé defendiendo a ese niño. ¿Hice algo? Por supuesto que no. Yo estaba demasiado tranquilo, demasiado cómodo. Esa escena continuaba, mientras yo necesitaba buscar consuelo en la cara de la gente. La mayoría, igual de indignada que yo, igual de cómoda. Había dos o tres personas que lo aprobaban, pero no más. De haber salido uno de ellos a confrontarlo, todo el vagón lo hubiese aplaudido, pero nadie estaba ayudando. Después de todo, todos los caraqueños nos conocemos entre desconocidos y nos ponemos de acuerdo en no hacer nada. El niño no lloró, se mantuvo firmé, como si de esperar su turno se tratara. Y ese niño, aquel día me enseñó otra cosa aún más importante, y es que Caracas no muerde —Y que me perdone el señor Torres—, Caracas rasguña. Una mordida duele, Caracas arde. Esta ciudad quema, no arranca piel, te la corta y te deja marca.

Gracias al cielo llegué a mi estación. Si no lo veía, no tenía por qué sentirme mal. Así funciona, ¿no? Me di cuenta de algo extraño: El reloj del metro tenía exactamente catorce minutos atrasado. Era tarde, era tardísimo. Pero yo no iba a llegar tarde. Yo no tenía donde llegar, en Caracas, una ciudad demacrada, esquelética. ¿Dónde vamos a ir? Más colorida parecería ser el escenario de cualquier tragedia griega. Pero ni los tragediógrafos más preparados hubiesen podido predecir algo así, como esta ciudad. Miré por última vez el reloj en la pared de la estación y entendí, por milésima vez, lo que era esta ciudad: la tragedia más bonita que tengo que enfrentar.

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Ricardo Plaz Michelli (Caracas, Venezuela, 1998). 

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