
Yeniter Poleo (Caracas, 1971). Autora de la novela La ciudad vencida, finalista del Premio Nacional de la Crítica (Venezuela, 2014), y de la novela Una camisa invisible, finalista del V Premio Nacional de Novela Corta Javeriana (Colombia, 2018). Egresada de Comunicación Social (UCAB), con estudios de maestría en Historia (UCAB), especialista en Comunicación y Arte (Universidad Complutense de Madrid).
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Mientras ojeaba la revista, una de esas costosas que contienen textos nutridos como novelas cortas o cuentos largos, miré por encima una historia sobre espaldas mojadas en México y también otra sobre alguien célebre por haberse extraviado en el desierto de Atacama. Contemplé unos instantes las fotos del sobrecogedor y colorido Valle de la Luna y luego volteé la página. Fue un impacto. Sentí el desafío impostergable del rostro, de los ojos cargados de maquillaje y pestañas postizas de un hombre.
Levanté la vista para constatar si alguien notaba el rubor que la imagen retadora me había causado. Era una cara áspera, con líneas de expresión alrededor de la boca que sostenía desdeñosa un cigarrillo humeante. Ocupaba casi toda la hoja, parecía de tamaño natural. Estaba retocada para resaltar los contrastes y solo dejar en color el rojo de los labios. Era una foto tan vívida que estuve así de cerca de agitar la mano para dispersar el humo.
Mi impresión inmediata: la persona allí retratada era todo un personaje. Me agradó, me gustó la incitación a seguir leyendo. El primer párrafo era una confesión: «Soy una mujer que es padre de dos hijos», y por ahí se decantaba en un discurso redactado para sustentar la literalidad de la frase. Había una cierta elegancia en el relato, emanada de la humildad explícita del reportero, un tal R. D. Triana, quien iba cosiendo sus inquietudes con las respuestas del hombre transformado en mujer.
De momento lamenté estar en esa despersonalizada sala de espera con afiches de molares, premolares y folletos para el uso correcto del hilo dental. La silla era rígida y me obligaba cada tanto a cambiar la dirección de mis piernas cruzadas. Dudé en continuar la lectura. Tal vez sería mejor posponerla, hallar un espacio confortable y disponer mis cinco sentidos para internarme con suficiente concentración en esa entrevista, leer cada palabra y fijarme muy bien en la forma como se contaba la historia de esa mujer atrapada durante años en el cuerpo de ese hombre.
El mismo Triana había escrito sus inquietudes: «Lo más difícil para mí fue entender que su predilección emocional y sexual se mantenía intacta por las mujeres, pese a que físicamente se deshacía de sus componentes como hombre».
Miré por encima de mis anteojos de lectura al resto de (im) pacientes que compartían la espera. Había un hombre de cuarenta y dele, contemporáneo conmigo. Se notaba que había levantado pesas durante muchos años y luego, a juzgar por su panza, se había aburrido. Sus manos gruesas con venas brotadas se aferraban al teléfono celular con la misma intensidad de quien se aferra a un salvavidas.
Silla de por medio estaba una de esas chicas que tanto me gustan. Piernas largas, hombros descubiertos, cabello largo y oscuro sobre su semblante mestizo. Proyectaba la seguridad (me calza mejor la palabra inglesa, confident, para describirla) de estar elegantísima dentro de su jean gastado y la camiseta naranja. Portaba un reloj grueso de esfera grande que contenía tres relojitos más y muchos botones y números, es decir, el instrumento necesario para explorar unas ruinas, buscar tesoros en el océano profundo, escalar el Salto Angel o todas las anteriores. Sus uñas eran cortas y pintadas con un esmalte bronce, impecables. Le calculé unos 28 años y una vida de aventuras.
Más cerca de mí un abuelo balbuceaba frases para atender inquietudes varias de su nieta avispada, que lo enloquecía con interrogantes no aptas para adultos mayores: «¿Quién riega los árboles en las calles? ¿Qué son las hemorroides? ¿Te gustaría tener otro hijo?». La estampa impertinente de la nena era idéntica a la que tuvo mi hija cuando tenía su edad, unos ocho años. El buen señor, como yo en su momento, exhalaba y a veces parecía excusarse, por medio de un mohín y una mirada nerviosa, con el resto de quienes esperábamos ya no tanto a la dentista como sus respuestas a las grandes preguntas de la vida.
En la tercera columna de la historia, Triana había escrito: «Robin no podía ser Alberto ni Arnaldo. Por alguna razón que juzga divina (en el sentido delicioso, advierte), al recién nacido tampoco le pusieron un segundo nombre, como a sus hermanos, y esa peculiaridad fue el primer argumento sobre el cual empezó a basar su propia identidad. ʻSoy libre de un nombre aclaratorioʼ afirma, ʻRobin es un nombre perfecto para niñas y para niños. Sirve para una actriz famosa y para ser el joven maravilla, el aprendiz del Batman de los años sesenta. Es un nombre perfecto, llámalo andrógino si quieres».
El redactor contaba sus desaciertos al abordar un punto, incluso reformular varias veces, lo que llamaba la cuestión fundamental: «¿Transformarme en mujer? Repregunta Robin con asombro. Yo no me he transformado, siempre he sido mujer. Solo recobré la coherencia con mi cuerpoʼ. Esta/e Robin recuerda el instante preciso cuando se liberó de lo que había sido y decidió asumir lo que deseaba ser: ʻEstaba en Noruega para dar una conferencia y en los folletos aparecía mi nombre así: doctor Robin Liberman. Pronúncialo en inglés. Entonces vi que ese «doctor» en realidad no tenía género. Ese día decidí que me pondría las tetas». Seguí leyendo:
«¿Quiere decir que todo es cuestión de lenguaje?».
«No, pero es evidente que el lenguaje se ha quedado corto para designar realidades que antes permanecían ocultas».
«Algunos usarían el lenguaje para definirle como una atrocidad», insistió Triana.
«Atrocidad llamo yo al rezo devoto y los golpes de pecho antes de salir a la calle a vilipendiar o dañar de mil maneras al prójimo», sentenció Liberman.
Se abrió la puerta de la odontóloga y salió una mujer insípida. Para mi es raro que ambos términos lleguen juntos, mujer, insípida, pero ese pobre ser parecía querer fugarse de su propio e insatisfactorio cuerpo. No, no estudié psicología, pero me resulta inevitable leer la postura, el ritmo, la actitud de quienes pasan más de dos minutos frente a mis ojos. La mujer no tenía joroba, pero ya sus hombros formaban una incipiente curva protectora hacia adelante como si quisiera esconder sus senos. Cuando habló, fue evidente la imprecisión dejada por la anestesia: tenía la lengua pasmada.
Retomé la lectura porque sentí cierto pesar ajeno, el pesar de ver a alguien preso de su cuerpo. Volví a ver la foto principal de la entrevista. Me gustaron esos ojos pícaros, inclusive me reconocí en el desdén con que los labios pintados sostenían el cigarrillo. Por cierto, me dieron unas ganas infames de fumar. La asistente dental asomó la cabeza y llamó al expesista por su nombre y apellido. El sujeto se levantó sin dejar de mirar su teléfono, como si de ello dependiera la paz mundial. Lo vi inhalar aire y retenerlo decidido a recoger su abdomen y deshacer la curva que formaba su camisa desde el plexo al vientre.
Lancé una mirada al grupo que me acompañaba en la espera. Primero vi a la atractiva chica que tenía junto a mí; le noté un gesto automático, diría que nervioso: se acomodaba el cabello cuando alguien nuevo entraba al consultorio, quien fuese, como si quisiera lucir lo suficientemente perfecta para la vista de cualquier desconocido. El abuelo, por su parte, trataba de ignorar a la nieta que cogía las gastadas revistas de la mesa, las hojeaba y bostezaba.
Me calcé los anteojos y volví sin recato al texto que relataba la historia del hombre-mujer. Una amiga mucho mayor que yo, a quien quise mucho pese a su amor por los gatos, me dijo una vez que la curiosidad te pone en evidencia ante ti misma y lo que mata es el empeño en negarte a saber lo que quieres saber. Sonreí con algo de compasión: había visto al expesista ocultarse en su celular; la chica seguía corrigiendo sus presuntas imperfecciones y el abuelo evadiendo preguntas cuyas respuestas ignoraba; mientras, yo tan libre, tan distante de esa pulsión clásica por disimular o aparentar algo que no sé o que no soy.
Un sujeto entró a la sala de espera. Habló tan alto que me sustrajo de las páginas de papel brillante. No es que el hombre tuviese una voz gruesa, es que casi gritaba. La gente que habla así tiene complejos terribles, necesitan capturar la atención. Volví al artículo pero no a las palabras sino a las fotos. Había imágenes de Robin Liberman en su infancia, adolescencia, en su primer simposio. Había un relato visual sobre cómo evolucionó el proceso de su identidad. La postura de su cuerpo en los diferentes retratos ponía en evidencia cómo iba ganando confianza; su media sonrisa y ojos tímidos fueron quedando atrás. Me conmovió en especial el retrato familiar de Robin Liberman, su esposa Estela, un hijo de 18 años y una adolescente de 14.
Descrucé las piernas y empecé a moverlas para estimular el calor corporal. Me gusta estar depilada en todas las zonas posibles. Admito que es un canon patriarcal de belleza femenina, una concesión a la estética publicitaria, una capitulación ante la esclavitud cosmética, pero me agrado así, aunque con ello mi resistencia al frío se reduzca.
La chica interesante se puso un suéter gris y me sonrió cómplice acusando la baja temperatura del lugar. El recién llegado ocupó el puesto frente a ella y se sopló las manos; se las frotó con fuerza haciendo sonar su reloj y anillos dorados. No me había simpatizado al entrar al sitio, mucho menos cuando me clavó su mirada de forma intrusa.
«Liberman bromea al decir con no poca locuacidad que si se hubiera dedicado al vodevil, habría creado un personaje artístico llamado Liberwoman, y no se habría cansado de hacer un espectáculo basado en una novela cortica de Philip Roth, The breast. ʻAhí encajaron varias piezas fundamentales», dice.
El gritoncito volvió a interrumpirme pero de forma directa. Cambió de asiento y se sentó a mi lado. Aplicó esa táctica ridícula de galán trasnochado al susurrarme un «yo te conozco de algún lado». Reaccioné con maldad. Le pregunté si era un oxonian y trastabilló. Habrá pensado que me refería a una nueva tribu urbana, o a la marca de su teléfono, quién sabe. Su cara fue una sustanciosa expresión de desconcierto. Se quedó callado y volvió a soplarse y frotarse ruidosamente las manos. El sujeto insistió, sin embargo. Barajeó una versión según la cual yo había sido una deportista famosa. Ni lo miré.
La recepcionista me buscó con los ojos y me anunció como la próxima paciente; sentí alivio. Recogí la cartera y enrollé mi revista recién comprada, de lomo grueso y apetitoso contenido. La nieta aburrida me miró con envidia e insinuó que me estaba llevando algo que no era mío. Le respondí con mirada seria y entonces probó a pedírmela prestada, se quejó de haber visto ya todas las que había. Dudé. Pensé. Volví a dudar. El grupo me miraba con atención, sobre todo el abuelo. Decidí no complacerla. No lo admití en aquel momento, pero también me negué a prestarle la publicación por un arranque de vanidad: era la primera vez en la vida que me entrevistaban y quise conservar ese objeto como símbolo de mi incipiente vida pública. Cuando la doctora abrió su puerta para recibirme, lo hizo con sonora efusividad, exclamó mi maravilloso nombre y sin darme tiempo a pronunciar palabra alzó su ejemplar de papel brillante y me pidió un autógrafo.
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¡Me gusto!
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