Inés Martínez García (Madrid, 1994). Periodista, correctora y editora. Actualmente dirige Libero Editorial. Es autora de Pasión silenciosa (Libero Editorial, 2019), Trenza roja (coedición, 2020) y Yo soy la luz del bosque (RIL, 2022). Sus poemas han sido seleccionados y publicados en las antologías Liberoamericanas. 140 poetas contemporáneas (Liberoamérica, 2018) y Piel fina (Maremágnum, 2019). Ha colaborado en diferentes revistas y fanzines con poemas y textos en prosa (tanto en inglés como en español).
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Azul, azul
Como todas las mujeres cansadas, situadas frente a una ventana, que nacieron de los dedos de Duras; o como aquella mujer desnuda, deseante pero inalcanzable, de las historias eróticas de Nin, así me encuentro yo. Cansada, muy cansada, fría, color turquesa. ¿Deseante? El deseo se asoma tímidamente por mi ventana, todos los días, pero termina yéndose, débil, inalcanzable. Cansada, muy cansada, inalcanzable, sentada frente a la ventana, rodeada de todo este azul que se vuelve mío y yo devuelvo azul, más azul. Hago resbalar los dedos por mis piernas, el zumbido de una mosca me consume, da igual la hora que sea, llevo aquí sentada desde las seis de la mañana, frente a la ventana, esperando a que la mosca se estrelle contra el cristal porque no voy a abrir la puerta, no voy a dejar que salga tan campante, no voy a dejar que el deseo se acerque ni que se cruce con la mosca. Espero, mientras mis dedos resbalan y encuentran la negrura: se adentran en este mar azul que me rodea. La mosca, la mosca, zzzzzz, zzzzzzz, sigue con su zumbido, mientras mi deseo se estrella contra la ventana y me mira, con esos ojos, azul, azul.
Mi deseo se rompe, se revienta, se hace añicos, ahí, al otro lado de la ventana. Tan solo es una mancha azul, una mancha que se corrompe mientras mis dedos entran y salen y quieren acariciarlo, pero mi deseo quebrado es un fracaso, que se resbala, también, por mi ventana. Consigue entrar, como el frío por los malos cerramientos, se acerca a mi cuerpo todo roto, todo estropeado y me mira, con los restos de sus pupilas, azul, azul. Mi deseo es un puré, un juego de niños: una masa con ojos que se hace grande si lo estiras pero que se mantiene, uniforme, en el cofre que lo sostiene.
Una vez tuvo boca y manos y un cuerpo caliente que se pegaba a mí durante horas, y horas, parecíamos dos seres marinos, mojados por el mar que nos envolvía. Se acercaba a mi boca y se alejaba, rápidamente, mientras mi cuerpo palpitaba y pequeñas hormigas subían por mis piernas haciéndome bailar y bailar y bailar. El deseo me cogía entre sus brazos, no me soltaba nunca, no quería soltarme. Todo era absolutamente maravilloso. Mis piernas podían ser cualquier cosa, mi cuerpo podía ser cualquier cosa, ascendía sobre la cama, sobre el suelo, sobre el plato de la ducha mi alma, y me veía reflejada en el espejo, me veía reflejada en el microondas, más alta, más larga: un ser sobrenatural.
Canto frente a la ventana, es una invocación, pronuncio en todos los idiomas que conozco mi nombre. También pronuncio tu nombre, Deseo. Hablo de mí, naturalmente, frente a la ventana y frente al microondas, hablo de mí, me elevo, esbelta, como una estatua griega, como la mujer en los relatos de Anaïs Nin y pronuncio mi nombre. Ese desierto. Lugar despoblado. Antigua sala de incubadoras, corazón caliente, pecho lactante. El ritmo de mi cuerpo cava dentro de mí una bola de luz. Sube y baja la luz, fría y azulada. Sube y baja de mi garganta a mis concavidades. Se mantiene radiante, sobrenatural. ¿Qué será de este cuerpo cuando la luz muera? ¿Qué será de este cuerpo cuando el deseo ya no se asome por la ventana? ¿Qué será de este cuerpo cuando el azul, azul, desaparezca?
Desnuda, entre escombros, me levantaré y me sentaré frente a la ventana. Zumbará la mosca en mi oído. Zzzzzz, zzzzzz. Serán las seis de la mañana, no sabré qué hacer con mi cuerpo. Yo sé de pájaros, yo sé de carencia, yo sé de negritudes y soledades, pero no conozco el sendero que me lleva a ese desierto sin la luz que me convierte en un ser sobrenatural.
Los ojos, azul, azul, evalúan la ausencia. No se asoman al umbral de mi mirada, ya no. Ya no se dobla fiero ante el horizonte. Mi deseo ya no palpita caliente, se sacude, como los árboles cuando quieren despojarse de sus hojas. Mi lengua no sabe, mis dedos no saben, en mi estómago reside toda la experiencia. En mi estómago se dibujan espirales que atraviesan mis costillas. El deseo se ha estrellado contra la ventada, el deseo no recuerda su cara y se desliza contra el cristal con tan solo dos ojos, azul, azul. De mis costillas pequeñas espirales, alambres flexibles rebotan contra mis caderas. Las espirales me cubren por completo. ¿Cómo entrar en mi cuerpo si ahora un laberinto lo custodia?
El deseo se mantiene quieto, si solo supieras cómo lloro. Todas las mañanas, a las seis de la mañana me siento frente a él. Deseo, cuerpo, ojos, azul, azul. Escombros bañados por el desamor. Si solo supieras cómo lloro, le digo a mi reflejo, le digo a la ventana, le digo a ese deseo que se mantiene quieto, asustado, paralizado ante las espirales que rompen mi cuerpo y me envuelven, las espirales que se hincan en mis mejillas y las agujerean.
De mi pecho lactante un tornillo, mis pezones no existen, ya no hay leche para alimentarnos, ya no hay lugar para hacer de este cuerpo desértico un campo fértil de lilas. Mi cuerpo se deshoja, mi cuerpo se desagua.
A las seis de la mañana espero, frente al cristal, a que aparezcas. Y cuando lo haces te atravieso con mis vértices, masa azul. Te atravieso con mi cuerpo. Te desgarro desde adentro, y con un grito, tu masa, azul, azul, recupera su forma, recupera su cara, sus brazos, sus piernas. Recupera la humedad y se clava en los torrentes de mi corazón.
Sigo hablando de mí, naturalmente. Yo soy el deseo, la mosca porculera.
Yo soy la mano que introduce la luz en mi garganta.
La mano que remueve mi estómago hasta formar una espiral y me convierte en un ser sobrenatural.
No oirás de mi boca otra cosa que ese llanto a las seis de la mañana y el amor desquebrajado, derrumbándose frente a las puertas del frío.