Josselyn Añazco (Ecuador, 1992). Trabaja como profesora de literatura en una secundaria. También es editora en una agencia de publicidad digital. Tiene una licenciatura en Comunicación Social y Literatura, y una maestría en Estudios de la Cultura con mención en Literatura Hispanoamericana. Sus intereses giran en torno a la literatura, cocina, arte, filosofía. Ha publicado en antologías, dos de FLACSO Ecuador.
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Destete
Primero el agua, luego el aceite, después el arroz y al final la sal. Agua, aceite, arroz y sal. Fórmula sencilla que aprendí a las malas. Hubo una edad, la edad de la guatusa le decía mi madre. Esa edad en que, como el repugnante animal, yo lanzaba alaridos intentando intimidar a quienes me amenazaban. Vete a tu cuarto de una vez antes de que te castigue, gritaba ella y yo aullaba para adentro.
Tenía trece años, aunque tarde, ya menstruaba y mis senos eran diminutos en comparación con los de Carla, mi ex mejor amiga. Digo ex porque cuando le crecieron se fue atrás de los chicos de sexto y yo preferí quedarme sola en los recesos antes que volver a empezar con otra chica. De todas formas, ya sabía que todas estábamos locas por el destete.
En casa, yo solo salía de mi cuarto cuando mi madre se iba a trabajar.
Cuando regrese quiero el arroz hecho, gritaba desde la puerta. Ella salía y yo era la encargada de ver que los gatos no se metan por la malla rota y de que el arroz quede graneado. Agua, aceite, arroz y sal. Lo repetía como un rezo, pero el resultado era siempre distinto. Le falta sal, le sobra sal, se quemó, no se coció; para mí todo sabía igual, ¿era eso posible?
—¿Qué cosa?
—¿Qué cosa de qué?
—Preguntaste si era posible.
—¿Qué cosa?
—Ay, niña.
Mi mamá parecía tener oídos y ojos en todas partes. Por ejemplo, cada mes confirmaba que ni siquiera el baño era un territorio exento de ella. Cuando sangraba, era hilarante imaginarme cómo me verían desde afuera si las paredes fuesen transparentes. Sudaba tratando de meterme la copa menstrual, con un pie haciendo presión contra la puerta por si se le ocurría a mi madre entrar, la otra pierna bien lejos, las patas tan abiertas que me recordaban a mi abuela matando la gallina para el cumpleaños de su hijo favorito; yo, en el baño, con todo el cabello encima, las manos embarradas de sangre negra y el espejo en el piso, era la escena que me recordaba que habían cosas que ya no podía preguntarle a mi madre aunque ella diga que sí. ¿Está todo bien?, preguntaba desde afuera y yo escuchaba su voz adentro como un eco; al rato salía, todavía sin poder caminar bien, dando tumbos de izquierda a derecha como los de un pingüino; ella ya no estaba.
—Mamá, ¿dónde dejaste mi falda verde?
—No sé de qué me hablas.
Siempre respondía de mala manera, no sé si hubiese preferido su silencio, aunque, para ser sincera, cuando ella callaba yo exigía respuestas, entonces eso provocaba su reacción y ambas chillábamos y nuestros bramidos parecían reclamos de un hombre que nunca había sido abandonado por su padre.
Esa edad, creo yo, fue la más difícil, no por un suceso en específico, que me perdone mi abuela pero su muerte fue como un día cualquiera. En realidad, cuando la mamá de mi mamá murió, solo hubo una pequeña diferencia en mi vida: durante los siguientes siete días no pude ver a la cara a mi madre porque se le habían reventado pequeñas venas en los ojos que hacían que toda la parte blanca tenga diminutos y finos ríos de sangre que me hacían llorar con solo verla. Entonces, esos días de luto, cargaba en mi diario una foto de ella a la cual me dirigía cuando tenía algo que reclamarle. La imagen siempre me respondía que solo me dedique a hacer el maldito arroz. Es así que hice nacer la tradición que dicta que la segunda semana de abril solo se come arroz, arroz con leche, cocolón, sopa de arroz, chicha resbaladera. Luego de eso, ros, ros, ros, nos rascábamos la espalda la una a la otra por la alergia que debía provocarnos el exceso de ese grano. Un abrazo de madre e hija que sonaba a ros, es decir, a rosa sin la a o a rostro sin la tro.