Sofía G. Pereda (Venezuela). Escritora de unas vainas y guionista de otras. Inmigrante venezolana. Licenciada en Literatura. Se ha quemado el pelo de forma involuntaria al menos una vez.
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Más allá de los matorrales
A veces, cuando me quedo muy quieta, siento que mis manos no son mías. Siento que son enormes y apenas encajan la una con la otra. Se me hacen extrañas cuando cierro los ojos. Le digo a Ricky, pero no le interesa. Me manda a callar. Hago una nota mental y regreso a mi cama. Estoy acostumbrada a que me ignore.
Más nadie me ve. Los adultos salen temprano, a trabajar o hacer compras, al mundo que hay más allá del patio de la casa, que se extiende sobre la cerca, más allá de los matorrales; aquel escondido entre la línea azul del horizonte y el amarillo del campo. Aquel que no conozco pero que sé que existe.
A veces, si me concentro lo suficiente, si lo pienso con todas mis fuerzas, mis piernas se extienden y soy más alta que todos los demás. Ya no tengo miedo. Doy un par de zancadas y estoy afuera del patio. Grito mi nuevo superpoder a las paredes vacías y el eco resuena de vuelta. Ricky sí sale con los adultos. “Alguien tiene que cuidar a los perros,” me dice. “Los que nacen de segundos cuidan a los perros.”
A veces, cuando presto mucha atención, siento las alas que me están saliendo en la espalda. Empezó con una piquiña, y unas alitas de pollo han ido creciendo desde entonces; aún no tienen plumas pero es solo cuestión de tiempo. La enciclopedia de Ricky dice que los pájaros comen granos y semillas. Lo convenzo de que me la preste a cambio de ordenar su cuarto por dos semanas. No, tres. Está bien, un mes, pero me quedo con el libro. Empiezo a comer más semillas, con la esperanza de que me salgan plumas, pero no funciona.
Cuando las alas consiguen mejor tamaño, decido crear mis propias plumas con materiales que hay por la casa: hojas de los árboles del patio y las lechugas del huerto, una que otra flor del jardín, algunas revistas olvidadas… Consigo un nido cercano y observo a una mamá pájaro enseñando a sus crías a volar; me copio de sus lecciones y tomo notas. Planeo mi escapada desde el patio, segura de que, entre mis nuevas alas jumbo y mis piernas extra largas, no me conseguirán de nuevo.
Mientras empaco un bolsito, los imagino buscándome preocupados; me pregunto si será la primera vez, me pregunto si valdrá la pena. Espero que nunca me consigan.
Según mis cálculos, es mejor si despego desde la azotea. Subo la escalera de emergencia, esa que rodea la pared exterior y llega hasta el techo; reviso tener todo lo que pueda hacerme falta. El cielo está despejado. Suspiro. Cierro los ojos, me concentro y, como las crías de mamá pájaro, salto.