Reina de bastos, por Julen Azcona (España, 1995)

Julen Azcona (Navarra, 1995). Escritor y periodista. Estudió Periodismo en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona. También se ha formado en la Glasgow Caledonian University y en la Universidad Complutense de Madrid. Tiene un Máster en Comunicación de las Organizaciones y otro en Profesorado. Actualmente reside en Madrid. En 2021, la editorial Dos Bigotes publicó Lodo, su primera novela, que ha alcanzado su segunda edición, y el sello SM incluyó su relato No sé, dieciocho en la antología Amar (o como se llame). En 2022, la revista Casapaís editó su cuento La miel. El diario La Voz de Galicia le seleccionó en su lista de 15 autores menores de 30 años a tener en cuenta. La revista GQ destacó Lodo como uno de los libros LGTBIQ+ que hay que leer en 2022. En 2019, participó en la publicación del libro de análisis cinematográfico Antología Miradas 2002-2019 (Macnulti Editores, 2019). En 2017, obtuvó el premio accésit del XVIII Certamen Literario en Euskera para Autores Noveles, otorgado por el Ayuntamiento de Pamplona, con la posterior publicación del relato galardonado, Bi banako ohe. Desde 2020 es miembro del jurado del Certamen Literario ‘Premio María de Maeztu’ del Ayuntamiento de Estella-Lizarra (Navarra).

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—No hay nadie como tú, Elena de Troya.

—Elena de ninguna parte. Elena de nada.

Philip Roth, ‘La mancha humana’

 

El tacto de la mano en el cuello. La tía Puy con la baraja y el rey de bastos. La pasión. La línea de la vida. Al mismo tiempo el bar Zulo y la estación de Santa Justa. Menuda tontería. Pero es lo que dijo.

Se me desenfocan los ojos solo de pensarlo. Se me va la mirada porque me obligo a revivir el momento, los dos sentados uno frente a otro en una terraza de Triana, a orillas del Guadalquivir. Me someto a la tortura de volver a verlo a él liándose el pitillo despreocupadamente, a él que sabe lo terriblemente atractivo que me parece ese gesto, y todo mientras dice que la cosa se fue a la mierda con el tacto de la mano en el cuello.

Ese es el recuerdo ahora que estamos de regreso en el pueblo, un corte bruto de imágenes que se intensifican cada vez y me provocan ganas de llorar, pero es solo por los ojos centrados en la liturgia del fumador, los dedos enrollando el pitillo, la lengua humedeciendo un extremo del papel, labios secos preparados para respirar lo que viene, uñas mordidas acercándose cuidadosamente al extremo del cigarro recién liado para quitarle los últimos pelos de tabaco.

—Lo supe nada más llegar —fue lo que dijo—, en cuanto pusiste un pie en la estación y dijiste ¿cogemos el bus a tu casa, no?, que menudo viaje, y pusiste tu mano sudorosa en mi cuello —lo dijo así, con su habitual frialdad y esa forma irritante con la que suele disimular su acento del Norte, incluyendo lo de sudoroso, sin importarle nada ni nadie, sin delicadeza.

—¿En serio, Iker? —contesté, nada más. Qué otra cosa podía decir.

Ojos desenfocados, revivo la escena en bucle mientras, bajo la luz de neón de la salida del Zulo, la Puy nos está explicando, bueno, más bien explicándome a mí, sus planes con la herencia. Porque ella lo tiene todo bien atado, ella no va a llegar a vieja, piensa quitarse la vida antes, y antes de hacerlo venderá su casa, lo único de enjundia que tiene, para repartir el dinero entre sus diez sobrinos y así evitar broncas post mortem. Iker es uno de ellos. Escucha a su tía en silencio.

La Puy es la tía soltera. Acabo de conocerla esta noche y es la cosa más fascinante que me ha pasado en todo el año. No es que sea difícil, en el año del confinamiento, pero bueno, aun así, supongo que el embrujo hubiera sido el mismo si la hubiera conocido cualquier otro verano —y no esta madrugada cálida de rebrotes y confusión, en la que ni Iker, ni la Puy ni yo llevamos mascarilla, a pesar de que hoy es justo el primer día de imposición en la provincia; tampoco María, la amiga que se ha traído Iker de Sevilla, que lo observa todo en silencio como desde el otro lado del cristal—, porque la tía Puy es soltera y muy sabia y echa las cartas y siempre lleva una baraja en el bolso que ahora se dispone a sacar para predecir mi futuro sobre la superficie del barril.

La Puy me ha echado el anzuelo no por nada, pero es que me ha reconocido, me ha dicho tú eres el hijo de Fernando, y yo ahí he tenido que decir que sí, aunque mi padre lleve muerto no más de un mes y no tenga ganas de hablar de él, ni de nada, excepto tal vez de la idea de Iker liándose el piti mientras me dice que lo nuestro no funciona porque le he tocado suavemente la parte trasera del cuello. No hay vuelta atrás, la Puy me ha cogido cariño porque resulta que trabajaba con mi padre en la fábrica —ella en la cadena de montaje, mi padre de carretillero— y me agarra fuerte del brazo y me dice lo siento, pero como está borracha se le escapa:

—Tu padre era un cabrón.

A Iker se le va el color de la cara al ver a su tía favorita insultando a los muertos. Yo le sonrío y sin decir nada le digo que está todo bien, y es esa conexión la que me da más ganas de llorar, porque cómo puede ser que tocarle el cuello a otro chico sea motivo suficiente para arruinar un viaje a Sevilla planeado desde hace medio año, desde que él y yo nos liamos en Nochevieja y nos dimos el Instagram, tonteos y emojis y respuestas a estoris, y luego resulta que tenemos que estar confinados dos meses, él en su pisucho en Sevilla sin ventanas ni ventilación y yo con mis padres en la casa del pueblo, ambos terminando a distancia sendos Másteres que no sirven para nada, y empezamos a hablar todos los días e incluso a hacer Skype, y la ilusión empieza a crecer en mí a pesar de que él me dice que no busca nada serio, que no me enamore. ¿Y qué? Me invitaste a Sevilla, ¿no? Me dijiste vente cuando todo esto acabe, bueno, pues aquí estoy, aquí me he plantado con mi maleta en Santa Justa un diez de julio a cuarenta grados y de pronto te he tocado y lo he estropeado todo.

—Escoge una carta.

La Puy se pone las gafas de cerca y revuelve la baraja. Me llevo el rey de bastos porque la Puy usa baraja española y ella me repite en bajito lo de qué cabrón, tu padre. Lo hace para explicarse, que tu padre era una persona muy noble pero lo que le pasaba era que hacía lo que le daba la gana, todos en la empresa ocupadísimos y él por ahí siempre de jauja tratando de impresionar a alguna moceta, siendo encantador con todos menos con las responsabilidades, aunque conmigo siempre fue bueno, a mí me tenía muchos cariños, y era un hombre muy sensible, yo lo quería mucho.

Le respondo que gracias y lo digo en serio, porque en todo este mes de luto y compostura es la primera vez que oigo algo sincero sobre mi padre en lugar de palabrería ridícula para hacerme sentir mejor. Era un cabrón. Pues claro que lo era. Y era un padre maravilloso. Pues eso también. Una cosa no quita la otra, como recorrerte setecientos kilómetros que se echan encima como veinte mil leguas de viaje submarino para llegar hasta el chico con el que vas a pasar los siguientes seis días abrazado, follando, besándote, para que te diga a las pocas horas que lo has arruinado todo por ser tan tocón, tan compulsivo, tan absorbente, que le has emasculado, le has hecho sentir menos hombre con tanto tocamiento, pero tú ya estás aquí, y tus esfuerzos te ha costado, y ahora vas a disfrutar como un enano de tus seis días en Sevilla. Una cosa no quita la otra. No, desde luego que no.

La Puy ya está en modo pitonisa pero yo sigo a lo mío, pensando en su sobrino, en lo mucho que me he enganchado de un chaval virtual durante el confinamiento. A quién se le ocurre. Nunca hay que pillarse, eso para empezar, pero menos aún de alguien a quien solo has visto una vez. Por Dios bendito, que el puto Skype no cuenta, qué cojones va a contar, cómo vamos a entendernos el uno al otro, por mucho que las sesiones fuesen largas, larguísimas, tres, cuatro horas hablando sin parar de nosotros, de política, del futuro, de la pandemia. Cómo iba él a ver en mí que yo no soy lo que está buscando, si resulta que el indicador para ello es algo físico, es el tacto de la mano en el cuello.

¿Y cómo pudo ser eso tan grave? No tengo manera de explicarlo, ni de centrarme en la Puy ni en sus cartas ni en el barril del Zulo la madrugada de un sábado de rebrotes sin una sola mascarilla a la vista. Solo puedo pensar en Iker y en mí y en que no vamos a ser uno el hombre de la vida del otro.

—El rey de bastos representa el sol que se pone —me susurra la Puy—. Es un amor que se esconde. Déjalo salir y tendrás un verano de pasiones. Eres un chico muy especial. Solo tienes que abrirte. Siento mucho lo de tu padre. Y perdona mi comentario de antes, ¿vale? Que voy para vieja chocha y estoy más preocupada en cómo repartir la herencia que en hablar sin ofender al personal.

Recoge la baraja y se va a casa. Ahora Iker y María se disponen a ir a la discoteca para un último baile. Me despido con dos besos. Le digo a Iker que lo de Sevilla estuvo genial. Me dice que ya se lo he dicho mil veces y yo que bueno, que mil y una, ya ves tú. Me sonríe. Nos sonreímos. No encajamos y punto, ya está, qué se le va a hacer. Él esperaba de mí una especie en extinción, un cervatillo herido a quien poder dominar, fuente de traumas e inseguridades. Y yo no soy nada de eso. Claro que lo he pasado mal: mi padre ha muerto y siento un frío extraño todo el rato recorriéndome la espalda. Pero no puedo fingir para contentar al hombre de mi vida porque no existe tal cosa, el hombre de la vida de nadie.

El dueño del Zulo nos grita que qué pasa, no tenéis casa o qué, y nos quita los cubatas y mete el barril en el bar.

—¿Te vienes a la discoteca? —me dice Iker.

Niego con la cabeza porque si hablo creo que me rompo. María me mira con ojitos preocupados. Lleva todo el día mirándome con ojitos preocupados porque sabe lo nuestro y ha visto el dolor en mis ojos. Iker da media vuelta sin pensarlo porque él ya se curó de su decepción el mismo día de la estación de Santa Justa y la mano en el cuello. Los veo alejarse calle abajo. Giran y ya no los veo más.

Los imagino bailando en la discoteca. A Iker metiéndose una raya. A María mirando. Contemplándolo todo con ojos brillantes. A la Puy acostándose y pensando en sus sobrinos y en la herencia y en meterse setenta tranquimacines para irse del mundo mientras aún tenga dignidad y la mente serena. Pienso en mi madre, que me espera en casa, preocupada por mí porque estas no son horas. Pienso en mi padre, que fue el mejor padre del mundo y un carretillero cabrón porque una cosa no quita la otra. Pienso en Iker y en un ex novio suyo de Santander del que, me dijo, se enamoró profundamente y por el que se recorrió la península entera en Blablacar para verlo cada fin de semana.

Por un momento me imagino que alguien se enamora de mí. Es julio, 2020, y nunca me han querido así. Si dejase de abalanzarme a la primera sobre el cuello de otro, tal vez… Aunque, pienso, uno es como es y no hay nada que hacer. Tendré que buscar a alguien que me quiera con el tacto de mi mano sudorosa y todo. Pienso que eso es en parte lo bonito de la vida. La incertidumbre. Y hacer viajes locos a Sevilla por el hombre con el que crees que pasarás el resto de tu vida. Qué tontería. Pero qué bonita es la Torre del Oro.

Me pongo la mascarilla y emprendo el camino a casa. Enciendo el móvil. Abro Whatsapp. El primer perfil es el de Iker, como lleva pasándome desde que iniciamos contacto hace seis meses.

—Creo que me he enamorado de ti —le escribo—. Pero ya se me pasará.

Él aparece en línea, solo un par de segundos. Luego vuelve a desconectarse sin decir nada.

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