Sancho de Galdames, por Hemil García Linares (Perú, 1971)

Hemil García Linares (Lima, Perú, 1971). Graduado en periodismo por la universidad Jaime Bausate y Mesa y magíster en español por la universidad George Mason donde es instructor adjunto. Es profesor de español y jefe del departamento de idiomas en Park View HS. Publicó Cuentos del norte, historias del sur (2009); las novelas Sesenta días para abandonar el país (2011), Aquiles en los Andes (2015) y El azul del Mediterráneo, un viaje ancestral (2019); las antologías, Raíces latinas (2012), Exiliados (2015), Mirando al sur (2019), Proyecto Usher  (2020), Proyecto Cthulhu  (2020) y Expedientes Morgue (2021). Es escritor Realista centrado en la literatura del exilio en Estados Unidos. Asimismo, estudia a Edgar Allan Poe y el terror latinoamericano.

~

Sancho de Galdames

Le decíamos Sancho por su obvia similitud con el personaje cervantesco y quizás más aún por su candidez. Alguna vez nos dijo que su pasatiempo era visitar Toledo y pasear por las montañas. Entonces vislumbramos que estábamos frente a un verdadero Quijote aunque no lo sabíamos a ciencia cierta. Porque hay Quijotes y Quijotes.

Sancho era un todista, es decir, hacia todo lo que nosotros sus jefes de la editorialdetestábamos porque eran trabajos para un jovenzuelo sin aspiraciones. Pero él no era tan joven: tenía ya treinta y tres años y era el correcaminos de la editorial Lisístrata. Nuestra editorial era la mejor en los alrededores de Sopuerta y Galdames y se estaba haciendo de un nombre en el país vasco.

Sancho era aquel que nos traía las tapas, aquel que iba por café y cigarrillos, aquel que cargaba las cajas de papel para imprimir o los libros que salían calientes de la imprenta. En resumen, Sancho era aquel gordito dócil al que siempre ninguneábamos.

Nuestra editorial quedaba cerca de la Catedral del pueblo y en la hora de almuerzo Sancho solía caminar por allí para fumarse un cigarro y leer algún libro. Decía que, aunque no había ido a la universidad, él aprendía mucho leyendo directamente de las fuentes: los libros.

Más de una vez nos burlamos de Sancho porque siempre traía un libro bajo el brazo y fue a José María a quién se le ocurrió una de las bromas más punzantes que recuerdo: ¿No pensarás que por intervención divina serás un bardo? ¿por qué siempre traes un libro bajo la axila? ¿crees que el conocimiento se adquiere por absorción?

Nos reímos en su cara casi hasta asfixiarnos. Al Santi tuvimos que darle una bofetada porque ya no tenía aire y parecía que se nos iba de este mundo.

Sancho siempre fue noble y nunca nos contestó de mala manera. Debo reconocer que tenía ingenio para la bromas aunque nosotros desmerecíamos sus ocurrencias porque, para nuestros estándares, carecían de buen gusto y no estaban a la altura de nuestro humor refinado.

Nosotros como es habitual entre editores e intelectuales siempre discutíamos por querer demostrar quién tenía mayor conocimiento literario. Éramos socios, amigos y también compartíamos algo en común: una espinita clavada por no haber ganar algún premio literario de prestigio. No lo decíamos nunca abiertamente, pero sospechábamos que los tres —de vez en cuando al menos— mandábamos escritos a concursos de España y Sudamérica, especialmente a México y a la Argentina.

Por una cuestión de decencia al menos eso es lo que me dictaba mi conciencia literaria había renunciado a menciones honrosas o a estar entre los primeros cincuenta finalistas. Lo más lejos a lo que yo había llegado era un tercer puesto y mis otros colegas ostentaban segundos puestos —todos ellos, me incluyo yo—  en concursos de menor valía.

Por aquellos años (2003 o 2004, creo ), un viernes que cerramos la editorial, José María me dijo: “Vicente, vamos a tomarnos una copa con todos. Tú también, Sancho”. Entonces, fue aquella noche cuando cerramos el pacto de caballeros: dejaríamos de andar con secretitos sobre concursos literarios y José María propuso que los tres postuláramos a un concurso de relatos prestigioso organizado en Madrid. Todos aceptamos.

Dejando de lado nuestros celos naturales comprensibles como intelectuales que éramospasamos a beber hasta casi perder el conocimiento. Esa noche, por única vez, no molestamos a Sancho y dejamos que nos contara sus bromas. Nosotros no lo decíamos abiertamente, pero nos sentíamos superiores. Teníamos cierta formación académica, participábamos en lecturas y hacíamos reseñas. Sancho era solamente un empleado bonachón. Evidentemente, le gustaba la literatura y por eso trabajaba con nosotros, pero no era un intelectual ni mucho menos escritor.

Esa noche Sancho nos hizo preguntas de tipo ping pong:

¿Por qué Cervantes causaba terror a los niños?

¿Por qué?

Porque era el Manco del Espanto.

¿Por qué hubo una gran pérdida cuando murió Unamuno?

¿Por qué?

Porque al morir quedó Unomenos.

¿Por qué el dilema de Hamlet nos llama a la reflexión e ir al baño?

¿Por qué?

Porque el dilema Shakesperiano era To pee, or Not to pee (orinar o no orinar)

No recuerdo cuántas de esas preguntas hizo pero creo que al menos fueron diez. En algún momento, la reunión se puso candente porque nos sinceramos y nos dijimos nuestras verdades en la cara. Los trapitos al aire saltaron como ranas furiosas y nuestra intelectualidad achispada por el alcohol dejó a mal traer la memoria de nuestros literatos más respetados.

José María era barojiano y sostenía que el humor de Baroja y sus constantes viajes por España le daban una voz única y llena de veracidad. Entonces dije que Baroja como escritor había sido un buen panadero (se sabe que Baroja tuvo una panadería). José María me trató de hijo de puta y casi nos fuimos a las puños.

Cuando yo dije que prefería a Unamuno, el Santi dijo que el autor era tan dubitativo que todos sus personajes eran indecisos: un padrecito sin fe como San Manuel Bueno o una tía Tula que quería ser madre sin parir y sin limpiar el vómito de sus hijos. Unamuno necesitaba tanta atención que era un personaje en sus libros, como en la novela Niebla. Lo peor de todo: inventaba palabras como sororidad, intrahistoria, nivola. “Son neologismos confusos o incultos”, dijo Santi.

Acusé a Santi de ignorante. “¡Joder! Aquí el único inculto eres tú”, me increpó. Pobre, el Santi nunca entendería que la crisis existencial de Unamuno e intentar escribir una prosa diferente fue lo que engrandeció al autor vasco. El Santi replicó que yo hablaba majaderías (dijo gilipolladas) y que él leía al mejor escritor español: Ortega y Gasset, el mismo que había vaticinado que Baroja nunca sería nada.

Justo allí, José María replicó que Ortega y Gasset fue un ignorante total acerca de la teoría darwinista. El desdén de Ortega y Gasset hacia Marx era mucho peor: carecía de fundamento y tenía como toda base teórica que el autor madrileño era un intelectual burgués.

Entonces todo el mundo se puso a gritar, a maldecirse mutuamente y acusarse de falangistas, de franquistas, de germanófilos, de ateos, de agnósticos, de fariseos, de anarquistas, de opus deístas, de punkis, de metaleros y hasta de ser adeptos a una religión en la que se daba culto al papagayo.

Cuando nos callamos porque ya no encontramos más improperios que lanzar vimos que Sancho bajó la cara como diciendo: ¿Y esta es la intelectualidad del país vasco? o tal vez no quiso decir nada y estaba absorto porque no entendía en absoluto de lo que discutíamos. Igual, pienso que pudo haber sentido vergüenza ajena de nosotros y por eso se abstuvo de hacer comentarios.

José María pidió calma y allí mismo sacó un papel y nos lo mostró. Era la convocatoria para el concurso literario: Ciudad de Madrid con fecha tal, premio tal, fecha de cierre tal, organizado por tal. El ganador sería publicado y presentaría su obra en la Feria del Libro de Madrid. El segundo lugar también sería publicado.

Nos dimos la mano y nos abrazamos. Empezaba noviembre y ya con la Navidad a tiro de piedra, era de salvajes discutir. Los intelectuales de nuestra estirpe debíamos resolver esto como lo hubieran hecho nuestros predecesores de la Generación del 27 o la del 98: con la pluma.

Enviamos nuestros cuentos esa misma semana y quedamos en mostrarnos mutuamente el acuse de recibo para no poner excusas en caso de no salir elegidos. Sin el acuse de recibo alguien podría argüir: yo no envié mi cuento, se me olvidó la fecha límite, en fin, excusas que nunca faltan.

Yo estaba seguro de que mis amigos y rivales mandarían lo mejor de su producción, por lo que yo también me esmeré. Confiaba en mi buena pluma y mi paciencia: a fines de enero se sabría el nombre del ganador.

Tal como lo vaticiné, mis amigos enviaron sus mejores cuentos y quedaron entre los veinte finalistas de un total de 777 cuentos, pero no estaban entre los cinco primeros puestos. Los nombres de los ganadores y de los veinte finalistas estaban publicados en el internet. Mi nombre, se hallaba en un decoroso tercer puesto. Obviamente, me sentí muy orgulloso del tercer puesto que me hizo acreedor de dos mil Euros.

El primer puesto dotado con seis mil Euros se lo llevó un autor joven de Barcelona que era medianamente conocido. El segundo puesto dotado con un premio de cuatro mil Euros se lo otorgaron a un autor desconocido que prefirió mantener su nombre en reserva bajo el seudónimo de Sancho de Galdames. El cuento titulado Acta Non Verba (¡Joder!) escrito con un fino humor y agudo sarcasmo, decía el anuncio en la página web criticaba la pedantería de algunos escritores, intelectuales y editores.

Comenta aquí ~

Fill in your details below or click an icon to log in:

WordPress.com Logo

You are commenting using your WordPress.com account. Log Out /  Change )

Facebook photo

You are commenting using your Facebook account. Log Out /  Change )

Connecting to %s