
Para Nairo, con una sonrisa y una picada de ojos.
«¿Quién tocó a la puerta, Chente?», tu pregunta diaria de las diez y media de la noche, antes, durante o después de las pastillas rosadas para el colesterol, las cápsulas verdi-rojas de la glicemia, las grageas blancas de la tensión, las tabletas amarillas para los triglicéridos, los anti-inflamatorios para la artritis, y los buchitos de agua para que te sea más fácil tragar.
«¿Quién tocó a la puerta, Chente?»; repites como si me dieras las buenas noches desde la cama donde te atiendo hasta que termines de pasar las pastillas, grageas y cápsulas, me devuelvas el vaso, y te dé, como acostumbro, la respuesta con un beso en la frente: «Descansa, Margarita. Nadie ha tocado a la puerta».
—Tú sabes —dices, y cierras los ojos.
Sí sé. Preguntas de lejos. No de hoy. Y no digo. Tan sólo un «Hasta mañana» que no respondes.
Apago la luz. Voy hasta mi cuarto.
La tomaste sin permiso de la gaveta de mi mesa de noche. Foto convencional. Dos hermanos jugando en la playa. Tú, de pie, con un traje de baño con faldita y la melena alborotada por el viento. Yo, en la arena, balde y pala, jugando. Con mis gritos no pude protegerla de ti y el yesquero de papá. Se consumió de inmediato, inundando la casa con una gigantesca nube de humo negro y hediondo; haciéndome toser, y casi asfixiarme, en mis asmáticos diez años.
«¿Quién tocó a la puerta, Chente?». Y tus pastillas antes de dormir, tras la cena modesta: sándwich de jamón de pavo y queso mozarela, acompañado por una taza de té de manzanilla, que con esta edad hay que cuidarse y evitar tentaciones.
—Nadie. No han tocado a la puerta, Margarita.
¿Cómo perdonarte? El oprobio frontal, humillante, desconsiderado. Con esa sonrisa. Dejándome la impresión terrible que aún me sobresalta el sueño en estas noches de soledad: Ardemos, vivos y conscientes, en una hediondez de papel fotográfico, desde el extremo izquierdo del recuadro hasta la esquina opuesta, consumiéndonos por partes, desfigurándonos los miembros, los torsos, los rostros, hasta ser unos escasos miligramos de ceniza negra que el viento se lleva sin misericordia. No me recobro hasta comprobar la ausencia del olor a chamusquina que espero, y reafirmar mi integridad, y la total perfección de la casa.
—¿Quién tocó a la puerta, Chente?
—Nadie. No han tocado, Margarita. Descansa.
Huyo de las cámaras; de los registros grupales; de las impresiones en pareja. Presiento que todos tendrán ese mismo irrefrenable deseo tuyo de desaparecer el testimonio de mi presencia en sus vidas. El intento final de destruir esa constancia me arrastraría, inexorable, a la muerte terrible de quien nunca ha dejado ni un recuerdo.
«¿Quién tocó a la puerta, Chente?», preguntaste esa misma tarde remota de mis diez años, y supe que no debía decir.
Hasta lo último seguirás preguntándote quién habrá sido, qué oportunidad se perdió, si el amor había venido a buscarte en bicicleta, o era la buena suerte, que nunca toca dos veces; o la felicidad, quizás, que por fin llamaba a nuestra casa.
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Arnoldo Rosas (Porlamar, Venezuela, 1960). Perteneció al Taller de Narrativa del Centro Latinoamericano “Rómulo Gallegos” (1981-1982). Sus trabajos han merecido diversos reconocimientos y están presentes en importantes antologías de narrativa venezolana. Ha publicado los libros de relatos Para enterrar al puerto (1985), Olvídate del tango (1992), La muerte no mata a nadie (2003), Sembré los muertos (2013) y De amores y domicilios (2014); la novela corta Igual (1990); y las novelas Nombre de mujer (2005), Uno se acostumbra (2011) y Massaua (2012).