
Mi vida estaba hecha de detalles vagos, de memorias que con el tiempo confunden detalles y emociones. Subí las escaleras, entré a la habitación y recordé el olor de su cabello. Volví a sentir el sabor de sus dedos y me sentí parte de un sueño. Del techo pendían dos bombillos agonizantes. Los recuerdos, pese a la desmemoria, regresaban delineados, nítidos, reales. Abrí la ventana y saqué la cabeza; la calle era un concierto de sonidos indistinguibles, confusos y distantes. La voz de Andrea sonaba como un eco dentro de mi cabeza, lamía mis oídos.
– ¿Por qué me ayudas? No sabes nada de mí.
– Quizás sienta simpatía por los prófugos. Yo he pasado mi vida huyendo de todo.
La canción de su reloj llena los espacios vacíos entre las palabras. Tictac, tictac. De pronto el silencio calla y se hace angustiante. Hay algo viscoso en la mirada de Andrea, algo que me invita a ser su cómplice. La atmósfera es densa, sórdida. Este encuentro parece un equívoco ineludible. El techo alto, la oscuridad y la luz anémica de las lámparas desnudas. Sobre la cama, una mancha violenta, oscura. Intento ignorarla, pero mi atención se desvía hacia ella. Andrea enciende un cigarrillo. Recoge su cabello. Me quito los lentes y los limpio con la punta de mi camisa. Alguien murió en esta habitación. No puedo comprobarlo, pero lo sé. Andrea me nota nervioso y señala la mancha.
– ¿Qué esperabas de este lugar? Es un hotel para malvivientes como yo.
No encuentro respuestas. ¿Por qué estoy aquí?
– No tengo nada que decirte, deja de mirarme.- me dice- No te traje para eso. Necesito dinero. Toma mi tarjeta y saca efectivo. Necesito irme de la ciudad.
Obedezco sin saber por qué lo hago. Yo también quisiera escapar pero no sé adónde ir. Guardo la tarjeta en mi bolsillo y memorizo la clave: 9666. Bajo las escaleras con parsimonia. Al llegar al primer piso escucho una sinfonía desentonada de gemidos. Continúo recordando la clave: 9666, 9666, 9666. Atravieso el vestíbulo y salgo. Apuro el paso y busco dónde sacar dinero. Veo mi reflejo en la vitrina de una dulcería y noto que un hombre me sigue. Me muevo, se mueve. Quisiera pensar que soy paranoico, que nadie me sigue, pero ahí está, en lo alto de un edificio, mirándome. ¿Cómo llegó hasta allá? Me detengo, pero leo un aviso escrito a mano: “Fuera de servicio”. El hotel ya no se ve. Busco con los ojos a quien me sigue, pero ya no está. Giro a la derecha en la esquina y encuentro un banco. Introduzco la tarjeta: 9666. Estoy perdido, no sé cómo llegar al hotel. Doy vueltas, pregunto. Intento recordar el nombre del lugar, pero sólo veo un pájaro en llamas, nada más. Un pájaro en llamas. No puedo regresar y me siento sobre el borde de la acera amarilla. Escondo mi cabeza entre mis rodillas. Se acerca un hombre alto. A contraluz no distingo los detalles de su rostro ni sus facciones. Su voz es profunda. Es un anciano, parece ser él quien me seguía. Le pregunto si conoce un hotel que junto al nombre tiene un pájaro en llamas. Sonríe y me responde que vive en ese lugar. “Hotel Fénix”, pronuncia marcando la equis final. Me levanto del suelo, camino junto a él. Anda con las manos escondidas en los bolsillos de su pantalón. De pronto noto que a mi izquierda están el hotel y el pájaro en llamas. Luces azules, rojas. Sirenas encendiendo la estridencia de la tarde. El anciano me detiene y me pide que no me acerque. “Otro muerto”, me dice convencido. Temo que hayan encontrado a Andrea. Instintivamente, subo la mirada y la veo parada detrás de la ventana. Cuento los pisos. Son seis. Niego con la cabeza, pero ella me hace una seña con el dedo medio y salta a la piscina seca de asfalto. Escucho su cuerpo romperse. El policía que hablaba por teléfono se acerca a Andrea. El anciano me toma del brazo y se abre paso entre los curiosos que se acumulan como las hormigas frente a un charco de miel. Me desoriento. 9666, 9666, 9666.
La aguja entra traspasa la piel que recubre mis venas hinchadas. El calor se extiende por todo mi cuerpo. Noto que han cambiado el colchón porque la mancha que recordaba ya no está. Recuerdo a Andrea amarrándose el pelo y la voluptuosidad que escondía en sus rizos color trigo. El cuerpo pesa y fragmentos del pasado bailan dentro de mi cabeza. Acaricio mis brazos. Esa primera sensación se parece al ardor de una herida cuando te raspas las rodillas. Arde, duele y molesta, pero es parte de la esto. Estira la mano y acaricia la superficie fría de su última compañera. La roza en la oscuridad de los ojos cerrados y acerca los dedos al gatillo. Es pesada, tan pesada como los recuerdos que acompañan mis ensoñaciones de media tarde. Siento el olor acre del cañón y pienso en Andrea antes de saltar desde la ventana de esa misma habitación. El gatillo es duro, pero concentro toda mi fuerza en él. La detonación es intransigente. La cabeza cruje y la pared se mancha de sangre. Anochece. Se enciende el pájaro en llamas.
=
Grazia Musumeci- E nació en Caracas en 1982 y aunque no los recuerda, vivió algunos meses de la Venezuela pre “Viernes negro”. Como a la mayoría de las personas les cuesta pronunciar su nombre y su apellido, la conocen como “Grasia Mitsubichi, García Musenetti” y cualquier mutación que parezca inverosímil. A veces siente que sólo ella y un pequeño grupo de alienígenas conocen su nombre. Es licenciado y licenciosa en Letras. Le atraen los momentos que rompen con la cotidianidad, los eventos desafortunados y los delirios, pues eso que conocemos como “realidad” para muchos es una larga fiebre que no cesa hasta quemar la última neurona disponible. Le gustan los detalles y las emociones de las que nadie habla. Se define hipermoderna y vive buscando el camino.