
¡Maldición! al eco infausto
el sentenciado maldijo
la madre que como a hijo
a sus pechos le crió;
y maldijo el mundo todo,
maldijo su suerte impía,
maldijo el aciago día
y la hora en que nació.
Las primeras lenguas muertas perecieron por desuso, o dicho de otra manera “por causas naturales”; poco se documentó de ellas, lo que hizo que con el tiempo dejaran de existir. Luego surgieron enfermedades verbales que afectaron a otras lenguas, cuyos hablantes eran execrados de toda comunidad lingüística; hombres que con plena consciencia de sus palabras contagiaban a otros hasta que sus jergas agonizaran, matándolas poco a poco. Así nacieron los asesinos de lenguas.
Eran sujetos que, fuera del margen de cualquier ley, se dedicaban a buscar lenguas corruptas y prontas a ser liquidadas, para arrancarlas de raíz y abolir por completo su existencia. La idea consistía en ubicar a cada hablante e inocularle léxicos y jerigonzas de mayor aceptación y supuesta productividad para el colectivo. Si el hablante de una lengua casi-muerta (al principio las llamaban “moribundas”) se rehusaba a erradicar su imputada germanía, podía ser víctima de una extirpación. Suceso en el que abrían sus bocas y con una pinza le arrancaban la lengua –la anatómica- los cosían y dejaban mudos para siempre. Los más afortunados eran sentenciados a una ejecución pública.
Tal es el caso del español, cuyo único y último hablante se escondió y excluyó de cualquier sociolecto, hasta que un día y después de tanto buscarlo, los asesinos de lenguas lo encontraron. Cuando lo capturaron, éste sólo pudo proferir las más infames palabras como: mierdas, maricones, hijoeputas, elcoñoetumadre, malditos, entre otras. Luego de eso, y al no querer suprimir su natural locución, fue sentenciado a muerte, no sin antes sembrar en sus verdugos la semilla deliciosa de una lengua romance. Estos, antes y durante de su traslado al cadalso, pudieron escucharlo recitar poemas de Darío, narrar cuentos de Cortázar, citar frases del Quijote, quedando turbados con semejante descarga verborrágica, que aun con soga en el cuello, el último hablante todavía pudo susurrarles entre sus últimas fuerzas quizás la más hermosa canción del español. Ahora eran ellos quienes ostentaban el conocimiento de esta lengua y podían mantenerla viva, quienes debían decidir si suprimir dicho conocimiento valía la pena o no. Quienes optaron por reunirse en secreto a recitar como Don Juan. Quienes a escondidas soltaban al aire libres versos de Sor Juana, esperando que el tiempo y el espacio transmutaran sus palabras de lo inefable a lo sublime.
En poco tiempo el español se convirtió en la lengua de la revolución, en escudo y bandera de quienes ahora sólo se reconocían en un Béquer o en un Lorca y que no perdían tiempo al ser interpelados y ajusticiados por aquellos autómatas del lenguaje en su pérfido afán de hacerlos hablar en español y terminar con:
¡Para hacer bien por el alma
del que van a ajusticiar!
justo antes de matarlos, o peor, dejarlos mudos.
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Danny J. Pinto Guerra (Caracas, 1988). Reside en Buenos Aires, Argentina. Cursa estudios de Letras en la Universidad de Buenos Aires (previamente en la Universidad Central de Venezuela) Profesor de idiomas, traductor y narrador venezolano. Influenciado notablemente por lecturas clásicas, la academia y un lenguaje coloquial que lo ubica en un contexto en el que resuenan voces del exilio, distopías y lo ambiguo, tanto por una sobriedad en su estilo como por los mismos elementos tragicómicos de las sociedades latinoamericanas. Motivado por la necesidad de la comunicación en todo ámbito desde su estadía en Japón, se dedicó a estudiar lenguas modernas desde la literatura universal. Inglés desde un Dickens o un Hemingway, francés desde un Saint-Exupéry, sin dejar de lado a autores coterráneos como Cabrujas o Ramos Sucre, quienes marcarían una constante disertación en su narrativa fervorosa. Ha publicado artículos de opinión y narrativa breve en Letra Inversa, Revista del domingo del diario Notitarde y en la revista Esta! de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA.