Servirse el penúltimo, por Claudia Noguera Penso (Venezuela, 1963)

Imagen obtenida aquí
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Octavio

Subió a su familia, mujer y tres niños en el carro: un Fairlane del 77, potente 8 cilindros, motor recién hecho. El día en la playa había estado sabroso, a excepción de los constantes reclamos de su mujer por la bebida; se sentía bien, media caja de cerveza y una botella de “caballito frenao” no es mucho. Una vez pasado el peaje podría pisar el acelerador y dejar a esa pila de playeros en sus carritos forzados por la subida. Lo que más le gustaba era acelerar por la derecha y tirarle el carro al que venía por la izquierda. Le quedaba un cuarto de ron en la botella, se la puso entre las piernas y, entre acelerón y acelerón, un trago para repotenciarse. Los niños ya dormían y su mujer comenzaba con la letanía de lo de la bebida y la velocidad, pero hizo lo de siempre: no escucharla, realmente no le interesaba. Octavio hundió el pie en el acelerador, giró el volante hacia la izquierda, el carro que venía en ese canal perdió el control, saltó la defensa y se estrelló de frente con uno del canal contrario que, a su vez, se llevó por delante a otro vehículo que embistió a dos motorizados con sus parejas. La mujer de Octavio se dio cuenta del accidente que su marido había ocasionado. El siguió manejando como si nada, se sentía bien, se empinó la botella, volvió a acelerar entrando en el Boquerón I y le ordenó a su mujer que cuando llegaran a la casa le hiciera una sopa.

Andrés

Tiene 50 años, es muy alto, delgado y homosexual. Cuando decide salir lo hace por todo lo alto: se acicala, se perfuma, llena la billetera de dinero. Le gustan las cosas buenas, comer y beber bien, ir a lugares de moda, levantarse al hombre más bello e irse a la cama: todo un campeón. Su familia es lo más importante, son unidos y solidarios. Trabaja poco, hace tablones de madera con imágenes religiosas, le gusta el resultado. Cuando está sobrio y el ratón no lo bloquea, investiga mucho al respecto. A Andrés le gusta beber. Y mucho. A veces se descontrola, amanece en hoteles con hombres que no conoce, en una ocasión lo golpearon y le tumbaron dos dientes, de eso prefiere no acordarse, es de los que piensa que sólo tiene valor lo bueno, lo sabroso, lo que se goza. Cuando bebe se siente como el Pedro Navaja gay de Caracas. Una noche salió, tenía ganas de acostarse con el hombre más apuesto del local, de desnudarse y sentirse a sus anchas. En la discoteca dejó de contar cuando llegó a 15 tragos. A la mañana siguiente se despertó sin sobresalto, el lugar no era cotidiano pero sí familiar. A su lado una mujer dormía tranquila, con ese cansancio sabroso que da una noche de puro amor. Andrés no entendió nada, se vistió sin hacer ruido, revisó su billetera, salió del cuarto aterrado y no miró nunca atrás. Era la primera vez que se acostaba con una mujer.

Luis Alberto

Es un caballero en toda la extensión de la palabra, atractivo, culto, con dinero, trabaja como asistente personal de un artista plástico muy conocido, es carismático, las mujeres quieren salir y acostarse con él. Comentan que es muy buena cama, abre puertas, enciende cigarrillos, cede el puesto. A Luis Alberto le encanta salir y tomarse sus traguitos. Cuando toma moderadamente es selectivo, pero cuando la noche es sólo para beber la elección se hace difusa: todos los gatos son pardos. Le gusta hacer el amor “de arriba a abajo y del centro para adentro”, según dice. Luis Alberto no oye cuando toma, el instinto se mezcla con la caña y esa mezcla es sorda. Sólo importa el clímax, terminar y pasar la rasca sin memoria, no le interesa el nombre de la mujer, nunca pide el número de teléfono. En una ocasión Luis Alberto fue a donar sangre para un amigo enfermo y lo mandaron a repetir la prueba. La sangre no engaña: Luis Alberto pasa a engrosar la estadística de los HIV positivos.

Alicia

Tiene 30 años. Se casó joven con un hombre mayor, vivió muy cómoda: apartamento, carro, servicio, pasaba el día viendo telenovelas, y arreglándose las uñas, mientras esperaba que la vida le ofreciera lo que sentía que se merecía. Tomaba vodka. Al principio en Bloody Mary, después con soda y limón, luego con jugo de toronja, pero ya luego se los bebía como ella les dice: “palo seco”. Se siente sola, le abruma no hacer nada, pero ya al sexto vodka las cosas tienen un panorama más alegre, apaga la televisión y enciende el equipo de música, la Durcal y Juan Gabriel, Juan Luis Guerra y 4.40, ya al final de la tarde Javier Solís con Si Dios me quita la vida. El marido la dejó por otra más joven, la botó del apartamento porque los del condominio se quejaban de que Alicia era un karaoke. Como nunca trabajó, se mudó para una pensión en Sabana Grande, el dinero no le alcanza para vodka, ni para ron, pasan los días y los meses, lo que hay es caña blanca y cuando hay suerte, anís o cerveza. Cuando se prostituye a veces le saca al cliente, o a los clientes, depende de cómo esté el día, una botella de güisky o una de vino. Esos días son una gloria, en esos momentos se siente como una reina, como en el país de las maravillas.

Boris

Es ruso, llegó de Moscú a dictar unas clases de teatro en la Universidad Central de Venezuela y se quedó. Se enamoró de una alumna; otros cuentan que se enamoró de la libertad de hacer lo que le daba la gana, de no tener que comprar con tarjeta de racionamiento y de no tener que pasar frío nunca más. Es bajo y rechoncho, pronuncia las palabras con una “r” pegada en su dicción. Es una persona muy culta, tuvo un cargo muy importante en el ministerio de arte ruso; Boris habla de historia, de los zares y de teatro, pero de su vida en Rusia muy poco, sólo que cada vez que se acuerda de su madre, muerta hace 30 años, llora. Siempre repite un dicho: Moskva sliezam nje verity, -Moscú no cree en lágrimas-, y explica que no hay que creer en llorantinas y, por ende, no hay que creer en nada ni en nadie. Boris se casó con la alumna, tuvo dos hijos. Bebe mucho, como todos los rusos, vodka que compra por cajas. Comienza temprano, no le pone hielo, a media tarde empiezan los gritos, entrada la noche los golpes y los insultos. Así pasaron un par de años, el vodka fue suplantado por caña blanca, Boris sigue gritando pero ya no golpea, está enfermo, se le hinchan los pies y tiene problemas de tensión, la caja de 12 botellas le dura 3 días. Un día, a media mañana, se acostó en el piso del salón. Su mujer, como era ya costumbre, le puso una almohada bajo su cabeza. Como a las 6:00 de la tarde Boris seguía acostado en la misma posición. Llamaron a los bomberos y a eso de las 10 de la noche un médico llegó para certificar su muerte.

Augusto

De familia nórdica de tercera generación, es policía. Las presiones de la profesión lo mantienen permanentemente paranoico y para relajarse bebe a diario y en ocasiones inhala cocaína. Pasa sus horas libres en un bar de la avenida Baralt, donde llega, se sienta y comienza a tomar cerveza. No le gusta que le quiten las botellas de la mesa para que no le cobren de más cuando se va. La muchacha que atiende siempre es la misma, se llama Elsa, le gusta que ella le sirva, con su falda corta, sus sandalias de tacón de aguja, su boquita pintada y su contoneo de caderas. Es su mujer, aunque nunca ha salido con ella. Llega un cliente y saluda a Elsa, Augusto se levanta de la mesa, lo agarra por el cuello y lo tira al piso, le obliga a abrir la boca y le mete la pistola hasta la garganta. El hombre quiere quitarle a su mujer y eso no está permitido. La mujer le habla al oído, lo convence, le dice mi amor, le soba la nuca, Augusto se afloja, sonríe, guarda la pistola, ayuda al hombre a levantarse y le brinda una cerveza.

Guillermina

Vive en Caricuao y tiene zumbao, como dice a carcajadas. No está contenta, es alegrísima, le encantan las fiestas, matrimonios, bautizos, velorios, nacimientos, graduaciones, partidos de béisbol, porque en esas ocasiones siempre puede beber sin que la regañen. Por eso Guillermina se autoinvita a cuanto evento existe: es la primera en llegar, en servirse un trago, en bailar, solventar problemas y en buscar hielo si se acaba. Trabaja de secretaria en un consultorio y nunca falta a sus labores; aún enratonada llega puntual. Compensa su irresponsabilidad con la vida, con la responsabilidad en el trabajo: necesita el dinero para entrarle a la rumba, como le gusta decir. Una noche Guillermina subió a una camionetica al salir de un bar muchos tragos más tarde. Se levantó a las 3 de la mañana en una calle oscura. Le dolía todo el cuerpo, sobre todo sus partes íntimas, delantera y trasera. No se acuerda de nada. Sabe que la ultrajaron porque el destrozo era evidente, pero no sabe cuántos, no sabe dónde, mucho menos por qué. Guillermina se escuda y se protege tras la desmemoria, lucha para que esa parte del cerebro, la que guarda los recuerdos, no se despierte jamás.

***

Octavio perdió la costumbre de ir a la playa. El Fairlane lo destrozó una noche, su mujer lo dejó hace algún tiempo: no quiere estar casada con un matón de carretera. Dejó de beber hace 6 años.

Andrés hace tablones religiosos como trabajo y los vende. Acaba de reunir el dinero necesario para arreglarse los dientes: con el descuido ya casi no le queda ni uno sano. No se enrolla mucho, dejó de beber hace muchos años, eso de acostarse y levantarse con una mujer fue la gota que rebasó el vaso.

Luis Alberto se fue al interior del país y se empató con una bióloga. No toma medicamentos para el Sida: dice que todo está en la mente y que se va a morir cuando él quiera. Después de tantos años descubrió que disfruta de la monogamia y la sobriedad.

Alicia se volvió a casar. Tiene dos niños pequeños. Dejó de beber hace 5 años, su vida pasada está enterrada, no habla de ella, no la piensa, no rememora, no tiene nostalgia, no sabe si es feliz. Y se pregunta si de verdad eso importa.

A Boris su mujer lo mandó a cremar y  sus cenizas fueron vertidas al pie de una mata de cambur del jardín. Su mujer y niños después de las amarguras hoy día viven tranquilos, en esa familia se respira una paz perfecta, como la que una vez sintió Boris cuando decidió quedarse en Caracas. Cada vez que la mata da una mano, la cortan y se la regalan al barrendero encargado de mantener la cuadra limpia.

Augusto se consiguió a Elsa años después. La mujer lo saludó con mucho cariño. Él la recuerda vagamente. Ella ya no es su mujer, él ya no es policía, dejó de beber hace años y conduce un taxi.

Guillermina ya no bebe. Sigue trabajando de secretaria del consultorio. Su memoria sigue siendo amable, pero la vida no tanto: su hija se suicidó hace tres semanas. Guillermina no quiere pensar en eso: la razón puede hacerla sentir muy culpable.

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Octavio, Andrés, Luis Alberto, Alicia, Augusto y Guillermina, que forman parte de Alcohólicos Anónimos, son sólo 6 personas de ese universo no contabilizado que tiene problemas con el alcohol. Todos ellos pertenecen al Comité de Bienvenida, encargado de recibir a las personas que se acercan al grupo en busca de ayuda o información.

Octavio recibe en una reunión de A.A. a César, que es ejecutivo de una trasnacional. Más tarde a Kevin, un americano en viaje de negocios, que no habla español, pero se siente protegido estando allí. Andrés recibe a Marisol, que tiene 60 años y su familia no la quiere cerca porque cuando bebe se pone agresiva. Alicia recibe a Eugenia, que tiene 14 años, y que fue llevada a la reunión por sus compañeros de liceo. Augusto recibe a Francisca, que viene a la sede del oeste porque no quiere que nadie sepa que asiste a las reuniones, acaba de destrozar el segundo carro en lo que va del año, tiene una sutura de 36 puntos en la cabeza por el accidente y tiene miedo de matar a alguien la próxima vez que beba e insista en manejar. Guillermina no sabe qué hacer: la muerte de su hija la tiene con la cabeza y el corazón por el piso, pero recibe y le tiende la mano a María José, que viene desesperada porque su marido y dos de sus hijos beben y la maltratan.

Algunos volverán a las reuniones en uno de los 260 grupos que existen en el país. Otros quizás morirán en el intento, como César, que de tanto recaer se desgastó: hace dos años se tomó un litro de jugo con raticida y lo encontró su hija que había ido a llevarle el nieto. O Maritza, que una vez fue vicepresidente de un consorcio y ahora duerme bajo el Puente de los Ilustres. Muchos seguirán cumpliendo años de abstinencia y se levantarán en medio de las reuniones para definirse como enfermos alcohólicos. Contarán su historia, en ocasiones tan terribles que cuesta escucharlas con compasión y terminarán sus relatos agradeciendo porque el día de hoy no bebieron. Han sobrevivido, en su extrema soledad, a su propia historia.

 

***

Claudia Noguera Penso. Escritora venezolana (Caracas, 1963). Ha publicado los poemarios Nada que ver (1986), Último trecho (1998), El viaje (2001) y Caracas mortal (2015). Fundó en 2001 la editorial Cincuenta de Cincuenta, que editó nueve títulos de poesía. Poemas, crónicas, entrevistas y traducciones han sido publicadas en antologías, periódicos, revistas y portales. Su libro Último trecho obtuvo mención honorífica en la VII Bienal Literaria Ateneo de Calabozo “Francisco Lazo Martí” (1997).

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