Tres relatos del libro «26 humillados» de Jacobo Villalobos (Venezuela, 1995)

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El ahorro (o Palabras ante la urna de un hombre que amaba el dinero)

Es una grata sorpresa ver que tantos viniesen a despedirlo, somos seis que lo recordaremos con agrado.Yo podría hablar de sus éxitos. O de su vida amorosa y contar todo sobre sus matrimonios.También sobre el legado que deja en sus hijos, ninguno aquí presente.Pero no hablaré de sus propiedades, porque eso es algo privado. Sí diré, y eso es todo, que él fue trabajador. Y que se quedó solo en el camino.Pero nomás.No diré otra cosa porque si él estuviese vivo no le gustaría que gastara palabras. Así que termino diciendo que él decidió ser enterrado, creo yo, para poder, en muchos años, convertirse en petróleo. Decisión que se atrevió a tomar después de saber que sus cenizas, sin importar qué, nunca, jamás, serían diamantes.

***

El desenlace

Un hombre alto me ha golpeado en un bar y creo que lo que ha ocurrido es que me ha confundido con un personaje secundario de un libro que escribí hace poco. Estoy casi seguro porque poco antes una mujer se me ha acercado y me ha llamado por el nombre del personaje. Lo preocupante es que el libro todavía no ha sido publicado. El manuscrito está en una carpeta de trabajos incompletos. Es una historia de amor. La protagonista es una mujer que planea recuperar su matrimonio, pero que no puede dejar de verse con su amante —el personaje con el cual me han confundido—. Físicamente no puede: cuando lo intenta se empieza a enfermar. Por eso, paulatinamente, se va dando cuenta de que no tiene salida. Es, claramente, una ficción. Luego, se suceden varios episodios cortos que buscan alargar la historia. Pero en uno, que es casi puro diálogo, el amante convence a la protagonista de que la única manera de que puedan ser felices es que ella se deshaga del esposo e irse juntos a un lugar lejano. Entonces, al final de la historia, la protagonista, que ha entendido mal a lo que el amante se refería, mata al esposo.Invariablemente, en mi historia, con razón o no, el esposo debe morir. No veo de qué otra forma podría acabar el relato. Pero todo ocurre muy rápido y es confuso. No estoy satisfecho con el desenlace. Pienso que hacer que el amante y el esposo se encuentren cerca del final del relato, poco antes del asesinato, sería lo más adecuado, pero no sé muy bien cómo podría resultar eso. Imagino que podría ser algo violento. Algo que agregara más emoción a la trama. De cualquier forma, siendo así, siento mucha lástima por el hombre que me ha confundido. Debe sentirse muy infeliz. Y su mujer debe ser una mala persona. Así que creo entender al pobre tipo.

***

Escribir un dietario

A Carlos Noguera, con mucha gratitud

PARTE I:

Escribir no es normal. Lo normal es leer y lo placentero es leer; incluso lo elegante es leer. Escribir es un ejercicio de masoquismo; leer a veces puede ser un ejercicio de sadismo, pero generalmente es una ocupación interesantísima.

ROBERTO BOLAÑO

A mis dieciocho años escuché que al escribir debías imitar a un autor que siguieras y que luego debías distanciarte de él hasta que en tu obra solo quedara su eco. Leí a Quiroga y a Poe. Quiroga me dijo en su Decálogo que creyera en un maestro como si fuese Dios y eso hice. Entonces escribía cada vez más desesperado porque nunca llegué a distanciarme de él —de mi maestro— y, ahora, creo que de hecho nunca pude emularlo correctamente. Así fue cómo terminé por dejar de escribir a mis diecinueve años. Pero seguí leyendo. Leía a Vila-Matas, pero sin esperanzas. O, mejor dicho, solo lo leía como un observador, sin buscar nada en sus textos. Lo que con el tiempo hizo que me preguntara qué haría con mis libros y mis lecturas si ya no les veía utilidad. Pero aun así, mantuve el hábito de reunirme en las tardes, dos o tres veces a la semana, con otros escritores que no se habían convertido, como yo, en ágrafos. Entre ellos estaba Lana Zuazola, una escritora joven que casi no hablaba.

Yo, como era de esperarse, a esos encuentros ya no llevaba cuentos ni poemas que compartir, entonces yo solo leía. Pensé en volverme crítico. Mis escritores amigos me entregaban sus relatos y poemas y yo los corregía. Eso duró poco porque ellos se molestaban, sentían que les agredía personalmente, como si los atacara al hacer observaciones sobre lo que escribían. Mis opiniones casi nunca dejaban a nadie conforme, aunque las hiciese con las mejores intenciones y me abstuviera de ser todo lo duro que podría haber sido, incluso ante textos realmente malos. A Lana también la corregía, pero me gustaba mucho la forma en que narraba: siempre triste y melancólica. La invité a salir una vez y me dijo que no. Me sentí incómodo y quise irme, pero ella se fue primero, sin que nadie lo notara, mientras uno de los escritores leía en voz alta. Lana empezó a dejar de venir a las reuniones. Y cada vez que ella iba, yo pensaba en marcharme lo antes posible. Pero pronto eso dejó de ser un problema: paulatinamente, la dejamos de ver. Para entonces ya estábamos preocupados por ella, creíamos que algo malo le estaba pasando, y yo había dejado de corregir relatos y de leer, solo los escuchaba.

PARTE II:

Cuando uno escribe hasta convertir la escritura en un vicio, lo único que hace es explorar. Y para encontrar algo hay que ir hasta el fondo. Lo peor es que, una vez en el fondo, es imposible regresar a la superficie. No se puede salir jamás.

PEDRO JUAN GUTIÉRREZ

Arthur Rimbaud también dejó de escribir a los diecinueve, pero por otras y mejores razones, mientras yo, a la misma edad, me encontraba caminando con las manos en los bolsillos de la chaqueta hacia el apartamento de Lana Zuazola. Acababa de llover y había pequeños pozos en la calle y la acera.Uno de los escritores queme acompañaban dijo que odiaba ese clima. No se dijo más. Anduvimos en silencio. Tocamos a la puerta del apartamento de Lana. No hubo respuesta. Tocamos de nuevo. Nos gritaron desde adentro que esperáramos, y al poco tiempo la propia Lana nos abrió. Se había cortado el pelo, que antes había sido una mata de rulos que le llegaba a mitad de espalda, y estaba mucho más flaca, aunque todavía no perdía del todo el volumen de sus mejillas. Nos invitó a pasar y nos sirvió sendas tazas de café. Dijo que estaba escribiendo una novela que la mantenía entusiasmada, afirmó que con ella se estaba redescubriendo. Yo la noté pensativa, casi decaída.También me percaté de que hablaba mucho más pausado de lo que recordaba. Para entenderla, había que hacer un esfuerzo de paciencia y concentración. Ejercitar los oídos. Miré alrededor, desde mi asiento, un sofá estampado con motivo floral, y vi libros sobre las sillas, sobre algunas mesas y desordenados en la biblioteca.

Me encontraba en un apartamento de dos habitaciones, un baño y una sala-comedor, donde estábamos sentados. Había un gran ventanal, por el que, en ese momento, no entraba más que el color gris del día. Las luces, casi todas estaban encendidas, pintándolo todo de color amarillo. Por los muebles había papeles sueltos y sobre una mesita había una copia del diario de Sándor Márai con un marca libros que sobresalía de su interior. Mi mirada, que trataba de aprehenderlo todo, por alguna razón trataba de evitar aLana, pero sí alcancé a verla punta de un bolígrafo que se asomaba por su bolsillo. Un detalle que con razón pudo pasar desapercibido, pero que a mí me llamó la atención. Sin decirnos nada, los escritores y yo concluimos que ella no podía estar sino bien. En verdad, pensándolo en frío, me parece que carecíamos del vocabulario para describir la percepción que teníamos de Lana. No nos quedamos mucho tiempo más en su apartamento. La madre de Lana salió y nos saludó, nos ofreció algo de comer a lo cual nos negamos. Le preguntamos a la hija que por qué ya no iba a las reuniones. Ella se disculpó y dijo que ya volvería a ir, pero no lo hizo.Y cuando la volvimos a ver, semanas después, era como si fuese una extraña. Después yo también dejé de ir a nuestros encuentros—con el tiempo supe que todos habíamos dejado de hacerlo—, ya no tenía nada que hacer allí.

PARTE III:

Es muy fácil decir que los otros son el infierno, pero cuando el infierno viaja contigo mismo, lo más prudente es retirarte del mundo y dedicarte a escribir un dietario.

ENRIQUE VILA-MATAS

Esa mañana desayuné conVila-Matas. Él estaba sentado a la mesa, con una taza de café en frente y un libro de Kafka a su lado. Así lo vi. No me invitó a acompañarlo pero de todas formas lo hice. Aunque no nos hablamos. Él movía la boca pero no decía nada, o yo no lo escuchaba. Se reía y señalaba al libro.Yo no sabía si decir algo o, de hacerlo, qué debía decir. Luego Vila-Matas se detuvo, frunció el ceño por un breve momento y se despidió con un gesto de su mano. Había dejado el libro de Kafka y la taza. Tardé en salir corriendo tras él. Lo vi cuando ya estaba muy lejos, a la distancia, caminando en un paisaje nevado.Yo avancé sobre el blanco con cierta dificultad. Durante el camino vi sombras distantes.Vi personas sentadas en círculo alrededor de una fogata y me pareció reconocer a Borges. Luego vi cuerpos helados, cadáveres amoratados, y dejé de ver a Vila-Matas. Estaba solo en una nieve ennegrecida. El viento arreciaba y me trajo el rumor de unos pasos rápidos. Lana Zuazola me tomó del hombro y me dijo que no debíamos detenernos nunca jamás. Me le quedé viendo por un momento. De su boca salían nubes de vaho. Luego ella siguió caminando y empezó a alejarse. Me di cuenta entonces de que no llevaba abrigo, estaba prácticamente desnuda. Había recuperado su melena y su piel, tan blanca como el paisaje, como el alabastro, que pareciera que nunca hubiese sido tocada por el sol, tenía manchas rojizas que se extendían por todo su cuerpo. Su expresión era de optimismo, pero su estampa era de abandono. No seguí caminando. Confundido, dejé que ella avanzara sin mí. Me volví y emprendí mi camino de vuelta a casa, el frío me conminaba a acelerar el paso. Al alejarme, imaginé a Lana caminando a través de la bruma hasta perderse.

Descarga aquí el libro
26 humillados de Jacobo Villalobos

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Jacobo Villalobos (Caracas, 1995). Estudia Comunicación Social en la Universidad Central de Venezuela (UCV). Participó del taller de narrativa de Monte Ávila Editores (2014), dictado en un inicio por Carlos Noguera y retomado por Luis Laya, y del taller “Construyendo Historias” (2015), impartido por Héctor Torres. Ganador por unanimidad del XIII Concurso de Monte Ávila Editores para Obras de Autores Inéditos (2015) en la mención narrativa, por la obra “26 humillados”. Se desempeña como periodista en el diario La Razón.

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