Dos cuentos de Jorge Gómez Jiménez (Venezuela, 1971) ~

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El complot

Todo resultó muy extraño. Al despertarme sintonicé las noticias en la radio y comprobé que la situación seguía igual. El país había sido declarado insolvente por todos los organismos financieros internacionales, tal como lo había previsto. El pueblo empezaba a lanzarse a la calle en reclamo de las garantías constitucionales y los gobernantes no salían del palacio gubernativo por temor a enfrentarse a la enardecida turba que los esperaba afuera.

Por lo menos esas eran las noticias que la radio reseñaba acerca de la noche anterior. Calculé que ese día habría el golpe de estado, así que me vestí y salí a la calle para refrescarme con el ruido de los bombarderos antes de que algún toque de queda lo estropeara todo. Deseaba ver la gente enloquecida saqueando las tiendas de artefactos electrodomésticos y los autobuses corriendo vacíos, desesperados por llegar a sus casas antes de la hora final, cuando el ejército saldría a las calles y el país cambiaría de sistema de gobierno en un dos por tres. No tomé el ascensor temiendo un repentino corte de energía. Mientras bajaba las escaleras pensaba que habría que comprar carne, arroz, algunos condimentos y muchas cervezas en caso de algún problema extraordinario. Habría que comprar papel higiénico y crema dental, detergente y algunos comics para matar el tiempo cuando cerraran los canales de televisión y las radioemisoras.

Sin embargo, cuando salí me llevé una extraña sorpresa: sí, el pueblo se había volcado por completo al fin, a la calle, pero, al contrario de lo que yo había imaginado, todos alababan, pletóricos de alegría, al gobierno que los acogotaba como lo hacía. Muchachos descamisados y sucios corrían de pared en pared dibujando grafitis alusivos al extraordinario trabajo hecho por el gobierno, increíbles vivas a «nuestro querido presidente» y declarando próceres de la nación a los esbirros de la Policía Nacional. A cada instante pasaban caravanas con fotos del presidente en las ventanillas de automóviles, autobuses y camiones, enormes caras sonrientes que expresaban la más insólita felicidad. Pensé, decepcionado, que tendría que ir a trabajar, por lo cual me volví sobre mis pasos y subí a mi apartamento —en ascensor— a vestirme apropiadamente.

Llegué a la oficina a las ocho y pico, después de pasar entre cuatro manifestaciones públicas de gente vitoreando al gobierno y de ver tres caravanas como la primera. Los diarios reseñaban con títulos en colores que nuestra moneda bajaba mientras las extranjeras subían, disparadas arbitrariamente, y que por ello el gobierno había logrado un gran objetivo y había que ver el futuro con alegría y entusiasmo patriótico. «La nación se salva», decía uno en portada, «gracias a nuestro gobierno», y completaba la página con una foto en colores del presidente con la bandera nacional de fondo.

Con esa sorpresiva imagen subí a mi oficina. Saludé a mi secretaria como generalmente lo hacía, ella también lo hizo como generalmente lo hacía y yo cerré la puerta, puse el saco sobre la silla y encendí un cigarrillo mientras accionaba la computadora, como también generalmente lo hacía. Inmediatamente entró ella a pedirme la tarde libre para celebrar.

—¿Celebrar qué? —le pregunté. Me vio con extrañeza, como si yo debiera saber de antemano qué había que celebrar.

—Pues, la acción del gobierno, jefe…

Le di la tarde libre sin entender demasiado, en principio porque pensé que no podría hacerse nada ese día. Justo en ese momento sonó un teléfono. Era un amigo mío.

—¿Y entonces? —me gritó—. ¿Vas a trabajar hoy?

—¿Acaso se supone que no deba hacerlo? —le pregunté.

—¡Cómo! ¿No has leído los diarios? ¡El país es ahora insolvente, la inflación está en trescientos por ciento y en ascenso! ¡El gobierno nos ha salvado!

Me quedé atónito.

—Pensándolo bien, saldré a celebrar en un momento —le dije para colgar, en el instante en que escuchaba una caravana que pasaba frente al edificio.

Accioné el intercomunicador para pedirle a la secretaria los últimos contratos firmados. El aparato permaneció mudo esa y las otras dos veces que llamé. Salí a la recepción y no había nadie: la secretaria se había ido y me había dejado una nota donde me informaba que no había podido esperar hasta las doce para irse a festejar.

Estuve todo el día haciendo de jefe y secretaria por mi cuenta. A cada momento escuchaba el griterío de la gente en la calle y me preguntaba si de verdad era posible que pudiera darse ese ejemplo de servilismo en el pueblo. Me parecía una locura celebrar que el gobierno nos hubiera llevado a esa situación, y que por ello ahora «adquiriríamos una nueva conciencia nacional». Llegué a la conclusión de que el poder, al fin, había logrado su objetivo. Había dominado al pueblo con esloganes publicitarios de tercera: el sueño del poder.

Salí por la tarde, hastiado de contemplar el mismo espectáculo, cuando recordé que la noche anterior los gobernantes estaban encerrados en el palacio por temor a la venganza del pueblo. Consideré interesante observar la reacción de la gente frente al palacio, así que hacia allá me dirigí. Ahora volaban aviones que sostenían carteles felicitando al presidente por la galopante inflación.

Llegué al palacio después de las seis y media. Refulgía el blanco intenso de las murallas sobre el gentío que gritaba vivas al presidente, en la calle. La bandera nacional ondeaba silenciosa sobre la dorada cúpula, bajo la cual debían estar reunidos en ese momento más de cien funcionarios del más restringido círculo gubernamental. Los guardias nacionales permanecían en sus puestos de resguardo, esperando cualquier orden de sus superiores.

De pronto un alarido se encendió y fue tomando forma entre la multitud. Las puertas ecuánimes de palacio de gobierno se abrían, al fin, con su cargamento de goznes y cerraduras. Una figura difusa aparecía en el umbral: era el presidente. Por las esquizofrénicas reacciones de la gente pude darme cuenta de que los gobernantes saldrían a reunirse con su pueblo, que los esperaba ansioso de felicitarlos.

Nunca había visto una situación semejante. Las mujeres corrían hacia un lugar más cercano a la puerta del jardín palaciego y dejaban atrás todo lo que les hacía lastre, incluso carteras y bebés. Los hombres gritaban emocionados y se veían entre sí como buscando respuestas cada vez más entusiastas. Los policías nacionales apostados a lo largo del edificio colonial empezaban a ponerse nerviosos ante la emocionada muchedumbre que pedía a gritos a los gobernantes que salieran, que les permitieran tocarlos, abrazarlos, amarlos… Ya eran las siete y empezaba a oscurecer cuando parecieron salir, definitivamente, los gobernantes. La clamorosa poblada empezaba a moverse como un solo cuerpo en el que me arrastraban de un lado a otro sin dejarme caer, aunque de vez en cuando entreveía los ojos sufridos de alguien que había perdido el equilibrio y no podía levantarse a admirar a sus autoridades. Arriba había varios helicópteros donde estaban los periodistas de los distintos medios de comunicación, fabricando la constancia del supremo momento. Los gobernantes empezaron a caminar hacia la puerta del jardín y la histeria alcanzó niveles espectaculares. Una mujer se había quitado los zapatos y empezaba a correr hacia los portales para ver más de cerca a sus ídolos. Un guardia intentaba poner orden mientras otro abría el candado de la puerta del jardín. Tras él estaba el presidente con su comitiva de trajes grises y azules, incrédulos aún ante lo que estaban viendo. El presidente alzaba las manos saludando al pueblo, que rugía emocionado. A mi lado una mujer perdió el sentido y un hombre trataba de recogerla. Cuando las autoridades hicieron el primer contacto con la muchedumbre, ésta pareció llegar al éxtasis. Alzaron en hombros al presidente, que saludaba con una sonrisa sorprendida al público que lo aclamaba. Luego alzaron a todos los integrantes de la comitiva, entre un griterío desmesurado que empezaba a traspasar las barreras de lo humano.

Fue entonces cuando ocurrió lo inesperado: en hombros habían llevado a los gobernantes al centro del maremágnum, y allí fueron bajados. La muchedumbre cambió repentinamente de tono y se abalanzó sobre los cien fulanos, que miraban confundidos la escena de la que eran protagonistas. Todos querían participar en la colosal carnicería que yo mismo no entendía, en el fondo de mi perplejidad. Una mirada de desconfianza que me pasó por el frente me impulsó a moverme hacia la masacre, sin saber qué tenía que hacer. Ya habían empezado a volar las corbatas y los sacos, y a lo lejos, al otro lado de la muchedumbre, se escuchaban los callados disparos de los dos policías nacionales. Entre el estupor pude captar el placer de la gente, satisfecha de completar con éxito aquel complot colectivo que habría de restituirnos la independencia.

Caracas, enero 11, 1989

***

[Cuento perteneciente al libro “Dios y otros mitos”, Fondo Editorial Senderos Literarios, El Consejo, Estado Aragua, 1993]

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Alarmas

Había llorado tanto que tenía corrido el maquillaje, así que cuando pasaba algún carro bajaba la mirada para no ver mi reflejo en el retrovisor. Pero claro que lo vi: los labios descoloridos y los ríos negros que bajaban desde mis ojos. Recordé a mi tía cuando me decía: las niñas que lloran se ponen feas. Y sonreí, y quizás sonreír me hizo sentir culpable, pues se supone que cuando estás deprimida no sonríes: lloré otro poco.

Mik quiso que me bajara pero me negué, me sentía muy mal y sabía que el bullicio de Los Picadores y la alegría ajena (debí escribir tan ajena) me harían sentir peor. Así que les dije: vayan ustedes y bailen y diviértanse que yo los espero. Mi tía trató de convencerme: a lo mejor aquí está el hombre de tu vida y tú aquí muriéndote por dentro. Pero tales argumentos sólo logran incomodarme, pues me hacen pensar que la gente piensa que soy estúpida. A veces estoy de acuerdo: soy estúpida. Mik se impacientaba y le dijo a mi tía: no hay caso, que entre luego si quiere. Me dejaron las llaves del carro para que lo asegurara si cambiaba de idea, y entraron sin mí.

Reconozco que cuando decidí quedarme sola en el carro incurrí en un acto de franca vanidad. Las depresiones, de alguna retorcida manera, suelen revestirse de elegancia. Claudia se deprime: Claudia es profunda. Y sin duda ser profundo es elegante. Una siente ese ardor en el pecho y llora, pero la gente muestra respeto hacia el estado en que una se encuentra: eso en el fondo hace que una se sienta un poco bien. Dentro de lo que cabe.

Supongo que el culpable de todo es Mik. Por los días en que el Beto me dejó yo hacía esfuerzos por no llorar. Tenía ganas de llorar (y de saltar de una azotea y de cortarme las venas), pero me contenía: una no anda por ahí llorando delante de todo el mundo. Entonces una noche mi tía me invitó a salir con ella y Mik. Estábamos también en Los Picadores y mi tía le contó todo a Mik, y Mik me dijo: es preciso llorar las penas para que no nos ahoguen. Y me puse a llorar y tuvimos que irnos a casa.

Desde entonces lloro. Me levanto en la mañana llorando. Me acuesto en la noche llorando. Veo televisión: lloro. En el almuerzo: lloro. Ya no sé hacer nada si no estoy llorando mientras. Y mi tía a veces se ríe y me dice: Claudia, necesito que vayas a comprar papel higiénico pero no llores. Y yo río con ella, pero luego de regreso a casa tengo que abrir el paquete del papel para secarme las lágrimas.

Me acurruqué en el fondo del asiento para llorar en absoluta intimidad. Nunca falta un hombre inoportuno que se acerca a preguntar: le ocurre algo, puedo ayudarla. Y ni siquiera el Beto podía ayudarme: hacía falta una máquina del tiempo que borrara lo ocurrido, no sólo el recuerdo de lo ocurrido sino que lo borrara todo, todo. Que lo ocurrido no hubiera ocurrido nunca: sólo así estaría bien. Mientras tanto, me bastaba con acurrucarme para evitar la inoportuna visita del hombre inoportuno que, es de suponer, nunca falta en el estacionamiento de Los Picadores a las dos de la mañana.

Creo que me quedé dormida y de pronto me sentí extraña: no estaba llorando. Un acto reflejo me hizo abrir el bolso y sacar el celular para revisar si tenía mensajes del Beto: no tenía, y volví a llorar. Habría llorado igual si hubiera tenido. Disfruté el regreso al llanto y aquello me pareció enfermizo, así que encendí un marlboro y traté de asfixiar las lágrimas con humo.

Entonces me asaltó el hastío o quizás la sensatez: aunque tenga el maquillaje muy llorado iré a buscar a Mik y a mi tía para que me lleven a casa. Siempre he tenido como norma: las tareas rápidas duran menos que un cigarrillo. Puse el marlboro en el cenicero del carro y me bajé imponiéndome el desafío de estar de vuelta antes de que se apagara. Pero cuando ya estaba a punto de entrar a Los Picadores volví a sentir vergüenza de mis lágrimas y regresé al carro.

Recuperé el marlboro y terminé de fumarlo. Cuando dejé la colilla muerta en el cenicero sentí: derrota. Tuve una idea: haré sonar la alarma del carro. Oprimí el botón del control remoto y tras el breve silbido de la activación abrí y cerré la puerta: la alarma sonó. Pensaba que pronto aparecerían Mik y mi tía alarmados, pues para qué otra cosa puede servir una alarma. Pero no: los minutos tenían de todo menos apariciones salvadoras, y la alarma se hacía insoportable.

En algún momento dejó de sonar: volví a llorar. El Beto me dejó, mi tía y Mik estaban en Los Picadores, yo quería estar en casa: todo eso me hacía llorar. Me dije: si no busco ahora mismo a mi tía y a Mik amaneceré aquí llorando. Encendí otro marlboro y lo puse en el cenicero. Abrí la puerta olvidando que la alarma estaba activada y empezó de nuevo. Me detuve a un metro del carro esperando por última vez que salieran, pero pronto comprendí que tendría que ir a buscarlos o moriría: llorando o sorda.

Me acerqué al gran ventanal de Los Picadores y busqué con la vista a mi tía y a Mik. Los vi en medio de la batahola bailando sobre litros de alcohol y pensé: es incómodo que vaya a buscarlos, pero mi desgracia lo vale. Sé bien que mi tía me aprecia y supongo que también Mik: quien me aprecie le dará su justo valor a esto que me ocurre y reconocerá sin duda que es vital para mí regresar a casa: aunque sea sólo para llorar.

La luz de un carro pasó a mi través y me di vuelta. En el lugar en que estaba era sencillo hacerse invisible, pues había arbustos y carros y noche. Saberlo me resultó muy útil: del carro que llegó se bajó el Beto. Dos amigos lo esperaban. Empezó a caminar en dirección a la puerta de Los Picadores y sentí pánico: mi manto de invisibilidad dejaría de funcionar si él se acercaba.

Pero entonces notó el carro de Mik: más propiamente, notó que sonaba la alarma del carro de Mik y fue hacia allá. Supongo que quiso ostentar sus cualidades cívicas revisando que todo estuviera bien. Aunque sentí el impulso de lanzarme a sus brazos, recordé los ribetes humillantes de lo ocurrido y decidí mantenerme oculta. Repasé el lugar con la mirada: mi única escapatoria era que me tragara la tierra o que me subiera a un taxi aburrido que esperaba pasajeros en el flanco derecho del estacionamiento.

Caminé hacia el taxi con prisa pero sin hacer ruido: no sabía quiénes eran los que esperaban al Beto y si alguno me conocía quizás le diría que yo estaba allí. Mis senos, sin ser grandes, atraen a los hombres: me aseguré, desbordando el escote, de que se ofreciera una vista regular de sus formas, y en voz muy baja le pregunté al taxista si podía ayudarme. Me subí al asiento trasero y le expliqué mi problema: lloré otro poquito y el taxista me dio un pañuelo y eso me enterneció: sonreí.

El Beto fisgoneó alrededor del carro de Mik. Quizás vio el marlboro que aún debía estar consumiéndose en la soledad del cenicero y pensó: Claudia y sus marlboros. Después de lanzar una mirada exploratoria por el estacionamiento se sumergió en la multitud que bailaba en Los Picadores. Más tarde salió seguido por Mik: me buscaban. Me agazapé en el asiento del taxi y los vi hablar.

Mik es un hombre inteligente y estoy segura de que estaba seguro de que yo estaba cerca. Además aún tenía sus llaves conmigo y sé que sabía que no sería capaz de irme sin devolvérselas. Debió decirle cualquier cosa al Beto para disuadirlo de buscarme y pronto se despidió y regresó al bullicio. El Beto miró la noche (y su gesto me pareció tan teatral) y sacó su celular: puse el mío en silencio por si se le ocurría llamarme: me llamó. Todavía tenía identificado su número con la palabra amor: sollocé mientras el celular me gritaba en silencio.

Volvió con sus amigos y arrancaron. Sentí curiosidad: ¿qué camino toma un hombre cuando una se esconde? Sospecho que al taxista no le sorprendió mi medida desesperada: encendió el taxi y aceleró hasta que se ubicó a una distancia prudente del otro carro.

Nos internamos en la ciudad. Pregunté al taxista si podía fumar: me pidió un marlboro. Unas calles más adelante perdí de vista el carro, pero el taxista me tranquilizó: fume, yo manejo. Me eché hacia atrás y no pude contener uno de esos suspiros accidentados que sobrevienen después de haber llorado mucho.

Mientras esperábamos que cambiara la luz de un semáforo vi en la acera a una pareja que discutía. Alcancé a entender algunas palabras: desconsiderado, necia, nunca. De pronto él se dio la vuelta y se alejó tras la esquina, y ella me miró: por un instante me pareció que nuestras miradas encontradas se apoyaban la una a la otra. Lloré. El taxista también me miraba por el espejo retrovisor, pero su mirada era escurridiza y no se enfocaba en mis ojos.

Habíamos hecho un rodeo innecesario por el centro: finalmente el carro donde iba el Beto se detuvo ante la puerta del Mirador. El taxista se estacionó unos metros más atrás, en el lado opuesto de la calle, y pensé: soy una estúpida. Desde su ceño fruncido el Beto me había dicho semanas antes: no quiero volver a saber de ti. Por mi parte lloraba y le gritaba: te odio. Y ahora él iba a buscarme y yo me ocultaba sólo para seguirlo en secreto.

El taxista salió de pronto de su burbuja de discreción profesional y me dio un golpe de realidad: no se bajan. En efecto, los dos amigos del Beto que iban en el asiento delantero estaban vueltos sobre el respaldo y parecían hablar con él. Luego se bajaron y entraron al Mirador, dejándolo solo. Tenía la cabeza gacha y creí percibir un débil destello: me estaba llamando. Con la yema de mi pulgar acaricié la palabra amor en la pantalla de mi celular y volví a llorar. Me dije: estúpida. El taxista me pidió otro marlboro.

La música que salía del Mirador se confundía con los ruidos de la calle: el taxista y yo sólo esperábamos. Al principio pensé que los amigos del Beto saldrían en unos minutos, pero no fue así. Había gente en la calle y algunos miraban al Beto en el asiento trasero del carro: lo miraban con recelo o compasión o al menos yo lo habría mirado con compasión, pues soy estúpida.

Recordé algo que me había dicho el Beto poco después de conocernos: Claudia, tú y yo somos tan parecidos. Cuando me lo dijo supuse que se trataba de alguna de las estratagemas de seducción del legado que el género masculino se transmite de generación en generación. Recuerdo que pensé: el Beto piensa que soy estúpida.

Fue entonces cuando escuché el portazo y la alarma. El Beto estaba sentado de manera que podía verlo de perfil y comprendí que por alguna razón no quería entrar a buscar a sus amigos. La pantalla de mi celular se encendió una vez más: habría querido responder para decirle: es en vano, Beto, no van a salir. El ruido monótono de la alarma se hacía insoportable. El taxista me miró inquisidor y la noche se tornó grande y cruel. Le pasé un marlboro y le dije: regresemos a Los Picadores, si es tan amable.

***

+Leer: Entrevista a Jorge Gómez Jiménez

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